sábado, 26 de diciembre de 2015

DE LA NAVIDAD, UN EPISODIO CONTINGENTE DENTRO DE LA INEXORABLE NECESIDAD DE LA EXISTENCIA DEL HOMBRE.

Sumidos, cómo no, en la más intrínseca de las obligaciones en cuyo cumplimiento el ser humano se reconoce, que no es otra que la de redundar en la comprensión del eterno devenir; asistimos en estas fechas tan especiales a una suerte de protocolo no por tantas veces ensayado, menos presuntuoso, el que pasa por, una vez más, sorprendernos de que efectivamente, vuelve a ser navidad.

Fenómeno social, hecho histórico, tradición ancestral. Sea como fuere, el único análisis certero pasa por asumir como propio la constatación de que, efectivamente, la condición humana vuelve a tener un instante quién sabe si para redundar en sí misma, o tal vez para traer a colación la tantas y tantas veces explorada certeza de que como entes diferenciados, necesitamos de manera casi enfermiza de redundar en procesos, conceptos o erudiciones en cuyo desarrollo, tanto si nos sentimos identificados como sí  no, entendemos no obstante la esencia procedimental de lo que por ende nos hace diferentes. Y eso, qué duda cabe, nos tranquiliza.

Ocurre con la tranquilidad lo mismo que con la mayoría de los grandes conceptos, cuanto mayores son los esfuerzos destinados a lograr su plena consolidación, mayor es la frustración que redunda de la insatisfacción de los mismos toda vez que la larga búsqueda de hechos amenaza con convertirse en eterna toda vez que en lugar de hallar certezas, lo que encontramos son permanentes demostraciones del aparente dinamismo de la realidad. ¿Estará pues la esencia del Hombre condenada a vagar por existencia condenada a lo sumo  a percibir, incapaz por otro lado de acceder a algo más que a la intuición de los grandes conceptos.

Se sume así pues el hombre en la mayor de sus miserias, la que pasa por constatar no tanto el valor como sí más bien la mera existencia de la paradoja en base a la cual se ve obligado a vivir consolidando la certeza de que es el único ente condenado a constatar, pues no le vale con saber; hecho que sin duda redundará de manera indefectible no solo en su definición del mundo, sino en la propia comprensión del yo; lo cual como es de suponer obrará cuantiosos cambios en la propia comprensión del mundo antes vislumbrada.

Podremos y por ende lo haremos, encontrar un vínculo directo que relacione la manera que el hombre tiene de percibirse a si mismo, con la manera que el hombre tiene de comprender la realidad en la que unas veces vive, estando en otras a lo sumo, sumido en la obligación de vivir.
Es así que los egipcios entendían la relación que el mundo guardaba para con ellos, por medio de una metáfora que identificaba al mundo como una suerte de concha que flotaba sobre una sustancia fangosa, en ocasiones pútrida. Por oposición a tal condición el universo, o la suerte de recreación que le correspondía, jugaba su papel en forma de elementos firmemente prendidos a una forma vagamente reconocible de firmamento, nombre tal vez procedente de la suposición vana de esperar en el estatismo propio y refrendado, de que lo estático (lo que permanece prendido, puede en realidad proporcionarnos alguna suerte de calma tranquilizadora desde la que enfrentarnos al tenebrismo en el que nuestra oscuridad, metáfora de una ignorancia de la que apenas somos conscientes, nos sume.
Tal vez con tal propósito, con el de aumentar nuestra tranquilidad, que no nuestro conocimiento, los griegos redundaron, tal y como por otro lado era de esperar, no tanto en las concepciones, como sí más bien en la funcionalidad, de unas explicaciones que ellos ya pasaron a denominar modelos. La aportación parece no ser digna de tal consideración, o a lo sumo parece impropia de merecer tanta importancia. Pero basta con que nos detengamos un instante para reconocer una vez más en el matiz del Lenguaje, la sutileza de la acepción, la modificación de la realidad. Así, la existencia de un modelo redunda en la percepción de la realidad desde un punto de vista potencialmente accesible. En una palabra, el modelo redunda en la existencia presente o a lo sumo futura de un sistema; y lo que caracteriza a un sistema es, fundamentalmente el valor del orden. Dicho de otra manera, la Ciencia con mayúsculas hizo pues su entrada triunfal y, como era de esperar, el paso del Mito al Logos tuvo en éste también un campo en el que reclamar su supremo dominio.

Dice Platón en el Timeo, que es el universo un ser vivo, un animal con criterio y existencia propia. Un animal aunque eso si, creado por Dios en forma de esfera, la más perfecta e idónea de todas las formas. Será después Aristóteles capaz por ejemplo de explicar el movimiento de los planetas postulando la existencia de nada menos que cincuenta y cinco esferas a la sazón transparentes que por suerte de mecanismo giran o se mueven en función del efecto que el movimiento procedente de otras, les induce. Así, hasta aceptar la existencia de una primigenia que es capaz de moverse, sin deber su movimiento a ninguna otra o anterior.
Será Pitágoras quien compare la existencia del mundo con una enorme lira cuyas cuerdas son las órbitas de los diferentes planetas aparentemente destinadas a sonar en un momento dado en una forma de armonía.

Nos encontramos, en definitiva, ante otro más de los múltiples ejemplos de esa bella transición que en la suerte del Hombre nos hemos dado en llamar Paso del Mito al Logos, en un intento de convertir en grandioso lo que de otro modo bien pudiera convertirse en algo netamente exasperante. Algo que pasaría por entender que en tanto que somos los únicos con conciencia de nuestro ser, hemos de ser los únicos que en aplicación de nuestra responsabilidad, tenemos no solo que sabernos, sino que mucho más allá, hemos de saberlo todo de todo lo que nos rodea.

Y será precisamente esta suerte de aparente contradicción la encargada una vez más de convertir en transcendente la por otro lado memorable paradoja que más que enfrentar al hombre con su propia negligencia, le lleva a ser grande en la misma; pues solo algo como el Hombre puede sobreponerse a la miseria que en forma de mediocridad redunda en su existencia para, no contento con ello vincularse de manera inexorable a la mayor de las creaciones que su cerebro es capaz de pergeñar, y luego lograr vestirlo todo con un hermoso traje capaz no solo de cubrir, como en el caso del monstruo de Frankenstein sus miserias, sino que yendo mucho más allá logra elaborar a partir del miedo que el fragor del monstruo genera, una hermosa historia capaz de alienar a todo el mundo, sumiendo a quien se enfrenta a la misma en una suerte de enajenación que no solo resiste el paso del tiempo sino que se alimenta del mismo en tanto que es capaz de mimetizarse con ellos al asumir los procesos que en cada momento resultan dignos de ser prescritos.

Constituye Nicolás de Cusa un bello ejemplo de tales consideraciones. Así, el proceso destinado a lograr la supervivencia de los mitos ha pasado de esforzarse en proporcionarles una suerte de necesidad, a dirigir sus esfuerzos hacia la satisfacción mundana que procede de comulgar con lo mundano. El Relativismo, asumido pues es imposible entenderlo como algo más que una forma de explicación instrumental, conduce ahora nuestros pasos hacia la sacralización de lo otrora denostado. Un ejemplo de tal proceder, el iniciado a partir no tanto de los logros como sí más bien con las explicaciones que el mentado había de generar para explicar los continuos dimorfismos que sus avances promovían al compararlos o a lo sumo tratar de enmarcarlos dentro del panorama científico de su momento (más o menos contemporáneo de Copérnico.) Para hacernos una idea, de Cusa afirmaba que el universo era una esfera infinita carente de centro. Más allá de estar o no de acuerdo ni con la forma ni con el fondo de la afirmación, lo que justifica su presencia hoy aquí es precisamente el elevado grado de sutileza que subyace formalmente a su afirmación.  ¿Una esfera sin centro? ¿Resulta tal cosa posible siquiera en nuestro pensamiento? En palabras propias de Platón sería la existencia per se de una idea inconcebible para un Hombre por ser incapaz de pergeñarla por si mismo, motivo suficiente para asumir la existencia de un ser superior responsable de haber metido tal consideración en nuestra cabeza. Dicho de otra manera, la contradictio in adjecto presente en el desarrollo de Nicola de Cusa nos lleva, por el mero hecho de aceptarla, y la aceptamos por el mero hecho de manejarla semánticamente; a asumir la presencia de un Ser Superior que es capaz de inferir en nosotros descalabros propios de pensar un hecho e inmediatamente su contrario.

De esta manera, y para ir satisfaciendo la cuestión que hace rato viene trayendo de cabeza a los que han iniciado la lectura de la presente desde la esperanza de encontrarse con alguna suerte de inspiración navideña, habremos de decirles que muy probablemente todo el protocolo que históricamente se ha venido desarrollando en aras de refrendar el episodio de Belén puede ser o no verdad. Sin embargo lo único que resulta inexcusablemente grande es el recorrido histórico que el mismo ha llevado a cabo como otra parte más de los enormes desarrollos que el hombre ha logrado en esa ingente labor que pasa por primero, entenderse a sí mismo, para después poder lanzarse en la no menos ardua labor de tratar de comprender todo lo demás.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 19 de diciembre de 2015

DE BEETHOVEN Y LA CONSONANCIA DE LA GENIALIDAD EN LA ECUACIÓN LÓGICA DEL SIGLO XVIII.

Es a menudo la Historia, poco más que una conmemoración de sucesos, que una cronología de hechos, si no de percances, más o menos ordenados según el gusto cuando no el mero interés, de quien resulta encomendado de llevar a cabo semejante tarea.
Sin embargo, en pocas, en contadas ocasiones, la Historia se convierte en una alocada aventura en la que un hecho singular da paso a otro si cabe más intenso; en el que un acontecimiento se revela por sí mismo como histórico, erigiéndose en hito incluso para los que resultan contemporáneos, impregnando con su ensalmo todo lo que es propio, dictaminando en función de la distancia que respecto del mismo guardan el resto de cosas, qué ha de ser tenido por propio, y que ha de ser eyectado por ser muestra de condición impropia.

Sensaciones, más que sucesos, en todo caso reservados a los elegidos. Los elegidos, una suerte cuando no una auténtica categoría moral, llamados no tanto al éxito individual, como sí más bien a provocar el enardecimiento en aquellos que de manera consciente o inconsciente forman junto a ellos parte intrínseca de esta a menudo incomprensible pintura hacia la que a menudo tiende la interpretación de un mundo, el que nos rodea, cuya intrínseca complejidad nos ha llevado a abandonar en la fustigante labor emprendida en pos de lograr las claves que nos permitieran lograr su desciframiento, pero que a medida que nos introducen en lo que creemos son las esencias del monstruo, no hacen sino desvelarnos lo lejos que estamos no ya de comprender la realidad, como incluso de interpretar los fenómenos mediante los que ésta se nos revela, casi siempre por medio de sutiles destellos.

Destellos, sutileza, presagios; son conceptos propios de una época propicia para una sociedad genial; y quién sabe si definitivamente vinculada al surgimiento de genios. En cualquier caso, y haciendo uso, que no abusando, de la ventaja que nos proporciona una vez más la perspectiva; podemos afirmar sin miedo a errar en forma de exceso de confianza, que el Siglo XVIII estuvo sin duda llamado a apropiarse de todos estos conceptos, aportando a cambio la virtud de que lejos de provocar un conflicto diplomático con la Historia (hecho que bien pudiera haber acaecido de haberse observado temeridad en el uso de “lo apropiado”,) el cúmulo de conductas que desde dentro se desarrollaron con absoluta naturalidad, nos llevan sin la menor de las dudas a tener que considerar abiertamente la posibilidad de que nos encontremos ante uno de los momentos más intensos de la Historia.

De hecho, el Siglo XVIII actuará como marco incomparable de multitud de hechos la mayoría de los cuales resultarán impresionantes en sí mismos, no teniendo en cualquier caso, que hacer demasiados esfuerzos a la hora de identificar en aquéllos que a priori no parecían dotados de significación necesaria en sí mismos, un halo de contingencia que lejos de conducirlos al menosprecio, termina por erigirlos en catalizadores de los que a su vez terminarán por ser grandes descubrimientos, avances y logros; afectando todos ellos a las más diversas estructuras, materias, o consideraciones.

Podemos así pues afirmar, y por ende lo hacemos, que el XVIII constituye en todo su esplendor un ejercicio activo de revisión de los parámetros que habrían de ser tenidos en cuenta antes de enfrentarse al cambio estructural del que el propio Hombre del XVIII será marca y a la sazón testigo.
Nos encontraremos así pues, sin el menor género de dudas, ante  un hombre diferente. Es el Hombre del XVIII, el primer hombre que es. El Hombre del XVIII es, en tanto que es el primero en tener plena conciencia a la vez que neta consciencia de sí mismo. El Hombre del XVIII sabe de sí mismo, siendo por ello el primero en estar plenamente capacitado para saber de todo lo que no es él mismo.
Estamos así pues ante el primer científico completo. El primero verdaderamente preparado para conocer todo lo que le rodea; el primero preparado para sorprenderse, sin que de tal sorpresa por primera vez haya de extraerse miedo.

El primer hombre libre de miedo, quizá por ello el primer hombre propenso a la Libertad. Mas la Libertad, como la mayoría de los grandes conceptos, resulta propenso a causar indigestiones, no tanto por el efecto que puede llegar a causar su elevado consumo, como sí más bien el que se deriva de la reacción que experimentan los cuerpos que no habiendo disfrutado de su presencia, se enfrentan ahora, de repente, a la ardua labor que va ligada a la digestión de ésta.

Nos encontramos así pues ante un hombre que bien pudiera considerarse como un experimento en sí mismo. No en vano, la mayoría de los escenarios tanto físicos como por supuesto intelectuales en los que más que vivir, se debate, están impregnados de un aroma incipiente que rezuma novedad. Para entendernos, todo en el Hombre del XVIII huele a nuevo, y eso es, sin duda, sinónimo de territorio fértil para los que quieren sacar tajada, bien resucitando viejos temores, bien dando respuesta a las nuevas dudas a través de las consideraciones que resultan a modo de conclusiones del nuevo invento procedimental denominados Método Científico.

Se trata pues, o mejor dicho, en cualquier caso, de un escenario diabólico en el que hecho antagónicos juegan partidas inmisericordes amparados en la certeza de la dramática apuesta que se desvela del hecho de comprender que, tal y como ocurre entre un electrón y un protón, cualquier suerte de aproximación inaudita se traducirá inexorablemente en la desaparición de ambos. Y tales hechos acontecieron, ¡vaya si lo hicieron! Tal y como cabe imaginarse, provocando con tales choques un nuevo universo de luces, presagio de la ingente cantidad de energía que era liberada; energía que por el bien de todos había de ser debidamente canalizada pues de  no ser así, paradójicamente, bien podría amenazar a la Humanidad entera.

La pregunta de cómo podía estar toda la Humanidad en peligro merece sin duda una respuesta a la altura. Y de tal hablamos cuando decimos que la Humanidad a finales del XVIII se encuentra en peligro en tanto que se encuentra bajo la amenaza del más peligroso de los males, aquél que logra pasar desapercibido no tanto por su capacidad para mimetizarse, como sí más bien por contar con el más eficaz de los métodos de camuflaje; el que te proporciona tu rival cuando es incapaz de sentirte como una amenaza, precisamente porque su autocomplacencia le aboca a abrir todas las ventanas para que entre la luz, aparentemente inconsciente de que con ello flanquea también el paso a las tinieblas.

Debates que integran en el presente los presagios de futuro que se significaban de manera evidente en los desarrollos de Descartes; y que se vuelven ahora más certeros si es que tal cosa fuese posible precisamente a colación de las grandes dosis de realidad que a consecuencia de los mismos y de otros aportan los edificios contraídos por Kant; no hacen sino implementar poco a poco la idea de que el Hombre ha de empezar a caminar solo, sino que lo hace con una fuerza inusitada, una fuerza que en contra de lo que pudiera parecer amenaza con pecar por exceso arrebatando al hombre todo cuanto tiene; haciendo con ello perder en un instante, lo que ha costado toda una eternidad conquistar.

Es entonces cuando en mitad de tamaña tormenta, tal y como no puede ser de otra manera, en terreno inhóspito, propenso pues a la confrontación dialéctica, donde verá la luz no tanto nuestro protagonista, como sí más bien su obra.
Porque estamos en el caso que encierra la paradoja existencial de Ludwig Van Beethoven, ante uno de esos no extraños como sí más bien extravagantes casos en los que la obra supera a su creador. Y en contra de lo que pueda parecer, o concretamente como pasa en la mayoría de las otras consideraciones en las que tal hecho se observa, no precisamente porque el hombre que hay tras la misma sea un pusilánime, más bien al contrario. Lo que pasa, en conclusión, es que la obra de Beethoven supera con mucho, a la mayoría de circunstancias que implementadas o acontecidas en el siglo, merecen en tanto que tal, ser tenidas en cuenta.

Abrumado por el contexto, Beethoven será víctima propiciatoria de lo que bien podríamos denominar efecto Mozart. Sus síntomas eran bien conocidos, y se encuentran perfectamente descritos en las biografías de todos los que perteneciendo fundamentalmente a la incipiente burguesía que a la sazón nacía al albor de la revolución cuyos preceptos esenciales ya hemos contextualizado suficientemente; se erigían según sus padres en justos herederos de la “obra y milagros” del fallecido Mozart; el cual tras haber sido injustamente castigado en vida, y lapidado a su muerte con el látigo de la indiferencia; se erigía ahora en portador de los consabidos parabienes de una Sociedad que a base de comer en las mejores bandejas, necesitaba ahora de abandonar el deleite para asumir logros auténticamente provechosos.

Será así pues el niño Beethoven castigado por la inmundicia moral demostrada por un padre alcohólico empeñado en mostrar a sus conocidos la grandeza de un hijo al que de principio obligará a tomar clases de piano y clarinete; no dudando en sacarle de la cama a horas del todo impropias en un desmedido afán de mostrar a sus seguidores la carrera hacia el éxito que su hijo, al que no dudará en tildar de El Nuevo Mozart, ha comenzado.

Hechos como éste, irán poco a poco cercenando la estructura social de un ya por sí tímido niño que encontrará en la soledad en principio forzada a la que le abocan las horas de clase, la excusa perfecta para alejarse después de una sociedad que lejos de comprenderle, amenaza con arrojarle al ostracismo, haciendo bueno por enésima vez el hecho de que el mundo destruye todo lo que no comprende.

Se verá así pues Beethoven abocado al mundo, o tal vez sería más justo decir que el mundo habrá de acostumbrarse a un Beethoven en el que la confluencia de múltiples factores, terminan por consolidar la certeza de un genio. Porque efectivamente, Beethoven era un genio; pero un genio dotado de virtudes diferentes, e incluso en algunas ocasiones, abiertamente enfrentadas a las atesoradas por el Mozart tras cuyos pasos su progenitor quiso ponerle.

¿Significa esto que existe una correlación entre Mozart y Beethoven? Obviamente, no. Lo que sin embargo sí que se observa es la dicotomía que de las formas de proceder de ambos nos permite afirmar no solo las evidentes diferencias que entre ambos compositores existen; sino poner de manifiesto el impacto dialéctico que al respecto se dirime. Así, de observar a un Mozart genial en el sentido literal que todos podemos a tal efecto suponer es decir, alguien a quien la grandeza acude sin requerir esfuerzo alguno; para Beethoven hemos de imaginar un terreno más dado al conflicto ético. Y digo al conflicto ético porque si tal y como es sabido Mozart componía para los demás, siendo su música estrictamente pública, en el caso de Beethoven eran las consideraciones personales las encargadas de discernir al respecto de la corrección o no de una frase, de un pasaje, o de un motivo.

De esta manera, Mozart queda fuera de cualquier tiempo, no en vano la genialidad es atemporal, quedando fuera de cualquier límite o parangón. Mas al contrario, la capacidad de trabajo de Beethoven le lleva a promover por méritos propios su ascenso a la condición de Músico del XVIII por excelencia.

Era capaz de pasarse horas con una frase. Escribía, leía y volvía a escribir, repitiendo y reescribiendo una y mil veces ese determinado momento que no le sonaba. Buscaba la perfección, ¿por qué? No solo porque creyera en su existencia. Mucho más importante, porque creía que el Hombre estaba capacitado no solo para acceder a la misma, sino que estaba preparado para lograrla con sus propios medios. ¿Puede ahora alguien poner en tela de juicio que, efectivamente, estamos ante el Primer Compositor Romántico de todos los tiempos?

Con todo, o más concretamente a pesar de todo, inciden en Beethoven todos y cada uno de los considerandos propios de percibir más que de saber hasta qué punto siempre quedará algo por decir.
Probemos pues a escuchar su Música. Sin duda, un permanente presagio del infinito.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 12 de diciembre de 2015

DE SIBELIUS Y ESA MÚSICA IMPRESCINDIBLE DE LA QUE SIEMPRE NOS OLVIDAMOS.

En estas tardes difíciles, en las que el tiempo huye de sí mismo, convirtiendo al pasado en prófugo de sí mismo, arrastrándonos a nosotros con él, quién sabe si “de paso”, pues en realidad cada día resulta más difícil apuntalar con solvencia la a estas alturas romántica idea de que todo, incluido el tiempo, ha sido creado por y para nosotros, es precisamente cuando más imprescindible resulta acudir a los grandes.

Son los grandes aquellos que siempre están. Son los grandes no tanto los que siempre se recuerdan, como sí más los que nunca se olvidan. Son los grandes, en definitiva, los que están presentes, desde siempre, en nuestra discoteca. Seguro que sabéis bien de qué es de lo que os estoy hablando; de aquel compositor cuyo disco está siempre localizable, incluso un poco manoseado, porque en esos momentos maravillosos, o incluso en esos otros que si bien no queremos formen parte de nuestro acervo, en realidad forman parte de nuestra memoria, porque son nuestra esencia; emergen con fuerza determinando con la etérea presencia que a menudo constituye la Música, el escenario que conforma los compendios que en caso de que la pregunta fuera necesaria, vendrían a definir con exquisita precisión desde qué es, hasta de qué está compuesta nuestra esencia.


Si tal es del plano al que de manera imprescindible hay que acceder para hablar no tanto de la persona, como sí más bien de la Música a la que dio lugar al Vida de Jean SIBELIUS, pocos serán a estas alturas los que habrían de dudar un solo instante a la hora de, efectivamente, encuadrar la obra a la sazón que la vida del maestro dentro de las componendas, si no de las consideraciones propias del Romanticismo evidente del Siglo XIX.
Pero ceder a tamaña tentación es decir, caer en el juego perverso que en éste como en muchos otros casos se provoca cuando damos cosas por hechas, no haría sino desenfocar nuestro elemento de aproximación, condenándonos, de una u otra manera, e uno u otro momento a dejarnos algo. Y si de algo hemos de estar seguros a la hora de afrontar la ímproba labor de aproximarnos a la vida y a la obra de SIBELIUS es de que no podemos dejarnos nada.

Porque si en términos temporales la mera mención de  la segunda mitad del XIX habrá de consolidar en la mente del estudiante poco aplicado la certeza casi salvadora de que hablamos del Romanticismo; la sola mención de la variable espacial, la cual nos arroja en este caso a las costas de Finlandia, habría de ser suficiente casi por la misma energía de razonamiento antes argüida para dotar a SIBELIUS de la componenda Nacionalista que otrora sin duda se espera de las consideraciones antes expuestas.

Efectivamente, SIBELIUS es romántico. Efectivamente, SIBELIUS es nacionalista. Mas tal y como suele ocurrir en la mayoría de los casos destinados a formar parte de estas humildes páginas, constituyen los suyos casos excepcionales, o por ser más justos son los suyos modos específicos de rendir culto de manera excepcional a parámetros y procedimientos que de observarse en cualquier otro, no habrían sido dignos de una consideración más allá de la generalizada.
Dicho de otra manera, SIBELIUS hace las cosas de otra manera, sencillamente porque comprende las cosas de otra manera, lo cual se traduce de manera inevitable en una forma tan original como particular de posicionarse respecto de la naturaleza de las cosas, ya sea ésta física, o por el contrario haya de redundar en la temática metafísica.

Solo de proceder así, o por ser más precisos, por ende menos dogmáticos; estamos en disposición de decir que la posición del compositor respecto de la realidad que le tocó vivir no fue en absoluto una posición revolucionaria, como en principio podría parecer le corresponde a un nacionalista; ni tampoco constituyó una suerte de presagio melancólico, como por ende caería en el reduccionismo de aquél que osara ver en él a alguien dado a la épica de la inmolación, como cabría esperar de un hombre propenso a las sobredosis del Romanticismo. Y sin embargo decir que tales consideraciones no serían las justas a la hora de definir la esencia de SIBELIUS, cualquier intento de radiografía que huya de constatar la existencia de tales componentes en la figura del mismo pecará de capciosa, cuando no de simplemente frívola.

Porque SIBELIUS vivió en la Finlandia eternamente ocupada. Adscrita durante casi cinco siglos a Suecia, paradójicamente será durante el corto periodo de adscripción al Imperio Ruso, hecho que se de entre 1909 y 1917, cuando en Finlandia tengan lugar los más importantes brotes si no de revolución, sí tal vez de conductas reaccionarias llamadas a consolidarse finalmente como la mecha que consolide poco después los procesos que acaben por determinar su independencia.

Será no tanto en el trascurso, como sí más bien en el periodo de gestación de los mismos, cuando más influyente resulte el que se daremos en llamar procedimiento nacionalista de SIBELIUS. Un proceso más que un periodo, que alcanzará su punto álgido con la consagración del Poema Sinfónico “Finlandia” a la estratosfera de los éxitos.

Es Finlandia el hilo conductor perfecto destinado no tanto a explicar como sí más bien a permitir la comprensión de todo lo que hasta el momento hemos pretendido expresar. Así, si su gestación tiene lugar en el marco de una suerte de elementos destinados a formar parte de un catálogo de elementos descriptivos los cuales, a modo de cuadros sonoros, dibujarán paisajes, activando en el escuchante las emociones que le sean sugeridas; lo cierto es que la obra adquiere casi por sí misma una valía que literalmente trascenderá los límites de lo específicamente musical para acabar convirtiéndose en el himno nacional finlandés.

De hecho, la comprensión del contexto que convergió en el momento de su estreno, el 4 de noviembre de 1899 en Helsinki, requiere inexorablemente de la revisión del concepto mencionado anteriormente de manera un tanto superficial, cual es el destinado a poner en consideración el grado de desazón que afectaba a los finlandeses al verse de nuevo tutelados por alguien, siendo en este caso ese alguien el Imperio Ruso

Al contrario de lo que puede esperarse por comparación con otros pueblos que han vivido situaciones parecidas o sea, que han soportado la represión propia de estar bajo el dominio de una entidad ocupante, Finlandia carece de elementos culturales propios a los que referir una cultura. Así, ni siquiera tiene una Lengua propia, pues la mayoría de los habitantes hablan literalmente sueco. Y sin una Lengua propia, resulta evidente no ya lo difícil, sencillamente lo imposible que resulta hacer mención de una expresión cultural propia.

Solo tras intentar hacerse una idea de lo complicado que ha de resultar no tener un vehículo propio al que refrendar las disposiciones de lo llamado a ser propio, es cuando podemos entender el hecho característico por el que en términos genéricos, Finlandia carece de  un patrimonio folclórico propio, si para definir tal nos atenemos a los patrones convencionalmente establecidos.
La causa de tal excepcionalidad hay que buscarla precisamente en el hecho del largo periodo de pertenencia a Suecia. La comprensión de tal hecho sería evocada desde un plano efímero si lo redujéramos a lo ya mencionado de la Lengua. Más allá de tal consideración, el grado de predominancia de la cultura sueca sobre la anterior hay que buscarla en fenómenos otrora puntuales, a la larga genéricos, como es el que se observa en la propia familia de SIBELIUS. Así, la condición de sueca de su madre, redunda en fenómenos curiosos tales como el que se da de observar que el joven Jean habla en sueco en su casa, reservando el finés para la escuela, en la cual comienza a impartirse a finales del XIX como ejemplo del éxito de las premisas promovidas por los que consideran imprescindible rescatar del olvido las escasas esencias de Finlandia que todavía llegado aquel momento no han naufragado para siempre en el mar del olvido.

Será como componente fundamental de esta corriente, formada por intelectuales dedicados en cuerpo y alma al rescate de lo ancestral, donde unos y otros pronto comprueben la dificultad de su labor pues la misma quedará limitada a la acción sobre la mitología, a la que nuestro autor rendirá culto en su obra Tapiola (literalmente: Los dominios del Dios Tapio.) Aunque acabará vinculándolo absolutamente todo, como es propio a todos los autores de esta época, al Mito de Kalevala, la historia de un héroe nacional dotado de una conducta sexual tremenda a la par que depravada, que le lleva a seducir incluso a su hermana, gestando con ello como es obvio su propia perdición, si bien habrá de retornar después para liberar a propios y a extraños.

De esta manera, irá poco a poco cerrándose el círculo de un movimiento que de una u otra manera ha descubierto en la conformación musical el último reducto de sus ínfulas nacionales. Un país que para hablar de cultura, ha de retroceder hasta las Canciones de Pastores, las propias de los hombres que en Laponia cuidan manadas de grandes animales, pastoreando renos y similares. Un país que habrá de acudir al fenómeno de la nana para recuperar el recuerdo de su esencia más profunda.
Un país que entonces y hoy está obligado a recordar, no por gusto, sino para no desaparecer.

Un país que encuentra en la música de SIBELIUS no solo una bella evocación, cuando sí cabe una hermosa promesa de futuro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 5 de diciembre de 2015

DE LA CONSTITUCIÓN COMO GRAN APUESTA DEL HOMBRE MODERNO.

Abrumado el hombre una vez más ante la extraña sensación que produce el no ser tanto consciente del Tiempo, como sí más bien y a lo sumo, de los efectos que el mismo causa sobre nosotros, efectos que además tienen sobrado reflejo en nuestro derredor; es cuando más sentido adquieren los esos procesos creados ad hoc con los cuales tratamos en muchos casos de suplir nuestras múltiples carencias, logrando como mucho acaparar, a lo sumo y con suerte, los trozos de cristal roto que se erigen en fatuo obelisco, dedicado en este caso a rememorar la miseria que por otro lado es propia a esa, nuestra especie; la única que siendo consciente de sí misma, vive por y para siempre inmersa en la neblina que produce el hallarse siempre en disposición de alcanzarlo todo, habiendo en la mayoría de las ocasiones de contentarse con disfrutar del (supuesto) placer del procedimiento que necesariamente hubo de extenderse en pos de la ansiada búsqueda.

Vive pues, el hombre, en un aparente sinvivir. Pero bien, o incluso mal, mirado… ¿Qué es en realidad vivir? No está por supuesto la cuestión formulada desde un aspecto ni tan siquiera antropológico, ni se halla pues la respuesta a la espera de que la misma se afronte desde una perspectiva filosófica. Sin embargo, no resulta menos cierto que la mera a la par que increíble potencialidad que encierra el mero hecho de que podamos ni tan siquiera acceder a la formulación de la misma, ha de resultar suficiente para darnos una mera muestra de lo increíble que resulta el mero acto que es el Hombre en si mismo para, a renglón seguido y sin solución de continuidad, dejarnos sin aire ante la mera idea que ha de suscitarse de considerar al Hombre como potencia, como hipótesis; o ahora sí, como dijo el filósofo: el Hombre no en estado, como si más bien en permanente desarrollo. Un Hombre que se define respecto del Tiempo “en tanto que tal.”

Un Hombre pues, en permanente desarrollo. Un Hombre a cuya definición renunciamos toda vez que tamaña presunción no encerraría sino una suerte de contradicción en un deje torticero toda vez que lo único que ha quedado a estas alturas claro es que el Hombre no es, sino que está siendo, permanentemente.
Un Hombre que, en caso de que verdaderamente se encuentre en nuestro objetivo, nos obliga a acceder a él de manera indirecta o sea, a través de sus creaciones.

Nos predisponemos así pues para acceder de lleno a una de las facetas más comprometidas y por ello más profundas de cuantas conforman la integridad de lo que nos hemos dado en llamar “Hombre.” Nos referimos obviamente a la que compendia el conjunto de realidades que tienen su génesis natural en el Hombre. Llegados a este punto, resulta no ya importante como sí más bien imprescindible aclarar la suerte de contradicción que en consonancia con la bruma de la que anteriormente hemos puntualmente alertado; que la capacidad de creación en este caso descrita a la par que atribuida al Hombre, responde a una sucesión de adaptaciones tipo. Se trata, para entendernos, de una actitud, esto es, de una proceso en sí mismo destinado a promover en su receptor una serie de modificaciones sean éstas de la naturaleza que sean, destinadas en todo momento a favorecer al individuo (ejemplo de humanidad) en el proceso de adaptación generalizado dentro del que como evidencia se hallan implementados.
Arroja esto cualquier tipo de percepción maliciosa promovida por quienes hubieran intentado ver en la adopción del protocolo creativo alguna suerte de cesión en aras de ceder espacio a una suerte de beneplácito que terminara por arrumbar nuestro presagio de Hombre hacia unos derroteros divinos. Por no perder la naturaleza de la narración en sí misma, diremos que la diferencia estriba precisamente en la naturaleza del origen de la habilidad creadora. Así, en el caso de un Dios es ésta su potestad básica, en tanto que es la que le define, de ahí que no tuviera el menor sentido arrogarle a la misma una condición que no estuviera inherentemente ligada a la propia naturaleza del Dios. Estaríamos pues en tal caso hablando de una aptitud, de una capacidad, ajena por ello a los cambios propios que se esperan de un proceso adaptativo, por definición ligado al cambio.

Resuelta pues tamaña duda, lo cual visto lo visto no es poco, nos sorprendemos disfrutando una vez más de la maravillosa paradoja que una vez vinculados a estos temas así como a su tratamiento, suelen darse de manera lo suficientemente habitual como para llegar a plantearnos hasta qué punto han o no de disfrutar de la condición de casuales.
Así, en el caso concreto que hoy nos impregna, tamañas sutilezas adquieren un valor especial en la medida en que nos sirven para, nada más y nada menos, que categorizar el índice de importancia de, precisamente, tales creaciones.

Obviamente no todas las creaciones son iguales. No todas tienen el mismo efecto sobre los Hombres, ni por supuesto afectan de igual manera a los mismos. Sin embargo, y sin necesidad de acudir a ningún elemento de clasificación, intuimos que existen procedimientos destinados a lograr algo más que la mera confección de realidades. Estaríamos así pues hablando de la existencia de protocolos cuya satisfacción redundaría de la consecución no tanto de realidades materiales; como sí más bien de la satisfacción de esas otras necesidades que lejos de hacernos débiles, no hacen sino poner de manifiesto nuestra condición especial.

Hablamos, obviamente, de la tremenda distinción que opera sobre el Hombre cuando éste se erige en competente para crear, nada más y nada menos,  que compendios de normas que con el tiempo y de la práctica derivarán en auténticos Cuerpos Legales los cuales, por su evidente evidencia metafísica, contribuirán a aumentar en nosotros el regocijo de nuestra especificidad toda vez que la existencia de los mismos, prueba evidente de su necesidad, viene a postergar en parte el frío que ligado a la condición de contingente, ha amenazado en ocasiones con arruinar la paz de espíritu del Hombre Moderno (entendiendo como tal el que viene viviendo desde el siglo XVIII.)

Se erige así pues, la capacidad para legislar, como un monumento si no a la Humanidad, sí seguro a las diferencias que ésta atesora, las cuales más que definirla, sirven para establecer diferencias categóricas respecto del resto de entes con los que compartimos avenencias. La Legislación que, tomada como idea, podría no obstante verse resumida a un compendio de artículos cuando no de premisas que, de no gozar de la aquiescencia de cuantos la conforman, se reduciría en definitiva a algo cuyo valor superaría en poco al del papel en el que se supondría ésta pudiera haberse impreso.
Pero tiene la Ley, pues de esto nada menos estamos hablando ya, un poder que va mucho más allá. Un poder que procede de la libre aceptación de la misma que por parte de los hombres se lleva a cabo una vez éstos se han convencido toda vez fundamentalmente que la experiencia de una vida sumida en la barbarie, les ha convencido de la necesidad de una Ley destinada a hacer valer los derechos del individuo respecto de la barbarie.

Porque bien mirado es decir, después de haberla despojado de sus múltiples remilgos, en definitiva de esto y de nada más se trata; de podernos sentir orgullosos de nada más que de la Sociedad que hemos sido capaces de darnos. Una Sociedad que en definitiva se esfuerza por consolidar una cerrada defensa de los derechos de los ciudadanos cuando éstos se ven amenazados por estructuras superiores en magnitud; magnitudes que en ocasiones pueden llegar al grado de estatales.

Porque qué si no eso es lo que subyace a la Naturaleza misma de una Constitución. La Constitución encierra no ya tanto la definición de civilizada de la que puede presumir cualquier sociedad qua ha alcanzado el nivel que la autoriza a ser garante en si misma de su existencia misma; como sí más bien el valor que se observa del derecho mismo a poseerla. La causa es a la sazón evidente y se resume en el hecho de que la complejidad de los protocolos que necesariamente han entrado en juego en pos de lograr su consolidación son de tal calibre, que el mero hecho de haberlos superado denota ya el derecho de la misma a erigirse en digna poseedora de la misma.

Pero una Constitución es distinta del resto de Leyes, y la causa está ya expresada en la propia naturaleza de los parámetros anteriores. Una Constitución es en sí misma un protocolo, un compendio de aptitudes destinadas como tal a promover en sus receptores los cambios que desde un punto de vista adaptativo resultarán imprescindibles a la par que absolutamente naturales en tanto que unido al inexorable dinamismo de la evolución, va la necesidad de proceder con los cambios destinados a promover y potenciar nuestra habilidad máxima, la de la adaptación.

De esta manera, siendo La Constitución un instrumento en sí mismo destinado desde su génesis a promover el cambio de las sociedades que regulan vinculadas al tiempo, las relaciones entre los hombres, en su naturaleza ha de estar de manera inexorable el gen del propio cambio pues de lo contrario, el proyecto nacería muerto o peor aún, se mostraría ante nosotros como una patraña, como una muestra del mayor de los fraudes de los que el Hombre Moderno hubiera sido testigo.

Celebremos pues la Constitución como algo vivo, como algo propio. Algo que está vinculado a nuestra condición de sujetos sociales; a lo cual todos podemos aportar.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.