sábado, 25 de marzo de 2017

DE LO RELATIVO, DE TODO. EN DEFINITIVA, DEL TIEMPO.

Navegamos por las procelosas aguas de este infausto mar que nos hemos dado en llamar Vida, y lo hacemos con la certeza propia del que está llamado a identificar su proceder con la certeza del que sabe, o con la tozudez siniestra del que encomienda a la locura todo su devenir.
Sea como fuere, a tales prebendas encomendó siempre el hombre el devenir de sus conjuras; conjuras que no siempre salieron bien, lo que ocurre es que solo los menesteres afortunados están llamados a recibir la gracia de permanecer en el tiempo (en la memoria si se prefiere), mientras que los condenados a brillar con el graso color del grafito son primero condenados a la categoría de error evitable, siendo después relegados sus protagonistas a la condición de locos, o de soñadores baldíos si tienen suerte.

Extraña especie pues, la que integra en torno de sí a los humanos. Dada a aplaudir con énfasis los éxitos del que llamado a ser genio ilumina con su éxito individual la senda que habrá de ser recorrida por la mayoría; no obstante no duda en rechazarlos con igual fuerza si los menesteres por ellos desarrollados apuntan situación de peligro a la hora de prevalecer lo que más fuerza ansía a saber, el control rutinario.
Porque se rige la Sociedad, o para ser más precisos habría que decir el modelo social al que por otro lado encomendamos nuestra falsa sensación de calma; de una suerte de principios que resulta compleja en tanto que es propia de la suma de varios que a título individual poco o nada valen, pero que integrados se erigen en la que hoy por hoy se ha demostrado como la más eficaz máquina de control que ha sido no ya construida, sino que cabría decirse, pergeñada.

Tal y como habrá pronosticado el más perspicaz de nuestros amables lectores, tal máquina no puede estar compuesta de elementos materiales, pues de ser así la mera posibilidad de diseñar un procedimiento destinado a lograr su colapso, sería en sí mismo garantía de que éste ya hace tiempo que se hubiera producido; pues si para construir algo imposible basta con pensarlo, el mismo procedimiento ha de resultar igual de útil cuando el camino a recorrer es el contrario.
Tenemos así pues que los elementos llamados a constituirse en medio con el que lograr el fin definido, el cual no es otro que el de lograr el dominio del Hombre en sus más diversas versiones; han de estar vinculados más al campo de lo metafísico que de lo físico, ya que los objetivos perseguidos por la máquina pesquisada hoy en nuestras elucubraciones están más arraigados en el terreno de las percepciones, que en el de las consideraciones científicas.

Nos movemos pues en el inestable campo de la Metafísica, un terreno abonado para la lucha contra titanes cuando no contra semidioses, en el cual la percepción se erige en un precursor de guía más eficaz que la que pueden proporcionarnos todos esos elementos que catalogados bajo el ritual de la Razón, durante siglos han protagonizado la lucha del Hombre contra lo Etéreo, en una guerra sempiterna cuyos trazos aún se identifican con sentida claridad tras el humo que guarda los restos de la última batalla, la que estuvo condicionada a lograr El Paso del Mito al Logos.

Podría pues rozar la traición el abandonar la senda que otros con éxito marcaron, si propensos a renunciar a los logros estamos, aceptando de buen grado el influjo de los elementos otrora tenidos por propios de la Creencia. Es entonces que así como Aquiles aceptó los regalos de su madre, a pesar de tener éstos procedencia mítica; que lo temerario de la batalla que estamos a punto de iniciar nos lleva a nosotros a elegir de entre todos los paladines disponibles a aquellos cuya visión integradora les llevó a erigirse no solo en científicos, sino que su condición de iniciados les facultó para no despreciar del todo lo que no se puede mesurar, incrementando con ello de manera exponencial los elementos a disponer en una batalla cuyas consecuencias haríamos bien en tener por colosales.

Es así que siguiendo los pasos que antes trazaron los llamados Descartes, Kant y otros; que la cuestión en la que se halla hoy por hoy sumido el Hombre ya no se reduce a considerar la benevolencia o falsedad de tesis físicas o metafísicas desde el simplismo de una dualidad en la que el compendio dialéctico al que se aspira lo reduce todo a ceros y unos. Hoy por hoy la cuestión es otra, más compleja si cabe, como se desprende del hecho de que no podemos aspirar a una única respuesta, pues el privilegio de optar por una solución absoluta, indiscutible, constituye en sí mismo un privilegio propio de otro tiempo.

El tiempo, en sí mismo, un magnífico ejemplo de lo llamado a ser planteado hoy. Desde siempre, el tiempo ha sido considerado como el paradigma por antonomasia de las consideraciones objetivas. Para ser más exactos, cabría decirse que la relación de los Hombres con Dios encontraba en el Tiempo una suerte de catalizador directo. No en vano el tiempo posee o a lo sumo articula muchos de los absolutismo en los que la paradoja de resumir al Hombre en la excepción de Dios se articula. Dogmático por excelencia, en el tiempo se articula la más feroz de las miserias que su Dios regala al Hombre, a saber la de reconocer en su mortalidad la imposibilidad para definir lo eterno. Pues el camino de la eternidad se compone de baldosas que el tiempo articula.

Pero no acaban ahí ni mucho menos las paradojas. En un sutil giro de los acontecimientos, el aumento de la complejidad con la que el Hombre puede definirse a sí mismo, lamina poco a poco el vademecum de consideraciones destinadas a conformar la Idea de Dios. Es como si en un ejercicio de vanidad, el culmen de uno conllevara la inexorable destrucción del otro. Dios y el Hombre en realidad no pueden coexistir, y la prueba de ello está, de nuevo, en la relevancia que se demuestra en la paradoja del tiempo.

El Tiempo, como hemos determinado, elemento llamado a conectar dos mundos: el propio del Hombre, plagado en la inexorabilidad de su tránsito no sabemos si hacia, o desde, pues como todos sabemos la mayor y tal vez la única causa de muerte, es el haber vivido.  Y al otro lado, el propio de los dioses, un mundo de infinito, de eternidad y de dogma, que tal y como algunos afirmamos, no se compone de realidades, que sí más bien de contradicciones lujuriosas, pues no en vano Dios así como todo lo que le es propio, no se define, sino que se determina, a partir de la resultante de negar aquello que en cada momento (en cada tiempo), creemos impropio del Hombre.

Se subleva así pues el Hombre, y lo hace una y mil veces. Se subleva primero contra su miseria, y una vez superada ésta, lo hace contra Dios, y lo hace comenzando por enfrentarse a toda esa larga lista de consideraciones que la Tradición se ha empeñado en catalogar como propias de los dioses.
Y emerge entre ellas, tal vez como una de las más importantes, la consideración del tiempo.

El tiempo, inaccesible por dogmático, senda más propia de los dioses que de los hombres, pues en ella se percibe el balbuceo con el que el Hombre habla de la eternidad; el mero hecho de pensar que puede ser manipulada provoca un salto cualitativo en lo llamado a ser tenido por consideraciones propias de los Hombres, pues jugar con el tiempo no es tanto jugar a ser dios, como si más bien reducir la esfera de éstos.

Salamanca, 1515. La Universidad ha presentado en el Vaticano el primero de los dos estudios que ponen de manifiesto las incongruencias procedimentales que están llamadas a certificar la defunción del que desde tiempos de Julio César ha sido el modo de controlar el tiempo con el que lo hombres aspiran a entender a los dioses desde el año 46 a. C.
La versión oficial habla de las necesidades que la puesta en práctica de algunas de las conclusiones alcanzadas en el Concilio de Trento  a la hora de fijar aspectos tales como los propios del Concilio de Nicea (el que fija entre otro el procedimiento para calcular la fecha de la Pascua), suponen.
Pero no será hasta 1578 cuando un segundo estudio con idéntica procedencia, lleve al Santo Padre de Roma, en ese entonces Gregorio XIII, a promover la sustitución del vetusto y superado Calendario Juliano, por el nuevo, cuya denominación será por cuestiones obvias, Calendario Gregoriano.

No hace falta ser muy listo, máxime a la vista de los ejemplos que la Historia nos regala por medio de los cuales deducimos la escasa propensión de la Iglesia de Roma a los cambios; para imaginarnos siquiera la intensidad del problema cuya resolución, al menos en principio, quedaba solventada procediendo, nada más y nada menos que a un cambio en la forma de computar el tiempo. Un cambio que lo crean o no conllevó entre otras cosas ¡La toma en consideración de la desaparición de trece días completos!

Es sabido que Dios no juega a los dados, y sus acólitos en la tierra no hacen nada que pueda poner en tela de juicio tal observación. Por ello, y aunque pueda parecer descabellado, la desaparición en la Biblioteca Vaticana de un curioso ejemplar de un libro escrito algunos años antes  “De revolutionibus orbium coelestium” por un joven polaco que en realidad jamás quiso ser partícipe de lo que la Historia acabaría por atribuirle, que contiene un capítulo original y único, a la par que sumamente aterrador sobre todo para las mentes del Hombre del XVI, podrían ayudarnos a entender qué lleva no a un hombre cualquiera, sino al propio Santo Padre de Roma, a tomarse en serio la consideración de jugar a ser Dios o, en su defecto, a pensar que los hombres puede enmendar la plana a Dios.
Ahora me decís que el hecho de adelantar o atrasar el reloj obedece a un mero capricho, justificado en la necesidad de amoldarse a las horas de sol.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 18 de marzo de 2017

DE NUEVO, Y POR ELLO MÁS RENOVADOR QUE NUNCA: BACH.

Es la concepción de la Música algo que, como ocurre con las cosas llamadas a ser verdaderamente importantes, solo puede ser objeto de intuición, pues la percepción propia del hecho constatado es, en la mayoría de los casos, territorio inexpugnable toda vez que el tiempo y sus acciones, a saber la apuesta que como herramienta de la muerte configura, incapacitan al que siembra para ser testigo de la calidez aportada por el bosque que logró.
Navega el Hombre sin rumbo, esperanzado a lo sumo en saber no ya a dónde le conducirá el periplo al que cada vez con mayor frecuencia puede resumirse este proceso que nos hemos dado en llamar como obligación de vivir; y es entonces cuando, a medida que no tanto la sensación de pérdida que sí más bien la de no tener nada que perder (nadie puede perder lo que nunca le fue propio), convergen no tanto en nuestro devenir, que si más bien en nuestro divagar, resumiendo a veces en la eterna disposición a la que alude el concepto específico del subjuntivo la que bien podría ser tomada como la última oportunidad a la que pueden y quién sabe si deben aspirar aquellos que ya han consumido no todas sus vidas, que sí más bien el supuesto derecho a vivir.

No es sino que hasta que alcanzamos tales momentos, o por ser  más precisos hasta que su consolidación se nos hace manifiesta en la medida en que los pensamientos que les son propios van poco a poco configurando el aparato semántico llamado a consolidar el aquí y el ahora de un momento determinado; que no se materializan ante nosotros certezas que hasta ese momento (tal vez para bien del Hombre no tanto como realidad, sí más bien como proceso); habían permanecido latentes, en un estado propio de la Metafísica.
Irrumpen entonces en escena las variables del cambio. Esas que sin entrar en mayores consideraciones, afectas por ende desde la mera valoración en tanto que procedimiento carente de concepto, y desarraigado de cualquier actitud (como si tal hecho fuera siquiera computable), nos llevan por medio de la imposibilidad, en lo que en el proceder científico se denomina razonamiento por reducción al absurdo, a tener que concebir un Hombre Deshumanizado de cara a demostrar, por medio de la contradicción que tal hecho anuncia, la imprescindible conmiseración que a partir de ciertos momentos ha de darse entre los logros que el Hombre lleva a cabo en ciertos campos, y lo imprescindible que resulta el conocimiento y el uso de tales medios a la hora de poder seguir garantizando la evolución de ese Hombre.

Nada ocurre porque sí. De hecho, tal y como ha quedado creo que sobradamente demostrado, incluso los errores acaban justificando el coste que en principio podría parecer habían generado, convirtiendo en beneficios lo que en un primer momento solo podía ser interpretado como una pérdida en tanto que el aprovechamiento de las nuevas líneas que aquel aparente error había terminado por sugerir, había convertido en innovador un procedimiento que de cualquier otro modo hubiera resultado del todo inaccesible, de haber seguido el pensamiento la línea oficial hasta ese momento impuesta, la cual solo pudo ser salvada a través de aquel primero y quién sabe si hoy olvidado, error.

Es por ello que esa continua propensión a vivir en un permanente salto al vacío que parece promediar la forma de entender las cosas por parte de los que directa o indirectamente, se dedican a la Música, bien puede considerarse si no en el origen sí al menos en una posición de privilegio a la hora de enfocar los cambios de perspectiva  y en ocasiones de mayor profundidad, a los que continuamente se somete todo lo que está llamado a evolucionar.
Es aquí donde establezco un límite relativo, todo ello en virtud de consolidar la otrora certeza por la que el mero paso del tiempo no supone en sí misma garantía alguna de evolución; y establezco una suerte de refugio de tránsito a cuyo sagrado puede acogerse todo aquel caminante que hallado en tránsito por esa senda arriba siquiera superficialmente sugerida, puede acabar por interpretarse con lo que otros más consolidados han identificado con la vida.
Escapa la Música a la mayoría de esas consideraciones dispuestas en realidad para definir o siquiera delimitar los aspectos llamados a componer lo que es la vida; para progresar hacia un nuevo plano conceptual en el que consciente, o por ser más justos casi siempre inconscientemente, el Hombre Moderno ha consolidado el catálogo de elementos destinados a componer una buena vida esto es, una vida capaz de justificar por sí sola (ya sea por el impacto que en uno mismo han tenido los objetos alcanzados, o por el logro que para la vida de otros tales logros han tenido) se hayan hecho merecedores de ser tenidos en cuenta, y a lo sumo recordados.

Escapa pues definitivamente la Música a las limitaciones a las que como hombres hemos de acudir toda vez que por nuestras limitaciones tal proceder ha de considerarse como propio: y se manifiesta así pues en un proceder propio cuyos designios no pueden ser baremados a tenor de lo dispuesto por otras normalidades, por ser su normalidad un recurso cimentado en cánones propios.
Se vincula y desvincula de forma periódica la Música de los compendios llamados a consolidar en lo atinente a algo más que una interpretación de lo que es desarrollar la vida (un plano de exigencia mayor al que puede esperarse del que solo aspira a vivir); y tenemos entonces que el escenario resultante de la conformación de realidad que es objeto de vivir conforme a cánones vinculados a esta nueva perspectiva redunda en consideraciones de calado tales como asumir que el desarrollo como Hombre que puede esperarse del Hombre Musical, supera con mucho al desarrollo de aquella especie que hoy existiría (o tal vez ya no), en forma de un Hombre Silencioso.

Se dibuja pues desde la percepción del Hombre Musical, una forma de vida diferente, en la medida en que no ya solo las percepciones, como sí más bien las consideraciones que desde ellas acaban por promoverse, consolidan una realidad distinta. En definitiva, cambiar la Música cambia la vida, en la medida en que estos cambios quedan referidos a la manera mediante la que interpretamos el mundo, refutando con ello todo proceder respecto de la vida que habría de ser tenida como propia de haberse presupuesto antes de los cambios producidos.

De aceptar que la Música cambia la vida surge, a título de corolario, la necesidad de asumir la importancia de la que se han hecho acreedores los que son capaces de influir en la Música, ya sea consolidándola, o por el contrario poniendo de manifiestos sus contradicciones en forma de carencias, promoviendo desde allí el cambio no como contingencia, que sí como necesidad pura y dura.

Resulta así pues que por mera consideración hacia la solvencia de la línea de pensamiento argüida hasta el momento, tenemos que personajes o situaciones que se hayan mostrado competentes a la hora de escenificar modificaciones en los considerados como cánones llamados a cambiar percepción y consideración de la Música, efectuaron en realidad modificaciones cuya repercusión es atinente, para bien o para mal, a consideraciones mucho más amplias, por atenerse con ellas a la propia vida.

Tanto es así, que la figura que ha justificado hoy nuestra reflexión, nada menos que Johann Sebastian BACH, de cuyo nacimiento están a punto de cumplirse 332 años, puede y merece ser tenido en realidad no solo como un innovador llamado a considerarse el precursor de la Música tal y como hoy la concebimos, sino que más bien puede cimentarse la tesis de que la verdadera profundidad a la que consciente o inconscientemente nos arrastran sus logros, le hacen acreedor de postularse como uno de los hombres que con mayor éxito ha modificado la vida de los que tras él habrían de venir.

BACH revoluciona la Música. Pero hace mucho más, revoluciona al Hombre ya que la certeza de emoción que su música nos regala, sirvió para desvelar al Hombre una de las verdades por aquel entonces más revolucionarias, la que pasa por entender que el ser feliz es un derecho, al que se puede acceder de una manera muy adecuada por medio de la Música.

Estamos así pues en condiciones de afirmar que Bach es el arquitecto de la Música Moderna, pero es en realidad el preconizador del Hombre Moderno.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

domingo, 12 de marzo de 2017

MAURICE RAVEL: MUCHO MÁS, Y NADA MENOS, QUE UN BOLERO.

Múltiples, a la par que complicadas, son las variables llamadas a converger en la figura de quien es hoy nuestro protagonista: Maurice RAVEL. Y todas parecen sin duda iluminar la certeza de un proceso que, con forma de renovación y con visos de inexorable, está llamado a erigirse en el procedimiento destinado a erigirse en la premisa conceptual, pero sobre todo actitudinal, llamada a definir los cánones de lo que a partir de entonces será llamado Neoclasicismo.

Nacido el 7 de marzo de 1875 en un pueblecito pesquero enmarcado en la comarca del territorio Vasco-Francés, el mero hecho de que su madre decidiera emprender viaje desde París incluso estando encinta, pone de relevancia dos de los aspectos que a título en apariencia más habrán de definir el carácter de nuestro protagonista como serán por un lado el inequívoco amor que profesará a su madre, y la pasión desde la que siempre vivirá su tortuosa relación para con España; relación que se mostrará imprescindible tal y como cabe esperarse del proceder desde el que todo autor francés se posicionaba a la hora de inflamar su capacidad imaginativa con España, en la que, y siguiendo algunos de los cánones preceptivos del proceder romántico, no dudaban en dotar de una suerte de mágico encanto definido a partir de la capacidad para erigir en ella mágicos a la par que exóticos escenarios.

Despierta muy pronto RAVEL a la música, y lo hace de la mano de pianistas de la talla del catalán RIGARD, desde cuyas orientaciones no solo avanzará en lo concerniente a la formación estrictamente técnica, sino que, en una labor casi más importante, encontrará apoyo en lo concerniente a desarrollar una suerte de mundo interior que en RAVEL se erigirá en forma de un eterno deseo de permanecer ligado al mundo infantil.

Y si las disposiciones de su madre resultarán imprescindibles a la hora de dibujar la primera impronta, la que sirve sin duda para definirnos, será su padre, o más concretamente la actitud de éste, la propia de un Ingeniero Industrial suizo la que determinará sin duda el devenir de nuestro protagonista, pues solo desde la condición de un científico, de un hombre vinculado a la tecnología sería más correcto decir, puede entenderse el amor por la precisión y la meticulosidad que nuestro protagonista profesa, y que ya desde sus primeras composiciones resulta manifiesta.

Se van poco a poco y como casi siempre de manera en apariencia anecdótica, presentándose a revista todas y cada una de las piezas que al igual que ocurre en cualquier máquina compleja, por sí solas y por separado no representan nada, pero que una vez unidas con la armonía que el constructor les confiere, pueden erigirse en arma cuando no en herramienta competente para hacer saltar por los aires cualquier estructura previa, por rotunda que por vetusta parezca.

Porque eso, nada más que eso, es lo que está llamado a definir la trayectoria de nuestro protagonista. Una trayectoria que ya en su presente apuntaba maneras, y que pronto le llevó a merecer consideraciones de sus contemporáneos tales como la que STRAVINSKI le dedicó cuando se atrevió a definirlo en conjunción con su obra como el trabajo de un perfecto relojero suizo.

Porque ahora sin doble intención alguna, de tal consideración puede y debe concebirse el plano llamado a erigir el contexto en torno al cual giran tanto nuestro protagonista, como un obra. Una obra llamada a esbozar no tanto un mundo nuevo, como sí más bien una nueva manera de interpretar el mundo. Porque RAVEL nunca ansiará cambiar el mundo, a lo sumo le bastará con modificar la manera de verlo. Y qué mejor manera que poniendo al receptor frente a una perspectiva nueva, la perspectiva desde la que un niño ve el mundo.

Pero esta visión infantil, no peca para nada de infantilismo. Más bien al contrario, la capacidad para redefinir el antropomorfismo enriqueciéndolo con las herramientas que el gusto por la precisión de proporcionan, se mostrarán no ya útiles sino imprescindibles a la hora de dibujar escenarios y escenas como los que se perfilan en la ópera Mi madre la oca, en los cuales no se trata ya de que animales y cosas se comporten como personas sino que al contrario de lo que hasta ese momento cabía esperarse de tales experimentos, los personajes humanos presentes en la obra se ven superados en conducta por los objetos, sobre todo en lo atinente a consideraciones y conductas morales.

Aunque el verdadero punto y aparte llamado a romper definitivamente la ya de por sí débil relación que ata a nuestro protagonista para con su mundo, se materializa en su inolvidable BOLERO.
Concebido como una pieza de ballet destinado a ser bailado, bolero se configura como una muestra excepcional de sublevación contra lo evidente en la que el poder del ritmo, definido por la caja adquiere un valor que a priori resulta impropio y que luego resulta indescriptible toda vez que en torno a una frase llamada a reproducirse una y mil veces hasta el infinito, arrastra poco a poco a toda la orquesta en un más que probable frenesí que si bien se experimenta, más bien ha de intuirse, pues la única variación estructural de la obra no se produce hasta el instante previo a la finalización de la misma.
Y mientras, una repetición que en realidad nunca resulta cansada, va conduciendo nuestra intencionalidad a través de un mundo siquiera sugerido, toda vez que las únicas variaciones que la obra considera merecen consideración cromática, subjetiva por ello.

En definitiva, es Maurice RAVEL un compositor llamado a ser reiteradamente redescubierto, pues como dice el aforismo: Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Y las permanentes redefiniciones que RAVEL nos regala, nos ayudan a menudo a descubrir facetas propias otrora desconocidas, o nunca exploradas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 4 de marzo de 2017

MARZO DE 1917. EL DRAMA COMIENZA A ESCENIFICARSE.

Si cierto es que pocos son los escenarios en los que afirmar que un único suceso  puede erigirse de manera categórica como responsable final de los acontecimientos que como consecuencia directa o indirecta acabarán luego por desarrollarse; esa afirmación adquiere especial significado a la hora de tratar no ya de interpretar, siquiera de aproximarnos, a la conjugación de consideraciones que ya sea en lo que concierne al campo de lo conceptual, así como a su posterior interpretación en el campo de los procederes, acabaron por erigirse en competentes para discernir lo que desde la perspectiva podríamos intuir como el esquema de la Revolución Rusa de 1917.

Si desde una de las acepciones del término complejo podemos delimitar el suceso llamado a estar explicado no desde una, sino desde múltiples perspectivas, lo cual hace esperar del mismo tantos o más procederes; lo cierto es que entonces resulta no ya sencillo, habría que decir que casi imprescindible, habilitar el ya mencionado término de complejo, como uno de los pocos verdaderamente destinados a copar todos los corolarios a la hora de discernir no tanto el presente, como sí más bien el pasado, del mencionado episodio histórico.

Imprescindible y trascendental como pocos, no solo el estallido que sí más bien su gestación, convierten a la Revolución Rusa en uno de esos acontecimientos sin los cuales es absurdo no ya interpretar la historia, sino tratar de entender al hombre en lo que concierne al menos en su consideración histórica.
Porque si algo está claro en lo que concierne no tanto a la Revolución, como sí más bien a las causas que llevaron no a su estallido, más bien a su gestación; es que la misma era ya una acción imprescindible de cara a permitir el desarrollo del Hombre. Y no solo del Hombre Ruso.

La Historia  de Rusia es incomprensible si para hacerla posible no consideramos adecuadamente lo que llamaremos La Historia de la Dinastía Romanov. Enclavados en lo más profundo de las tradiciones, procedentes además de los confines más remotos en lo que concierne a lo estrictamente espacial y confinados (seguramente por supervivencia) en lo más arcaico de los procederes gubernamentales; Los Romanov se extienden a lo largo y ancho de los siglos que van desde el XVII hasta el 2 de marzo de 2017; en un transitar que atendiendo solo a su longevidad, ha de servir para proporcionarnos una idea de lo magnífico que en el sentido histórico (a saber capacidad para transitar por la historia), salvando sin duda múltiples complicaciones, hubo de ser lo que queda unificado bajo un periodo llamado a contener entre otros a la mismísima Catalina “La Grande”, o al mismísimo Alejandro I.

Si bien este 2017 habrá de suponer territorio abonado para que a lo largo del mismo llevemos a cabo si no notables, seguro que bienintencionadas aproximaciones destinadas a conmemorar el centenario de los acontecimientos que cuando menos objetivamente se muestran como balizas en torno a las cuales ubicar el fenómeno revolucionario como hecho (pues cualquier otra aproximación resultaría un acto descabellado abocado al fracaso en forma de discordancia histórica), lo cierto es que superado ya el mes de febrero, lo que nos incapacita para erigir en tales los puntos de anclaje en los cuales ubicar una aproximación a los acontecimientos que en febrero de 1905 y 1917 respectivamente a algunos les sirven para ubicar siquiera incipientemente las causas cuando no abiertamente el origen de los hechos que finalmente hoy nos han traído hasta aquí; lo cierto es que yo me inclino más por escenificar lo protocolario de tal hecho en los acontecimientos que desembocaron en la dimisión del Zar Nicolás II. Un hecho que si bien acontece como tal el 2 de marzo de 1917, se halla como pocos cimentado en cuestiones estrictamente subjetivas (la personalidad del personaje se vuelve imprescindible), siendo con ello que como pocos otros acontecimientos de exclusiva consideración humana hunde sus pareceres en lo más remoto de los confines de la historia no solo de Rusia, sino del mundo (pues de mundiales han de considerarse sin duda las consecuencias que en derredor de tal hecho habrán de concitarse).

Si en cualquier momento y lugar cabe decirse que el éxito cuando no la supervivencia de una dinastía gobernante, está inexorablemente vinculada a la capacidad que tenga para erigirse en representante de la personalidad propia del pueblo sobre el que ejerce sus acciones; tal afirmación salta no obstante por los aires cuando la referimos a los vínculos que unen (o en este caso cabría decir mejor que separan) a la estructura gobernante, del pueblo gobernado.
Tal afirmación, o por ser más exacto las consecuencias que de las mismas se dirimen, no son para nada accidentales. Así no en vano, basta una ligera aproximación a lo que suponen los marcos objetivos vinculados a Rusia en los últimos 400 años (me refiero a datos estadísticos tales como extensión, número de habitantes, producción agropecuaria y el respectivo impacto de ésta en la economía mundial), para que en lo atinente solo a supervivencia de la estructura los procederes del Zar resulten no solo comprensibles, sino casi inevitables.

Porque la Rusia que acertó a otear el siglo XX era por sí sola inconcebible. Y no solo porque resultara una incongruencia para el propio siglo XX, que lo era; sino fundamentalmente porque de aberración podría haber sido considerada desde el momento en el que de obviedad merecía ser tratado el hecho por el cual el consumo de energía institucional que era imprescindible para garantizar la sostenibilidad del sistema en sí mismo, superaba con mucho a los costes energéticos que se destinaban al servicio y provisión de recursos de aquellos para los que al menos en principio se destinaba todo, inclusive la existencia del sistema en tanto que tal, a saber, los ciudadanos habilitados dentro del sistema.

Múltiples fueron las causas que desembocaron en el acto que por medio de la entrega del poder por parte de Nicolás II vinieron a significar el fin de una época llamada a no repetirse. De calado objetivo las más científicas, y con claras connotaciones subjetivas las que a la larga estaban llamadas a ser las que solo la perspectiva histórica acabará revelando como las verdaderamente imprescindibles para desencadenar la Revolución; lo único cierto es que la Rusia llamada a ver en siglo XX era, ante todo, un estado imposible.
Y lo era, porque solo desde la superposición de las estimaciones objetivas (en forma de datos), con las subjetivas (llamadas a hacer o no soportables las calamidades que las primeras podían reportar); estamos en condiciones no solo de explicar, casi de describir hasta el grado de connotación, el porqué de la Revolución Rusa.

La Rusia llamada a dar el salto a la centuria de 1900, lo está tan solo en lo que concierne a la comprensión de lo irreversible del factor cronológico. Tal afirmación, que discurre en paralelo a la certeza de que a lo sumo el calendario pone a sus habitantes al corriente de lo que significa el hecho de alumbrar el Siglo XX, muestra su lado más surrealista en el instante en el que detenernos en la realidad de cualquier habitante de extracción digamos normal, no hace sino enfrentarnos con el hecho de que se halla en un grado de desarrollo que en el continente bien pudo verse superado en el Siglo XVI.
Tal constatación, o más concretamente la de los hechos que la misma lleva aparejados, nos sumerge en la paradoja cuya comprensión es imprescindible para entender no ya a Rusia, como sí más bien a sus dirigentes. Porque si como cabría esperarse,  Rusia es el Zar, en este caso además los zares son Rusia.
Solo desde esta perspectiva podemos entender que en lo que concierne al capítulo objetivo, las cifras de producción en materias tales como el grano, se muevan en parámetros propios de la Edad Media. No se trata tan solo de que efectivamente los métodos de producción sean equiparables a los de los tiempos en los que el vasallo trabaja como aparcero las tierras de su señor, que lo son. Se trata más bien de comprender que así y solo así es como el Régimen puede aspirar a mantenerse: generando en torno primero de sí, y luego de sus integrantes, un halo de misterio cuando no de franco misticismo, llamado a hacer del distanciamiento para con sus gobernados la más eficaz de cuantas armas pueden ser puestas a su disposición.

Y aquí fue donde Nicolás II se mostró más equivocado, en lo que acabó por erigir el factor subjetivo al grado de imprescindible, lo que a su vez se traduce en la efectiva conveniencia de elevar la personalidad de este Zar, y por tanto la de su desaparición (siquiera primero solo a título político) al grado de causa sin la cual la Revolución como consecuencia no cabría ser pensada.

Y no es que el llamado a ser el último de los Romanov fuera débil, ni siquiera más débil que cualquiera de los anteriores. Tampoco que sus políticas fueran en si mismas desacertadas, no al menos en mayor grado de lo que algunas decisiones tomadas por sus antecesores pudieron llegar a serlo. Lo que ocurrió fue que la presión que el resto del mundo ejercía sobre Rusia, ya fuera conscientemente (la guerra europea podría haberse decantado en un sentido diferente de haber permanecido Rusia en ella) o inconscientemente (en el metafísico alma de Europa no tenía cabida la esclavitud que si bien había sido revocada a principios de la segunda mitad del XIX, lo cierto es que en el XX era todavía comprendida); condenaron de manera irremediable a una Rusia cuya supervivencia ya fuera de manera real o percibida, significaba el último a la par que el mayor de los peligros para una Europa, que ya se sentía presagiar.

Y todo ello convergía en Nicolás II, o al menos en lo que el mismo significaba. De ahí la importancia de este dos de marzo, centenario del fin del poder de los Romanov.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.