sábado, 21 de octubre de 2017

1917-2017. MUCHO MAS QUE UN CENTENARIO.

Inmersos como estamos en los tiempos de la procrastinación, muestra ello no tanto de holgazanería como sí más bien de mera y cumplida somnolencia, es que no tanto por justicia, que sí más bien en aras de impedir que la por ahora injustificable acusación de abulia sí acabe por tornarse provechosa al mutar en abulia, que habremos de considerar aunque sin premura, llegado el momento de dedicar siquiera un instante al que bien supondrá enésimo proceso destinado a separar la paja del grano en torno no solo a los acontecimientos como sí más bien a las consecuencias que fueron promovidas en torno al que desde entonces es promocionado como Octubre Rojo”.

Si bien es cierto que el simbolismo a priori encerrado en torno a la fenomenología propia de un centenario tornaría por sí sola en suficiente la demanda de tal proceso; no obstante haremos bien en señalar las especiales circunstancias que sin duda redundan en nuestro presente, y que de disponer de un instante para ser analizadas cuando proceda (o sea, cuando se disponga del valor y la perspicacia suficiente), sin duda revertirían en nosotros la certeza de permitirnos recabar toda una suerte de detalles para nada prosaicos, y de cuyo sometimiento a consideración haríamos bien no tanto en cuidarnos, que sí por el contrario de tomar en seria consideración la advertencia que de los mismos cabe extrapolarse. Y todo porque una vez más ha de ser tenida en cuenta no como afrenta que sí como advertencia la tantas y tantas veces certera expresión manejada por la historia, la cual redunda en certificar que la ausencia de perspectiva propia del que forma parte de los acontecimientos, le hace víctima de la incapacidad para acceder a éstos de manera rauda, o en todo caso consecuente.

En mentecato, cuando no en burdo propagador de rumores merecería ser tornado, si de mis palabras (o incluso de mis silencios) cupiera ser llegada por métodos certeros a conclusiones cercanas al proceder de inducir a pensar que son nuestros tiempos proclives a la consideración de tornarse comparables a los que describieron después la época a la que hoy proponemos aproximarnos. Sin embargo  no es menos cierto traer a consideración una vez más, y no por ello con desgana, la certeza también en múltiples ocasiones contrastada, en base a la cual el exceso de confianza motivado en la constatación de hechos elevados a ciertos por rutina, cuando no por venir tomados de la consideración de lo que por bien es tenido; guarda a menudo la llave de desmanes, que en desastres bien podrían acabar por tornarse.

Hechas pues las aclaraciones de rigor en forma en este caso de salvedades ligadas a la necesidad no tanto de diferenciar los hechos y menesteres propios de entonces respecto de los de ahora, que sí más bien de definir a unos y a otros respectivamente clamando para ello no a los subterfugios de la interpretación, como sí más bien a la certeza promulgada desde los hechos contrastados; cabe decirse que el único acontecimiento destinado a inculcar una suerte de conexión entre el pasado que identificamos en 1917 y el presente propio de nuestro instante, no puede ser sino un acontecimiento de corte subjetivo esto es, una consideración promulgada consciente o inconscientemente, llamada a calar hondo en la forma de pensar del común y que entonces como ahora, procede de la falsa interpretación que las fuerzas de poder llevaron a cabo a la hora de inducir entre sus gobernados una falsa seguridad que si bien en un primer momento estaba destinada a subyugar toda capacidad de análisis de los hechos que sin duda habrían de tener lugar; acabó volviéndose contra los que tal proceder habían inducido al narcotizar al pueblo hasta unos extremos que anularon toda capacidad por parte de éste para llevar a cabo un análisis progresivo del que bien podría haber derivado una respuesta no sabemos si más o menos correcta, pero en cualquier caso más moderada, o en todo caso más acorde a los tiempos.

Porque una vez superada la consideración objetiva que podría devengarse de esperar que el presente resultara en otro relato más o menos objetivo que a modo de crónica pretendiera refrendar los periplos en los que se tornó el proceder del Octubre Rojo, lo cierto es que la voluntad que rige nuestro menester de hoy pasa por redundar más en la búsqueda de los patrones que de una u otra manera pueden identificarse en la Psicología Social de un pueblo que en el momento en el que los acontecimientos tuvieron lugar llevaba más de trescientos años subyugado (si aceptamos la llagada al poder de los Romanov como símbolo de tal dominación).

Supone la mención de esos trescientos años, mucho más que una consideración con forma o función meramente representativa. Más bien, o habría que decir al contrario, viene a poner de relevancia la enésima situación tantas y tantas veces renovada y por la cual afirmamos que en historia poca o ninguna son las realidades que con una determinada magnitud deben al proceder de un único instante ni la causa ni por supuesto la consecuencia que con posterioridad habrá de serle atribuida. Y en este caso trescientos años, siquiera tomados en consideración solo por sus efectos en tanto que cronológicos, bien pueden ser suficientes para tomarse en serio la necesidad de un cambio.

Tomar siquiera en consideración la magnitud del hecho que ha de suponérsele a dotar de una vigencia de tres siglos a todo lo que rodea al concepto de dinastía, nos somete a una suerte de consideraciones que desde nuestra forma de pensar bien haríamos en tomar por una obligación del todo inaceptable. El cúmulo de consideraciones que la misión lleva aparejada no escapa a nuestro control tan solo por lo desmesurado del catálogo que conforman los factores que por objetivos resultan cuantificables. El verdadero problema se pone de manifiesto en su desmesurado esplendor una vez iniciamos el proceso destinado a tratar de recabar el inventario de nociones, sensaciones, sentimientos y por supuesto convicciones llamados todos ellos a llenar el alma de los destinados a promulgar lo que se tuvo por bueno, honesto y cuando menos adecuado, en un devenir que se prolongó nada más y nada menos que durante trescientos años.

Porque si bien las consideraciones hechas hasta el momento pueden en general ser atribuidas a muchas de las otras dinastías llamadas a monopolizar las acciones de estado que por toda Europa habrían de darse desde el siglo XVIII, extendiéndose no más allá del XIX; no es menos cierto que ninguna contaba con premisas destinadas a tornar en casi excéntricas las formas que acabarían por tornarse en imprescindibles para entender la forma de gobierno que era indispensable y que va de la Rusia de 1713 a la URSS de 1922.

Haciendo especial hincapié en la variable poblacional, ya sea atendiendo a la variable mesurable (que resulta impactante por su gran número), o a la parte más subjetiva (que se traduce en las nociones destinadas a hacer reconocible a un pueblo a partir de las nociones de pertenencia a una comunidad que le han sido en este caso inculcadas a cada individuo), lo cierto es que las mismas han de suponer por sí solas motivo más que suficiente para anticipar en ellas la causa fundamental a la hora de llevar a cabo una descripción certera del motivo por el que la Revolución Rusa no solo triunfó, sino que lo hizo de la forma que lo hizo.
Si unimos al hecho dinástico propiamente dicho, la constatación de un hecho como es lo prolongado del mismo, con facilidad habremos de extraer una serie de conclusiones llamadas a perseverar en la certeza de que sólo la represión en sus más diversos términos y manifestaciones, unida a una voluntaria regresión en los cauces de gobierno serán los métodos necesarios cuando no imprescindibles para conseguir tan solo la preservación de la propia dinastía.
Sin embargo tal proceder trae aparejadas una serie de consecuencias destructivas por corrosión del tejido social, como resulta de la progresiva corrosión de las estructuras llamadas a tornar en soportable el sentimiento de pertenencia a un todo. Como resulta evidente una vez tenida en cuenta la condición de superestructura que cabe serle atribuida a la forma que estamos analizando, la única forma que tiene de encontrar un parangón válido procede de buscar en las formas adoptadas por los pueblos extranjeros más o menos cercanos la evolución de las variables llamadas a su vez a definir la evolución de éstos. ¡Y los resultados desde luego que eran más que desalentadores!

No caeremos en la trampa de juzgar el pasado con el conocimiento del pasado. Pero es evidente que sea como fuere los procedimientos esgrimidos por los Romanov para controlar Rusia son del todo parecer, un error de consecuencias manifiestas.
No se trata ya de que Rusia pierda en la comparación que pueda hacerse con cualquier país de su entorno. Se trata más bien de que por forma de un proceder del todo incomprensible, los diferentes miembros de la dinastía estuvieron de acuerdo uno tras otro en la certeza de que solo en la voluntaria apuesta por el conservadurismo, se hallaría el éxito en forma de supervivencia.
Y Rusia sobrevivió, a cambio de anquilosarse.

La Rusia de finales del XIX es la Rusia de la Edad Media. Factores objetivos como los que pueden obtenerse de los datos propios de la economía, así como otros más subjetivos descritos en este caso en las formas que la relación del estado para con sus subordinados describen; así lo constatan. Rusia no solo no es un estado moderno, sino que está orgulloso de ello. Y el paso al siglo XX pondrá de manifiesto como es sabido con consecuencias dramáticas todas y cada una de las contradicciones esgrimidas.

Porque la ficción que cada día se recreaba en las formas que de despertar Rusia tenía cada mañana, resultaron viables con más o menos retoques hasta que los truenos que anunciaron la llegada del siglo XX tornaron el sueño en pesadilla.

Rusia chocó con el siglo XX. Las masas que llegadas del campo procedentes de la supresión de la ley de esclavos que de facto había mantenido en pie la economía rusa hasta bien pasada la segunda mitad del XIX, pulularon hasta encontrar en las ciudades su nuevo hábitat. Pero las ciudades rusas ni eran ni respondían a las necesidades o formas de las ciudades de la Europa del XIX. Así, sus procesos de reconversión no se llevaron a cabo conforme a los cánones esgrimidos por sus homónimas europeas, de manera que en lugar de absorber con voracidad infinita la mano de obra que se les prodigaba, no hicieron sino poner de manifiesto la incapacidad de la misma, agudizando hasta límites ahora ya si insospechados la brecha que separaba al ruso que habiendo podido ser en el campo, se tornaba ahora vulgar proletario en la ciudad.

De esta manera, más allá de consideraciones sesudas y en todo caso respetables toda vez que dueñas de un montón de consideraciones cuya valía resulta científicamente incontestable; el verdadero alimento de la Revolución de Octubre  es la frustración, como lo ha sido en la práctica totalidad de ocasiones en las que el hombre ha tenido el valor para hacer de su desgracia el alimento de su revalorización.

Pero como todos sabemos, ese no es un argumento sincero.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 14 de octubre de 2017

TERESA DE JESÚS. DEL NECESARIO RETORNO A LOS ORÍGENES.

Si de obligado puede considerarse el hecho de cifrar hoy nuestro interés en una figura como la de La Santa de Ávila; más propio de ingenuos, o en el peor de los casos de otras consideraciones habrían de ser justamente por bien tenidos, el no hacerlo.
Porque es bien cierto, y como tal ha de ser tenido en cuenta, que si bien nuestro país parece estar sembrado de grandes hombres y de no menos nobles mujeres; como de muy complicada cabe ser tenida la labor de recolecta si no de todo si de la mayor parte, de lo que por éstos fue previamente sembrado. Siembra sin duda útil, la cual y para mayor gracia de esa tierra ha de tener en la fertilidad de la misma gran parte del motivo que lleva a considerar justamente como de especial el fruto del mismo recolectado; pero llamado no obstante a ser merecedor de una conducta específica cuando tal y como hemos mentado (y la experiencia de razón nos carga), tan complicado de reconocer, para propios que no para extraños, resulta el aprovechamiento de lo que ya sea por fuerzas de unos, o por fueros de otros, no es sino que regalado para los que hoy vivimos, en tanto que leemos, escribimos, en definitiva, que respiramos.

Aduce pues el tiempo especial consideración, para hacerse notorio a la par que patente en el expolio del presente que a la fuerza ha de condurarse en el hecho de reconocer en el pasado no ya la mesura de lo llamado a ser tenido como de digno, cuando sí más bien de lo específico a la hora de poner de manifiesto lo que en comparación para con los usos de lo moralmente correcto están llamados a denotar en la desidia que puesta a denotar la apariencia en la que cada cual se ampare, no acabe sino por constatar de manera si no justa, sí cuando menos evidente, los fallos y faltas de cada uno.

Porque siendo tan diferente el presente de lo que el mero transcurrir nos lleva a connotar como de pasado; lo único cierto es que no será sino la labor, para nada lisonja, de identificar primero y persuadir después, los procedimientos llamados a ser tenidos por desgraciados, lo que dignifica no tanto a una época, que si más bien a los que por medio de su buen hacer fueron capaces de engrandecerse a sí mismos, haciendo en realidad mejor lo tiempos que habrían de venir.

Se trata pues de una acción de humildad, que se torna en generosa cada vez que la certeza redunda en hechos tales como el de constatar que dada la magnitud del hecho relevante, pocas por no decir ninguna son las posibilidades de que los logros del ente activo vean no ya recompensa, sino que ésta haya de prevalecer en el tiempo y la forma suficiente como para resultar coherente al que por cuya gracia el  hecho ha sido promovido.
Adquiere entonces el ya de por si noble gesto de la humildad una proyección nueva que no está destinada sino a restaurar el valor de los entes que en su momento ya formaron parte del presagio. La caridad, elemento patente a la par que intrínseco, recupera entonces el espacio y con él la noción desde la que siempre fue promulgado; erigiéndose con ello en respaldo de los llamados unas veces a resurgir, otras a ser innovados, destinados a hallar la uniformidad de su linaje en el sumatorio de certezas destinado no tanto a persuadir a los hombres de su error, como  sí más bien a empecinarlos en la necesidad de que más que restaurar, lo que este mundo empieza a necesitar es una acción integral.

Para aquellos que de verdad se hallen dispuestos a dar por sentado que el motivo que nos ha llevado hoy a considerar oportuno dirigir nuestra mirada sobre la figura de la Santa de Ávila se encuentra en consonancia con el sonoro efecto que sin duda está llamado a lograr el que la fecha llamada a reforzar tal hecho caiga en domingo (lo que a su vez se traduce en los consabidos logros que bajo el título de Jubileo las estructuras dignatarias del Cristianismo se ofrecen a regalar de manera inconmensurable entre sus fieles), no tornaría sino de inocente a la par que superficial el motivo destinado en última instancia a dotar de la fuerza requerida al hecho llamado a ser digno de ser en este caso traído a colación.
Porque es en lo consiguiente al propio tiempo, o para ser más exhaustivo cabria decirse que en lo propio de la interpretación que de éste y de su tránsito se hace; donde encontramos las mayores desinencias en lo atinente a reforzar entre otras las falsas tesis que se conforman en el desasosegante proceso llamado a tornar en necesarios elementos o matices de una realidad conformada en la mayoría de las ocasiones por contingencias. La causa, como no puede ser de otro modo se hace evidente y acaba por mostrarse ante nosotros cuando aplicamos el quehacer de la variable indefinida, la de la interpretación que se deriva de la condición de subjetividad que inexorablemente hace presa en la realidad cada vez que ésta es pasada por el tamiz de la persona sobre la que inexorablemente habrán de redundar los efectos y las causas.

Pero… ¿Acaso ha de significar tal cosa, que en la aceptación silenciosa de lo que haya de venir, puede el Hombre encontrar la justicia, o lo que según otros vestigios bien podría ser tenido por la configuración de la conducta llamada a consolidarse como “virtuosa”? Obviamente, no. Y si a tal extremo se conduce la interpretación de lo promocionado por nuestras palabras, sin duda que de tal habrá de devengarse la certeza de que en algo erróneo hemos incurrido a la hora de trazar la senda llamada a contenerlas.
Porque no es pecado, que sí más bien virtud, la conducta destinada a diferenciar de entre todos al virtuoso, cuando se muestra éste capaz no solo de distinguir de entre las llamadas a conformar el rebaño, a la oveja propensa al descarrío; tornando la conducta de ésta no solo proclive, que sí incluso recta y a la sazón virtuosa.

Es entonces que la grandeza de hombres y mujeres como Santa Teresa de Jesús más que presagiarse se constata en una acción tan valiosa ahora como entonces, toda vez que si en algo se parecen sus tiempos a los nuestros no ha de ser sino en el reconocimiento de lo fecundo que para el nacimiento de la mala hierba unos y otros parecen mostrarse.
Tiempos caóticos, llamados a enfrentar al hombre contra el hombre, haciendo bueno por medio de tales lo llamado a ser presagiado por el que ya alertó de la disidencia: Parábola del trigo y la cizaña (Mateo 13, 24-30).

Tiempos en definitiva caóticos. ¿Y cuán mayor triunfo puede serle otorgado al caos, que el que pasa por sembrar tal grado de confusión, que impide al hombre distinguirse con el uso de lo que es llamado a ser tenido como propio?
Porque no es sino en la identificación primero, y en la extirpación después, de lo llamado a reforzar semejante caos, donde reside en última instancia la misión del que aspira a ser tenido por un hombre justo.

Y ahí fue precisamente donde con mayor fuerza brilló la destinada hoy a ser tenida en cuenta por medio de nuestras reflexiones.

Se infiltró Teresa, primero De Ahumada, después ya como Santa Teresa de Jesús; en medio no ya de los campos, que sí más bien de las hordas. Identificó no tanto a los lobos como sí más bien a los que tornados en piel de corderos, muestran después su verdadera condición, causando gran destrucción en el rebaño.
Se enfrentó con la sencillez que perdura en la rectitud, con todos aquellos que de manera mórbida unas veces, y meramente servil en otras, habían tornado en irreconocible lo que en principio estaba llamado a erogarse como el refugio al cual habrían de acudir en pos de justicia los que por uno u otro motivo estaban destinados a ser tenidos por los parias de la tierra.
Puso así Teresa sus ojos sobre lo que por entonces (y no en menor medida ahora), ponía de manifiesto el hecho llamado a constatar que no está La Iglesia sino formada por hombres, hecho que se torna en relevante cada vez que de una  más o menos sostenida observación, son puestos de relevancia los casos de corrupción que si ya de por sí son repugnantes cuando se erigen en contraposición a lo justo que habría de ser todo proceder humano; de blasfemos se tachan cuando aparecen en consonancia con hechos procedentes de la acción de la Iglesia.

Y Teresa reaccionó. Tuvo sin duda primero el presagio, que se tornaría después en certeza, de que su obligación pasaba inexorablemente por poner de manifiesto y luego actuar, primero sobre las conductas y luego sobre los agentes, que parecían empecinados en hacer tambalear las estructuras de eso sobre lo que ella apoyaba todas sus esperanzas.
Pero si algo caracteriza al siglo XVI, es la ineludible telaraña que urdida entre religión y política, entre Iglesia y Estado, tiende a mezclar los condicionantes de unos y de otros hasta confluir en una maraña prácticamente homogénea, en la que los componentes de una son indistinguibles de la otra.
Se traducirá esto en algo llamado a ser la doble amenaza desde la que las dos formas de una misma fuerza se lancen con inusitada violencia contra quien desde muy joven tuvo claro cuál era su función.

Se enfrentó así Teresa de Jesús a Dios y al Rey. El cielo y la tierra se conjugaron en la forma destinada a hacer coherente tan desasosegante unión, de la cual nosotros fuimos especiales artífices al hallar en El Santo Tribunal de la Inquisición la que probablemente haya sido la mejor forma que tales fuerzas han encontrado nunca a la hora de manifestar coherencia en su unión.

Será así pues Santa Teresa de Jesús provista de sufrimientos terrenales, inducidos por causas celestiales. ¿Quién podría no sucumbir ante tales aflicciones?
De la obra, o más concretamente de los efectos que la misma sigue deparando en el tiempo llamado a dar forma a nuestro presente bien puede hallarse la respuesta. Hagamos entonces nosotros todo lo que esté en nuestra mano con el fin de que nada de lo destinado a consolidar tan magnífico logro, pueda siquiera ser tenido por olvidado, insuficiente, o en el peor de los casos inútil; pues de no perseverar en tamaña acción, estaríamos una vez más dando pie a los que en indignos de nuestro pasado nos tachan por medio de las crónicas que sobre nuestro presente vierten.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 7 de octubre de 2017

PROKÓFIEV. LOA A LA ECLEPSIA DESDE EL PRAGMATISMO.

Contradictorios, sin duda, los términos por los cuales, sobre todo en mitad del periplo en el que supuestamente nos encontramos afincados; nos disponemos a refrendar nuevamente nuestro compromiso con la Historia; compromiso que en consonancia con la conmemoración que nos toca, redunda nuevamente en nuestra cita con los acontecimientos llamados de una u otra manera a determinar los procederes ubicados en pos de comprender la Revolución del 17.

No obstante no será necesaria una reflexión muy profunda, para constatar hasta qué punto tales consideraciones no son sino fruto, de un proceder interpretativo, y por ende subjetivo. No seré yo quien discuta tal proceder, pues de loco cabría ser tachado si refrendo tal aseveración, a la par que me dejo llevar de nuevo por la tentación que aflora en la obra de otros por mí idolatrados, toda la cual se resume en la máxima tantas y tantas veces citado… la llamada a rezar “algo así como”: “mi visión sólo puede ser subjetiva, pues yo soy en última instancia un sujeto. Si Dios me hubiese querido objetivo, me habría dado forma de objeto”.

Todo lo dicho hasta el momento, y hasta lo no dicho; y especialmente lo que tanto lo uno como lo otro hayan podido llegar a promover en quien al otro lado de esta conversación se encuentre; se justifica en una necesidad a estas alturas casi irrefrenable de dejar constancia de algo que si bien puede parecer una obviedad, que si bien está llamado a perecer en la hoguera en la que se consumen todos los silencios amparados en el hermetismo ligado al hecho de guardar silencio ante una circunstancia sencillamente porque el sentido de la misma ha sido dado por sentado, cuando no asumido por la mayoría, la cual gracias a condicionantes como el descrito redunda su proceso hacia la involución, degenerando pues en horda; nos lleva a plantear bajo términos formales, en algo así como una protocolaria cuestión de orden, algo que inexorablemente nunca debió dejar de estar presente en los pensamientos de todos aquellos llamados a implementar lo que la Historia nos regala: Que todos y cada uno de los acontecimientos llamados a componer con su orden el coherente tejido de la disposición histórica, no están sino vinculados, de una u otra manera, en última instancia, a la acción de personas.

Lo dicho bien puede parecer una sandez, sobre todo cuando se examina desde el punto de vista contextual aportado por la predisposición evidente que procede de sabernos dentro de la aproximación a la fenomenología llamada a conformar el condicionante de los acontecimientos de la Rusia de 1917. Mas tal vez por ello alcanza en la paradoja su máximo sentido.

Y no es sino por lo paradójico de la aproximación que hoy hemos elegido, que la misma guarda una relación casi de exclusividad para con el compositor elegido hoy para consolidar la aproximación al tema.
Amparados como siempre en nuestra tesis de que la relación entre los hechos históricos y los cronistas destinados a erigir con sus obras panegíricos de las mismas, ha de fluir de manera inexorable (de lo que semana tras semana damos cumplida cuenta al mostrar ejemplos de tales afirmaciones) la mayoría de los cuales acuden a nosotros con  la debida docilidad, de manera absolutamente natural; no es sino el reforzamiento de tales tesis a partir del conocido aforismo por el cual la excepción no hace sino confirmar la regla; que nuestro protagonista de hoy, Serguéi PROKOFIEV, tenía desde un primer momento todos los puntos para consolidarse como nuestro protagonista una vez hemos declarado ya formalmente  nuestro propósito no tanto de llevar a cabo el enésimo análisis de los acontecimientos llamados a cristalizar en 1917, como sí más bien a entender la relación de éstos, y de cuantas derivadas posteriores seamos capaces de identificar, en el seno de la nueva realidad que en forma de siglo XX estuvieron llamados a consolidar.

Por eso la vida y la obra de PROKÓFIEV no es ya que se presta a tal consideración, es que se erige en un ejemplo tan magistral, que parece coreografiado, construido dentro de alguna de sus obras.

Nace PROKÓFIEV en abril de 1891 en el seno de una familia acomodada (al menos en lo que concierne al aspecto económico). De su madre heredará el gusto musical, a la vez que su talento bien podría ser inducido, pues ella pasaba literalmente las horas muertas tocando el piano en un proceder que se extendió como es obvio más allá del periodo que duró el embarazo.
De su padre, por el contrario, heredará las formas netamente pragmáticas, esa destinadas por un lado a comprender primero y definir después la tesitura de un comportamiento en el que el procedimiento, ya sea como acción motivadora, o como respuesta, constituyen la esencia de la vida, ya sea en el desarrollo de actos sublimes (destinados a iluminar el mundo de hadas y duendes que siempre se hallaron presentes en su mente), o de otros menos rutilantes, como los destinados a reducir la vida a la emoción de la supervivencia.

Sea como fuere, la consideración de tales actos primero, y su profesión por medio de la elevación al grado de tesis de los mismos, servirán en última instancia para salvar a un PROKÓFIEV que de otro modo, y tal vez con peor suerte, se hubiera visto obligado a lidiar con las realidades, y con las consecuencias que de las mismas se derivaron.
Realidades atroces o no, pero que se tradujeron con la inexorabilidad que en estos periodos resulta inevitable en la destrucción de los sueños en unos casos y de las realidades e otros de unos compositores que desde la faceta de personas que anteriormente hemos aducido, intentaban plasmar su visión del mundo. Visiones constructivas en unos casos, apologéticas en otros, pero que a través del especialmente duro filtro que el régimen soviético instauró, se tradujeron en las conocidas purgas que como consecuencia vaciaron el hasta el momento fecundo semillero cultural ruso.

Purgas a las que nuestro protagonista escapó. Y lo hizo del todo. Así, al contrario de lo que cabría esperar, nunca formó parte de la camarilla destinada a formalizar el colchón teórico desde el que el régimen amparaba sus barrabasadas. Tampoco hizo nada ni fue capaz de merecer, el odio que las mismas promovían contra todos los que no jugaban un papel activo en tal despliegue.
PROKÓFIEV fue, a lo sumo, ignorado. La clave, es evidente. Su lectura e interpretación del momento histórico que estaba llamado a vivir, le llevó a ser tenido por un compositor anticuado en el extranjero, y demasiado adelantado en su tierra.

Tales consideraciones tienen como traducción la adopción de medidas vitales que si bien nunca tendrán como consecuencia la renuncia a sus raíces, si verán una suerte de satisfacción en lo que concierne a su predilección por lo que el extranjero, en especial Europa, puede ofrecerle. Será así pues París la ciudad elegida en lo que atañe a la obtención de las máximas satisfacciones, ya procedan éstas o no de la consecución musical, lo que convertirá en especial, intense y duradera la relación del autor con la ciudad.

En cualquier caso, PROKÓFIEV no renegará de Rusia. Más bien al contrario, articulará la relación entre ambos poniendo en práctica la enésima versión de ese proceder ya descrito y por el cual el nacionalismo ni es, ni deja de ser, toda vez que del mismo nada imprescindible se puede sacar.

Resultará así pues no solo coherente, sino a la postre inevitable, una forma de vida viajera que le llevará finalmente a Estados Unidos. El país en principio llamado a coronar sus sueños (fundados en este caso en se deseo de ser reconocido como compositor), le traiciona al empecinarse en ver sólo facetas aisladas, tales como su condición de brillante intérprete al piano. Abandona finalmente sus expectativas en el país, y retorna a su patria.

Será entonces cuando la ya URRS le recibe con los brazo abiertos. La que siempre consideró su ciudad, ahora ya Leningrado, confundirá al compositor en la medida en que los conceptos de uno y de uno resultan incompatibles. Así, al igual que en París su obra Romeo y Julieta no pudo abordarse porque como decían algunos “SHAKESPEARE se removería en su tumba”, los conceptos ahora demasiado progresista de un PROKÓFIEV en Rusia se materializan por ejemplo en la incapacidad para definir la condición de proletariado que el régimen requiere para el contexto general. Un contexto que se describe en lo paradójico que resulta ver cómo el por entonces Teatro Conservatorio Estatal, había sido antes El Bolsoi.

Ya nada pues, tiene remedio. El desencadenamiento de la II Guerra Mundial torna prolífica su creación, más ésta no sirve de nada pues si bien logra dedicarse a su mayor sueño, la composición de óperas, las mismas tienen un desencadenante patrio que dentro de la concepción vital del autor, se vuelven artificiales.

Sufrirá un accidente cerebro vascular del que no se repondrá, y morirá el mismo día que Stalin. Ya sabéis, el 5 de marzo de 1953.

Como en tantos otros casos, solo el paso del tiempo hará por el reconocimiento de una biografía y de una obra, dignas en ambos casos de ser comprendidas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.