sábado, 15 de noviembre de 2014

EL FIN DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL. ¿CONSTATACIÓN DE LA IMPOSIBILIDAD DEL HOMBRE PARA ENFRENTARSE A SÍ MISMO?

Resulta una vez más que, fruto del proceso cifrado a partir de la observación atenta de algo tan aparentemente rutinario como podría llegar a considerarse el propio fenómeno del paso de el tiempo, podemos llegar de manera más o menos rotunda, de manera más o menos rápida, a la casi evidente aceptación de lo inexorable del relativismo del que el mismo se halla recubierto.

Así, constatando una vez más la eficacia de la letanía que redunda en pos de observar el inaudito paso del tiempo, proceso éste que queda maravillosamente implementado en el conciso gesto de ver cómo las hojas del calendario transitan, haciendo obvio que el tiempo, al menos el correspondiente al instante que vivíamos, es ya pasado, se empecina en arremolinarnos en torno a la concesión de los espacios necesarios para aceptar, no tanto para asumir, la contingencia de nuestra existencia; contingencia de la que somos conscientes solo en tanto que asumimos nuestro propio relativismo.

Porque al final, o quién sabe si al principio, es de eso y nada más de lo que se trata. De la contingencia, traducción evidente de nuestra necedad; último bastión al que puede optar a merecer un Hombre cada vez más sumiso, cada vez más derrotado. Un Hombre que se hace merecedor de semejante constancia de derrota precisamente en la medida en que sus débiles conatos de revuelta, implícitos en su cada vez mayor empeño de parecer ante sí mismo y los demás más lleno de verdad, refuerzan ahora ya sí de manera consciente, la evidencia de que el final se aproxima.

Prueba evidente de ello, el siglo que hemos dejado atrás. O para ser más certeros, la interpretación que del mencionado transitar del tiempo hemos sido capaces de extraer.
El Siglo de la Ciencia para unos, el Siglo de las Luces para otros, lo cierto es que el Siglo de la Guerra para todos. Lo único que podemos aseverar, quizá lo único en lo que unos y otros podemos llegar a estar de acuerdo, sea en que el pasado Siglo XX ha acumulado tanto por intensidad como por violencia del Hombre contra el Hombre, el mayor grado de violencia del que especie alguna ha sido nunca capaz a lo largo de todo el periodo de la Historia de la Humanidad.

Inmersos todavía en los ecos de las conmemoraciones del I.º Centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial; lo cierto es que precisamente en esta semana, concretamente el pasado día once, se cumplieron 96 años de la firma del armisticio que ponía fin al mencionado conflicto, a saber, el mayor conflicto que hasta ese momento había azotado a la especie humana. Y considero adecuado emplear estos términos sencillamente porque el conflicto alcanzó sin duda a dañar la esencia de lo que se supone debe ser un Ser Humano.

Pero como nada o casi nada ocurre por azar, el azar es a menudo una delación en la que la Razón cae a medida que evoluciona su vínculo para con el Hombre; lo cierto es que todo o casi todo lo que ocurrirá en el siglo XX después de los hechos acontecidos aquél miércoles 11 de noviembre de 1918,  estarán para siempre vinculados a los mismos, viniendo unas veces motivados por ellos, siendo en otras consecuencia propia y casi inexorable de los mismos.
Tenemos así que empezar, no por cuestiones cronológicas, más bien por una mera consideración de orden, a entender que si bien la Primera Guerra Mundial comienza en 1914, lo cierto es que no se tratará de la primera guerra del recién estrenado siglo XX. Es más, la propia existencia de la guerra, la contingencia en la que se ve reflejada, pone de manifiesto que más allá de la mera condición cronológica, de hacer caso a las emociones, dejándonos guiar por las sensaciones que éstas nos trasladan, bien podríamos decir no solo que el siglo XIX no ha llegado, sino que a la vista del contexto, sus realidades y contingencias están en aquel 1900 más vivos que nunca.

Las causas  no ya de estas aseveraciones, sino de que las mismas tengan en realidad sentido hay que buscarlas, como en la mayoría de ocasiones en las que el objeto de lo apremiante posee una verdadera importancia; en la contingencia derivada de la implementación de múltiples variables que inciden a la vez, creando éstas a la vez un escenario de potencialidades tan elevado, que convierten en casi anecdótico cualquier esfuerzo categórico por aproximarnos a la realidad.
Dentro de tamaña irrealidad, resulta no necesario, casi imprescindible, buscar un elemento categórico que por ende ser encuentre presente de una u otra manera en todos los escenarios, a la vez que en todos los tiempos, en los que se hayan desarrollado acontecimientos con alguna solvencia de cara a lo que estamos estudiando.

Vista la amplitud de los escenarios que se abren a partir de tamaña consideración, resulta casi evidente el marcado carácter de abstracción de los que habrán de gozar cualquiera de las directivas consideradas como dignas de ser tomadas en consideración a la hora de escenificar lo comentado.
Rebuscando pues entre los por otro lado tampoco muy numerosos catálogos en los que poder encontrar tamañas variables, acabamos por ceder a la conclusión de que solo factores estructurales, propiciatorios de la propia esencia del Hombre, pueden figurar como dignos elementos desencadenantes de tamaño conflicto.

Surgen así estructuras propias de la Razón, o a la sazón frutos de ésta, como responsable quién sabe si indirectos, no tanto del conflicto, cuando sí más bien del cúmulo de contingencias que tras evolucionar a realidades, terminaron por condicionar una realidad en la que solo el conflicto a escala mundial podía llegar a suponer ¿solución? a lo planteado.

Resulta así que, sin caer en la tentación de manipular el escenario, todos estaremos más o menos de acuerdo en declarar al XIX el Siglo del Romanticismo. Sin embargo, lejos de contradecirnos a nosotros mismos propiciando una suerte de neurosis, no es menos cierto que la velocidad con la que esta línea de pensamiento fue superada, concretamente por el Realismo, nos obligan a aceptar que las consecuencias que éste trajo para el pensamiento del XIX, a pesar de su al menos en apariencia corta duración, supusieron en realidad una trascendencia tan grande cuando no mayor, de lo que las premisas implementadas por el Romanticismo habían supuesto.

Asumidas como propias las premisas según las cuales resulta cada vez más difícil discernir la direccionalidad de las implicaciones surgidas entre realidad e idearios; o dicho de otra manera aceptando la imposibilidad de saber si la realidad genera las ideas, o son las ideas las que conforman la realidad; lo cierto es que a estas alturas ya casi resulta evidente la determinación de la transición que existe entre el desastroso arranque del siglo XIX, y la corriente de insatisfacción que tras el mismo se cierne, que puede quedar resumida en la constatación evidente de la existencia de una sensación en base a la cual la transición entre el XIX y el XX en realidad no se había producido.

¿La conmiseración de semejante certeza? La realidad en sí misma, o a lo sumo la asunción que de la misma hacía el Hombre de comienzos del XX.

El Hombre no se enfrenta a la realidad, lo hace a la interpretación que de la misma hace y…¿Qué realidad tenia ante sí el Hombre del primer cuarto del XX?
Basta un ligero vistazo a las encomiendas bajo las que se regía efectivamente no solo el tránsito, sino más bien todo el proceso desarrollado por el Hombre para posicionarse respecto de la realidad, y comprobaremos sin el menor esfuerzo como la transición del 1800 al 1900 fue ficticia, exclusivamente cronológica cuando menos.

Todo, absolutamente todo, Economía, Sociedad, Política, incluso la Religión, parecían conspirar en tal dirección. Una dirección que como en tantas otras ocasiones empuja al Hombre convenciéndole de su obligación para desarrollar procesos, a menudo utopías para las que no solo no está preparado. Y lo peor de todo no es solo eso, lo peor de todo es que las heridas que dejan estos fracasos, más concretamente su recuerdo, actuarán como freno limitando ostensiblemente las capacidades de las futuras generaciones en momentos imprescindibles.

Vamos consolidando así un escenario muy elaborado, cuyo elemento de cohesión, a saber el propio Hombre, se muestra no obstante como un ente un tanto débil, si no por acción, si por supuesto por omisión ya que, sin duda alguna, el Hombre de principios del XX es en realidad una suerte de continuidad del Hombre del XIX. Pero la pregunta es ahora ya inexcusable: ¿Ha llegado a haber un Hombre del siglo XX?
La pregunta, clara, requiere pues una respuesta clara. Lo cual no hace sino incrementar las dificultades propias, ya de por sí elevadas.
Si buscamos en sus logros, quién sabe si para encontrar en sus motivaciones un ápice de su esencia, y tirar de semejante hebra en pos de diligenciar una forma de aproximación, nos toparemos de frente con la paradoja que supone el comprobar hasta qué punto el Siglo de la Ciencia ha supuesto en realidad, el siglo de la deshumanización. Es como si cuanto más investigaba el Hombre del XX, más se alejaba de sí mismo. En el colmo de la perversión, haciendo del paroxismo otro modelo propio de VALLE-INCLÁN, el Hombre del XX se ha alienado voluntariamente entrando en una escala de decadencia inducida que se mueve en términos de proporcionalidad respecto del grado de aparente éxito que en su alocada carrera obtienen.

Así, de parecida manera a como el 11 de noviembre de 1918 no vio el fin de la I.ª Guerra Mundial, sino que alumbró lo inexorable de una segunda, es como la no consecución de los objetivos propios del XX parecen convertir en inexorable una forma de retorno no sabemos si sobre nuestros pasos, pero que en cualquier caso supongan cuando menos un instante de reflexión sobre lo alcanzado o no en estas décadas de alocada carrera.

El paso del tiempo supone poco más que lo que las huellas lo son para el camino; la conjunción de polvo y viento las hace estériles. Al final, lo único que importa es si hemos aprendido algo en el propio caminar.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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