sábado, 1 de noviembre de 2014

ENTRE BECQUER Y ZORRILLA. DE LAS TRADICIONES CASTELLANAS AL ROMANTICISMO ESPAÑOL.

Pasando, cómo no, por Halloween.

¿Tradición extranjera? ¿Quién sabe si renuncia a la propia? ¿O se trata más bien de algo mucho más profundo, de nuevo mucho más inconfesable? De nuevo, otra vuelta de tuerca. Una restauración desmembrada, propia no ya solo del siglo XIX, sino más bien algo incomprensible, de no ser porque en semejante caos se percibe palpitante la verdadera Historia de España; una historia que, como en tantas otras ocasiones, ha de ser sentida, por no ser conciliable con lo racional.

Y es por ello qué, a la par que nos alejamos de la razón, nos adentramos sin lugar a dudas en los escenarios propios de lo mítico, de lo inabordable; quién sabe si de lo eternamente español. Esos lugares en los que solo los más apócrifos se mueven con solturas, donde otras son las medidas que ciñen al Hombre, cuando medita la solvencia de sus azañas.

Lugares pues, extraños, donde convergen en uno solo corrientes antaño dispersas. Lugares carentes de ubicación, por no disponer de espacios a los cuales asemejarlos. Lugares atemporales, precisamente porque hablan de cosas tan propias, a la par que imprecisas, que todos los instantes resultan contemporáneos, quién sabe si porque en realidad en ellos descansa la esencia del tiempo, aquélla que tiene la pleitesía de responder siempre a cualquiera que tenga la fuerza, pues no resulta bastante con mostrar destreza, para hacer la pregunta adecuada.

Son entonces lugares y tiempos propios de otros Hombres, propios de otros tiempos. Lugares limitados en el tiempo por Espronceda, por Rosalía de Castro, y cómo no, por Becquer. Lugares asintomáticos de vida, quién sabe si porque en realidad en ellos se escondía no tanto la esencia de la vida, como si más bien la esencia del Hombre. Lugares llenos de inspiración, una inspiración inaudita por eterna, en la que la propia Historia acudía a jugar con los Hombres, a los que se permitía el lujo de tratar como a niños, al mostrarles sus miserias, perdonándoles a continuación todas sus deudas, justo un segundo antes de humillarles hasta el infinito, un infinito que el Hombre del Romanticismo Español reconoce en el instante previo a tener que esgrimir sus asuntos, una vez que éstos no tienen ya solución fundada.

Tiempos propios para la exaltación de un pasado, tan nacionalista unas veces, como regionalista otro, pero siempre y en todas lleno hasta la saciedad de borbotones. Borbotones en los que se reconoce el exceso con el que se reconoce además el Castellano que dará después, pese a quien pese, origen al Español.

Castellano unas veces, español otras, pero siempre hombre y a la sazón pasional. Y será por ello que la pasión se convertirá en la nave que, capitaneada desde la exaltación, permitirá a estos bravíos recorrer tierras cuando no mares hasta unos confines por la mayoría ni tan siquiera soñados. Confines de desazón unas veces, de triunfo otras. Pero siempre lugares prestos a la paradoja de saber que lo que hoy no es sino territorio límite en tanto que frontera ante lo desconocido, así mañana habrá de ser poco menos que un puente destinado a unir espacios para nada comprometedores.

Mas ahí reside otro de los encantos, si no el mayor, de cuantos residen en la esencia del Romanticismo Español. El encanto que pasa por la capacidad tantas y tantas veces demostrada de mostrarse especialmente hábil para negarse a sí mismo, consagrando de tamaña suerte de prestidigitación, el deleite del que se sabe preexistente, por no ser sus detractores capaces de delimitar ni tan siquiera el momento en el que nació. ¿Pues cómo hacer entonces para decidir cuándo ha muerto el que decimos a ciencia cierta que no ha vivido?

Y como prueba de tal paradoja, Gustavo Adolfo BÉCQUER. El que nació muerto, en tanto que es el primero, cuando no el único ser verdaderamente romántico que conjuga su existencia dentro del verdadero Romanticismo Español, precisamente cuando el Romanticismo ya ha muerto en Europa. De nuevo, cómo no, la paradoja española.
Paradoja que se repite, aunque ni por asomo amenaza con ser reiterante, toda vez que nada de lo que ocurre en España, tiene parangón con lo que ha ocurrido, ocurre, o está por ocurrir en Europa. Porque solo desde la incomprensión que supone aquél entonces, aquél allí, podemos llegar a intuir el cúmulo de desazones que como país predisponen todos los ingredientes en pos de satisfacer la demanda de una felicidad a todas luces imposible al estar esencialmente impregnada de una melancolía sutilmente contaminada no por la búsqueda de la libertad, sino por la exaltación de un yo incompatible con el propio Hombre. Un Hombre, un yo, incompatibles con el tiempo que les es propio, y que tiene en la contumaz persistencia del Individuo Español su última esperanza no de sobrevivir, cuando si de pervivir, aunque sea tan solo como eterna promesa porque, ¿Qué es el Hombre sino una eterna promesa? A lo sumo una realidad inabordable, intratable a la par que imposible de asumir hasta para los que compartimos genes, espacio e instantes.

Surge así el rechazo como forma de encajar lo inconmensurable del espacio, lo inabordable del tiempo. Es así como lo infinito, en su doble dimensión de continuidad espacial, de longitud temporal, aborda sus propios límites, superando con ello a los del Hombre, arrojándole a un torrente en el que el propio espacio y el propio tiempo son concebibles a lo sumo a partir de la integración que las emociones nos proporcionan. Es entonces cuando las últimas fronteras, los últimos límites, caen ante el impulso del nuevo Hombre, quién sabe si del Superhombre del que habló Zarathustra, o si en realidad incluso éste no fuera sino una vaga aproximación en tanto que éste es concebible.

Superado el Hombre, hemos de asumir la valía de sus contextos. Es entonces cuando la Naturaleza se vuelve trascendente, y su presencia, lejos de ser contextual, se redime en esencial. Es el momento de las confidencias, el momento en el que los lobos, sus aullidos; el viento y su ulular, se convierten en protagonistas tan importantes, cuando no más, de lo que pueden llegar a serlo aquéllos caballeros que sobre blancos e indomables corceles recorren El Moncayo el pos de la prenda que Beatriz perdiera. ¿O en realidad la dejó caer? Porque en definitiva de eso se trata, de eso se ha tratado siempre. De dirimir las grandes cuestiones, para tratar de localizar después al Hombre que de las mismas resulte. Un Hombre nuevo en tanto que viejo. Un Hombre que se recompone a sí mismo, en tanto que se reconoce en las tradiciones.

Tradición, el otro gran ingrediente. Una vez superada la Historia, aquí no tiene cabida lo objetivo, ¿Qué nos importa la Realidad pudiéndola suplir por una buena interpretación? Por ello, o quién sabe si a pesar de ello, la distorsión propia del dramatismo se adueña de todo, logrando lo imposible, haciendo el milagro, volver cultivables incluso los espacios que otrora resultaron estériles.

Y como siempre, como elemento integrador, como único referente en el que humanos y hombres se sienten cómodos, a la par que sirve para identificar a las bestias…El Lenguaje, efectista, recargado, exagerado como en ninguna otra ocasión, sirve, mediante la ordenación desordenada que prometen las antítesis violentas, para poner al Hombre frente a su paradoja. La de saber que lo único que diferencia al Hombre de las Bestias se resume en el conocimiento de lo inexorable, ni más ni menos que saber que va a morir. Lo que sin duda le condena a tener que vivir plenamente, aunque por ello se condene eternamente, en tanto que vivir plenamente no le lleve sino a enfrentarse con Dios.

Y como siempre, una vez más, la conclusión funesta, la que pasa no por la conclusión, como sí más bien por la eterna reformulación del siempre presente dilema, a saber el que enfrenta al Hombre Racional y frío, con el Hombre Pragmático, conocedor de las sensaciones, cadente con ello hacia lo pasional. KANT creyó haber logrado la restitución de ambos los dos Hombres. Sin embargo las pasiones del Don Juan de Zorrilla, o el cinismo mal disimulado de Isabel en El Monte de las Ánimas de Bécquer, no vendrán sino a reafirmarnos en nuestra convicción de que el Hombre del XIX, si es que existe, ha de buscar su esencia, cuando no el motivo de su existencia, más en las brumas del monte que hay cercano a las ruinas del Monasterio del Temple, que en las ruinas de una idea de España que es tan fruto de la imaginación, cuando no más, que el propio tañido de campanas que a unos y a otros sobrecoge.

Morir por una idea, acaso por una ensoñación. Por una locura. ¿Hay acaso forma más gratificante de morir? Si es que la muerte alguna vez fue grata.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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