sábado, 21 de octubre de 2017

1917-2017. MUCHO MAS QUE UN CENTENARIO.

Inmersos como estamos en los tiempos de la procrastinación, muestra ello no tanto de holgazanería como sí más bien de mera y cumplida somnolencia, es que no tanto por justicia, que sí más bien en aras de impedir que la por ahora injustificable acusación de abulia sí acabe por tornarse provechosa al mutar en abulia, que habremos de considerar aunque sin premura, llegado el momento de dedicar siquiera un instante al que bien supondrá enésimo proceso destinado a separar la paja del grano en torno no solo a los acontecimientos como sí más bien a las consecuencias que fueron promovidas en torno al que desde entonces es promocionado como Octubre Rojo”.

Si bien es cierto que el simbolismo a priori encerrado en torno a la fenomenología propia de un centenario tornaría por sí sola en suficiente la demanda de tal proceso; no obstante haremos bien en señalar las especiales circunstancias que sin duda redundan en nuestro presente, y que de disponer de un instante para ser analizadas cuando proceda (o sea, cuando se disponga del valor y la perspicacia suficiente), sin duda revertirían en nosotros la certeza de permitirnos recabar toda una suerte de detalles para nada prosaicos, y de cuyo sometimiento a consideración haríamos bien no tanto en cuidarnos, que sí por el contrario de tomar en seria consideración la advertencia que de los mismos cabe extrapolarse. Y todo porque una vez más ha de ser tenida en cuenta no como afrenta que sí como advertencia la tantas y tantas veces certera expresión manejada por la historia, la cual redunda en certificar que la ausencia de perspectiva propia del que forma parte de los acontecimientos, le hace víctima de la incapacidad para acceder a éstos de manera rauda, o en todo caso consecuente.

En mentecato, cuando no en burdo propagador de rumores merecería ser tornado, si de mis palabras (o incluso de mis silencios) cupiera ser llegada por métodos certeros a conclusiones cercanas al proceder de inducir a pensar que son nuestros tiempos proclives a la consideración de tornarse comparables a los que describieron después la época a la que hoy proponemos aproximarnos. Sin embargo  no es menos cierto traer a consideración una vez más, y no por ello con desgana, la certeza también en múltiples ocasiones contrastada, en base a la cual el exceso de confianza motivado en la constatación de hechos elevados a ciertos por rutina, cuando no por venir tomados de la consideración de lo que por bien es tenido; guarda a menudo la llave de desmanes, que en desastres bien podrían acabar por tornarse.

Hechas pues las aclaraciones de rigor en forma en este caso de salvedades ligadas a la necesidad no tanto de diferenciar los hechos y menesteres propios de entonces respecto de los de ahora, que sí más bien de definir a unos y a otros respectivamente clamando para ello no a los subterfugios de la interpretación, como sí más bien a la certeza promulgada desde los hechos contrastados; cabe decirse que el único acontecimiento destinado a inculcar una suerte de conexión entre el pasado que identificamos en 1917 y el presente propio de nuestro instante, no puede ser sino un acontecimiento de corte subjetivo esto es, una consideración promulgada consciente o inconscientemente, llamada a calar hondo en la forma de pensar del común y que entonces como ahora, procede de la falsa interpretación que las fuerzas de poder llevaron a cabo a la hora de inducir entre sus gobernados una falsa seguridad que si bien en un primer momento estaba destinada a subyugar toda capacidad de análisis de los hechos que sin duda habrían de tener lugar; acabó volviéndose contra los que tal proceder habían inducido al narcotizar al pueblo hasta unos extremos que anularon toda capacidad por parte de éste para llevar a cabo un análisis progresivo del que bien podría haber derivado una respuesta no sabemos si más o menos correcta, pero en cualquier caso más moderada, o en todo caso más acorde a los tiempos.

Porque una vez superada la consideración objetiva que podría devengarse de esperar que el presente resultara en otro relato más o menos objetivo que a modo de crónica pretendiera refrendar los periplos en los que se tornó el proceder del Octubre Rojo, lo cierto es que la voluntad que rige nuestro menester de hoy pasa por redundar más en la búsqueda de los patrones que de una u otra manera pueden identificarse en la Psicología Social de un pueblo que en el momento en el que los acontecimientos tuvieron lugar llevaba más de trescientos años subyugado (si aceptamos la llagada al poder de los Romanov como símbolo de tal dominación).

Supone la mención de esos trescientos años, mucho más que una consideración con forma o función meramente representativa. Más bien, o habría que decir al contrario, viene a poner de relevancia la enésima situación tantas y tantas veces renovada y por la cual afirmamos que en historia poca o ninguna son las realidades que con una determinada magnitud deben al proceder de un único instante ni la causa ni por supuesto la consecuencia que con posterioridad habrá de serle atribuida. Y en este caso trescientos años, siquiera tomados en consideración solo por sus efectos en tanto que cronológicos, bien pueden ser suficientes para tomarse en serio la necesidad de un cambio.

Tomar siquiera en consideración la magnitud del hecho que ha de suponérsele a dotar de una vigencia de tres siglos a todo lo que rodea al concepto de dinastía, nos somete a una suerte de consideraciones que desde nuestra forma de pensar bien haríamos en tomar por una obligación del todo inaceptable. El cúmulo de consideraciones que la misión lleva aparejada no escapa a nuestro control tan solo por lo desmesurado del catálogo que conforman los factores que por objetivos resultan cuantificables. El verdadero problema se pone de manifiesto en su desmesurado esplendor una vez iniciamos el proceso destinado a tratar de recabar el inventario de nociones, sensaciones, sentimientos y por supuesto convicciones llamados todos ellos a llenar el alma de los destinados a promulgar lo que se tuvo por bueno, honesto y cuando menos adecuado, en un devenir que se prolongó nada más y nada menos que durante trescientos años.

Porque si bien las consideraciones hechas hasta el momento pueden en general ser atribuidas a muchas de las otras dinastías llamadas a monopolizar las acciones de estado que por toda Europa habrían de darse desde el siglo XVIII, extendiéndose no más allá del XIX; no es menos cierto que ninguna contaba con premisas destinadas a tornar en casi excéntricas las formas que acabarían por tornarse en imprescindibles para entender la forma de gobierno que era indispensable y que va de la Rusia de 1713 a la URSS de 1922.

Haciendo especial hincapié en la variable poblacional, ya sea atendiendo a la variable mesurable (que resulta impactante por su gran número), o a la parte más subjetiva (que se traduce en las nociones destinadas a hacer reconocible a un pueblo a partir de las nociones de pertenencia a una comunidad que le han sido en este caso inculcadas a cada individuo), lo cierto es que las mismas han de suponer por sí solas motivo más que suficiente para anticipar en ellas la causa fundamental a la hora de llevar a cabo una descripción certera del motivo por el que la Revolución Rusa no solo triunfó, sino que lo hizo de la forma que lo hizo.
Si unimos al hecho dinástico propiamente dicho, la constatación de un hecho como es lo prolongado del mismo, con facilidad habremos de extraer una serie de conclusiones llamadas a perseverar en la certeza de que sólo la represión en sus más diversos términos y manifestaciones, unida a una voluntaria regresión en los cauces de gobierno serán los métodos necesarios cuando no imprescindibles para conseguir tan solo la preservación de la propia dinastía.
Sin embargo tal proceder trae aparejadas una serie de consecuencias destructivas por corrosión del tejido social, como resulta de la progresiva corrosión de las estructuras llamadas a tornar en soportable el sentimiento de pertenencia a un todo. Como resulta evidente una vez tenida en cuenta la condición de superestructura que cabe serle atribuida a la forma que estamos analizando, la única forma que tiene de encontrar un parangón válido procede de buscar en las formas adoptadas por los pueblos extranjeros más o menos cercanos la evolución de las variables llamadas a su vez a definir la evolución de éstos. ¡Y los resultados desde luego que eran más que desalentadores!

No caeremos en la trampa de juzgar el pasado con el conocimiento del pasado. Pero es evidente que sea como fuere los procedimientos esgrimidos por los Romanov para controlar Rusia son del todo parecer, un error de consecuencias manifiestas.
No se trata ya de que Rusia pierda en la comparación que pueda hacerse con cualquier país de su entorno. Se trata más bien de que por forma de un proceder del todo incomprensible, los diferentes miembros de la dinastía estuvieron de acuerdo uno tras otro en la certeza de que solo en la voluntaria apuesta por el conservadurismo, se hallaría el éxito en forma de supervivencia.
Y Rusia sobrevivió, a cambio de anquilosarse.

La Rusia de finales del XIX es la Rusia de la Edad Media. Factores objetivos como los que pueden obtenerse de los datos propios de la economía, así como otros más subjetivos descritos en este caso en las formas que la relación del estado para con sus subordinados describen; así lo constatan. Rusia no solo no es un estado moderno, sino que está orgulloso de ello. Y el paso al siglo XX pondrá de manifiesto como es sabido con consecuencias dramáticas todas y cada una de las contradicciones esgrimidas.

Porque la ficción que cada día se recreaba en las formas que de despertar Rusia tenía cada mañana, resultaron viables con más o menos retoques hasta que los truenos que anunciaron la llegada del siglo XX tornaron el sueño en pesadilla.

Rusia chocó con el siglo XX. Las masas que llegadas del campo procedentes de la supresión de la ley de esclavos que de facto había mantenido en pie la economía rusa hasta bien pasada la segunda mitad del XIX, pulularon hasta encontrar en las ciudades su nuevo hábitat. Pero las ciudades rusas ni eran ni respondían a las necesidades o formas de las ciudades de la Europa del XIX. Así, sus procesos de reconversión no se llevaron a cabo conforme a los cánones esgrimidos por sus homónimas europeas, de manera que en lugar de absorber con voracidad infinita la mano de obra que se les prodigaba, no hicieron sino poner de manifiesto la incapacidad de la misma, agudizando hasta límites ahora ya si insospechados la brecha que separaba al ruso que habiendo podido ser en el campo, se tornaba ahora vulgar proletario en la ciudad.

De esta manera, más allá de consideraciones sesudas y en todo caso respetables toda vez que dueñas de un montón de consideraciones cuya valía resulta científicamente incontestable; el verdadero alimento de la Revolución de Octubre  es la frustración, como lo ha sido en la práctica totalidad de ocasiones en las que el hombre ha tenido el valor para hacer de su desgracia el alimento de su revalorización.

Pero como todos sabemos, ese no es un argumento sincero.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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