sábado, 7 de octubre de 2017

PROKÓFIEV. LOA A LA ECLEPSIA DESDE EL PRAGMATISMO.

Contradictorios, sin duda, los términos por los cuales, sobre todo en mitad del periplo en el que supuestamente nos encontramos afincados; nos disponemos a refrendar nuevamente nuestro compromiso con la Historia; compromiso que en consonancia con la conmemoración que nos toca, redunda nuevamente en nuestra cita con los acontecimientos llamados de una u otra manera a determinar los procederes ubicados en pos de comprender la Revolución del 17.

No obstante no será necesaria una reflexión muy profunda, para constatar hasta qué punto tales consideraciones no son sino fruto, de un proceder interpretativo, y por ende subjetivo. No seré yo quien discuta tal proceder, pues de loco cabría ser tachado si refrendo tal aseveración, a la par que me dejo llevar de nuevo por la tentación que aflora en la obra de otros por mí idolatrados, toda la cual se resume en la máxima tantas y tantas veces citado… la llamada a rezar “algo así como”: “mi visión sólo puede ser subjetiva, pues yo soy en última instancia un sujeto. Si Dios me hubiese querido objetivo, me habría dado forma de objeto”.

Todo lo dicho hasta el momento, y hasta lo no dicho; y especialmente lo que tanto lo uno como lo otro hayan podido llegar a promover en quien al otro lado de esta conversación se encuentre; se justifica en una necesidad a estas alturas casi irrefrenable de dejar constancia de algo que si bien puede parecer una obviedad, que si bien está llamado a perecer en la hoguera en la que se consumen todos los silencios amparados en el hermetismo ligado al hecho de guardar silencio ante una circunstancia sencillamente porque el sentido de la misma ha sido dado por sentado, cuando no asumido por la mayoría, la cual gracias a condicionantes como el descrito redunda su proceso hacia la involución, degenerando pues en horda; nos lleva a plantear bajo términos formales, en algo así como una protocolaria cuestión de orden, algo que inexorablemente nunca debió dejar de estar presente en los pensamientos de todos aquellos llamados a implementar lo que la Historia nos regala: Que todos y cada uno de los acontecimientos llamados a componer con su orden el coherente tejido de la disposición histórica, no están sino vinculados, de una u otra manera, en última instancia, a la acción de personas.

Lo dicho bien puede parecer una sandez, sobre todo cuando se examina desde el punto de vista contextual aportado por la predisposición evidente que procede de sabernos dentro de la aproximación a la fenomenología llamada a conformar el condicionante de los acontecimientos de la Rusia de 1917. Mas tal vez por ello alcanza en la paradoja su máximo sentido.

Y no es sino por lo paradójico de la aproximación que hoy hemos elegido, que la misma guarda una relación casi de exclusividad para con el compositor elegido hoy para consolidar la aproximación al tema.
Amparados como siempre en nuestra tesis de que la relación entre los hechos históricos y los cronistas destinados a erigir con sus obras panegíricos de las mismas, ha de fluir de manera inexorable (de lo que semana tras semana damos cumplida cuenta al mostrar ejemplos de tales afirmaciones) la mayoría de los cuales acuden a nosotros con  la debida docilidad, de manera absolutamente natural; no es sino el reforzamiento de tales tesis a partir del conocido aforismo por el cual la excepción no hace sino confirmar la regla; que nuestro protagonista de hoy, Serguéi PROKOFIEV, tenía desde un primer momento todos los puntos para consolidarse como nuestro protagonista una vez hemos declarado ya formalmente  nuestro propósito no tanto de llevar a cabo el enésimo análisis de los acontecimientos llamados a cristalizar en 1917, como sí más bien a entender la relación de éstos, y de cuantas derivadas posteriores seamos capaces de identificar, en el seno de la nueva realidad que en forma de siglo XX estuvieron llamados a consolidar.

Por eso la vida y la obra de PROKÓFIEV no es ya que se presta a tal consideración, es que se erige en un ejemplo tan magistral, que parece coreografiado, construido dentro de alguna de sus obras.

Nace PROKÓFIEV en abril de 1891 en el seno de una familia acomodada (al menos en lo que concierne al aspecto económico). De su madre heredará el gusto musical, a la vez que su talento bien podría ser inducido, pues ella pasaba literalmente las horas muertas tocando el piano en un proceder que se extendió como es obvio más allá del periodo que duró el embarazo.
De su padre, por el contrario, heredará las formas netamente pragmáticas, esa destinadas por un lado a comprender primero y definir después la tesitura de un comportamiento en el que el procedimiento, ya sea como acción motivadora, o como respuesta, constituyen la esencia de la vida, ya sea en el desarrollo de actos sublimes (destinados a iluminar el mundo de hadas y duendes que siempre se hallaron presentes en su mente), o de otros menos rutilantes, como los destinados a reducir la vida a la emoción de la supervivencia.

Sea como fuere, la consideración de tales actos primero, y su profesión por medio de la elevación al grado de tesis de los mismos, servirán en última instancia para salvar a un PROKÓFIEV que de otro modo, y tal vez con peor suerte, se hubiera visto obligado a lidiar con las realidades, y con las consecuencias que de las mismas se derivaron.
Realidades atroces o no, pero que se tradujeron con la inexorabilidad que en estos periodos resulta inevitable en la destrucción de los sueños en unos casos y de las realidades e otros de unos compositores que desde la faceta de personas que anteriormente hemos aducido, intentaban plasmar su visión del mundo. Visiones constructivas en unos casos, apologéticas en otros, pero que a través del especialmente duro filtro que el régimen soviético instauró, se tradujeron en las conocidas purgas que como consecuencia vaciaron el hasta el momento fecundo semillero cultural ruso.

Purgas a las que nuestro protagonista escapó. Y lo hizo del todo. Así, al contrario de lo que cabría esperar, nunca formó parte de la camarilla destinada a formalizar el colchón teórico desde el que el régimen amparaba sus barrabasadas. Tampoco hizo nada ni fue capaz de merecer, el odio que las mismas promovían contra todos los que no jugaban un papel activo en tal despliegue.
PROKÓFIEV fue, a lo sumo, ignorado. La clave, es evidente. Su lectura e interpretación del momento histórico que estaba llamado a vivir, le llevó a ser tenido por un compositor anticuado en el extranjero, y demasiado adelantado en su tierra.

Tales consideraciones tienen como traducción la adopción de medidas vitales que si bien nunca tendrán como consecuencia la renuncia a sus raíces, si verán una suerte de satisfacción en lo que concierne a su predilección por lo que el extranjero, en especial Europa, puede ofrecerle. Será así pues París la ciudad elegida en lo que atañe a la obtención de las máximas satisfacciones, ya procedan éstas o no de la consecución musical, lo que convertirá en especial, intense y duradera la relación del autor con la ciudad.

En cualquier caso, PROKÓFIEV no renegará de Rusia. Más bien al contrario, articulará la relación entre ambos poniendo en práctica la enésima versión de ese proceder ya descrito y por el cual el nacionalismo ni es, ni deja de ser, toda vez que del mismo nada imprescindible se puede sacar.

Resultará así pues no solo coherente, sino a la postre inevitable, una forma de vida viajera que le llevará finalmente a Estados Unidos. El país en principio llamado a coronar sus sueños (fundados en este caso en se deseo de ser reconocido como compositor), le traiciona al empecinarse en ver sólo facetas aisladas, tales como su condición de brillante intérprete al piano. Abandona finalmente sus expectativas en el país, y retorna a su patria.

Será entonces cuando la ya URRS le recibe con los brazo abiertos. La que siempre consideró su ciudad, ahora ya Leningrado, confundirá al compositor en la medida en que los conceptos de uno y de uno resultan incompatibles. Así, al igual que en París su obra Romeo y Julieta no pudo abordarse porque como decían algunos “SHAKESPEARE se removería en su tumba”, los conceptos ahora demasiado progresista de un PROKÓFIEV en Rusia se materializan por ejemplo en la incapacidad para definir la condición de proletariado que el régimen requiere para el contexto general. Un contexto que se describe en lo paradójico que resulta ver cómo el por entonces Teatro Conservatorio Estatal, había sido antes El Bolsoi.

Ya nada pues, tiene remedio. El desencadenamiento de la II Guerra Mundial torna prolífica su creación, más ésta no sirve de nada pues si bien logra dedicarse a su mayor sueño, la composición de óperas, las mismas tienen un desencadenante patrio que dentro de la concepción vital del autor, se vuelven artificiales.

Sufrirá un accidente cerebro vascular del que no se repondrá, y morirá el mismo día que Stalin. Ya sabéis, el 5 de marzo de 1953.

Como en tantos otros casos, solo el paso del tiempo hará por el reconocimiento de una biografía y de una obra, dignas en ambos casos de ser comprendidas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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