sábado, 29 de agosto de 2015

ENTENDER A NIETZSCHE, TAL VEZ LA ÚNICA MANERA PLAUSIBLE DE ENFRENTARSE A LA ARDUA LABOR DE ENTENDER NUESTRO AQUÍ Y NUESTRO AHORA..

Porque la Tradición ha demostrado que la única manera que garantiza el éxito a la hora de entender realmente algo, pasa inexorablemente por guardar cierta perspectiva para con la misma; y a día de hoy el único hombre que ha sido capaz de abandonar su condición de ente social y volver luego para contarlo, ha sido Friedrich NIETZSCHE.

¿Es Nietzsche un Hombre? ¿Un Filósofo? Tal vez como él mismo deja ¿claro?, a lo largo de su obra, es que sólo a través de la conjunción de ambos parámetros puede el Hombre aspirar a creer aquello que no está preparado para entender.
Sea de una u otra manera, que pocos hombres han cavado tan profundamente su arraigo en la Historia, asistiendo al paseo que él mismo por ella se dará toda vez que se convertirá de forma clamorosa en uno de esos raros individuos que se muestra capaz de desentrañar las complejidades de su presente incluso a los que resultan contemporáneos suyos, añadiendo además el plus de hacerlo entre quienes comparten con él no solo época, sino también lugar.

Tiempo y Espacio, variables para otros insondables, cuando no ampliamente determinantes en tanto que destinadas a concitar los límites para el desarrollo tanto del pensamiento como de las consecuencias de éste; que en el caso de Nietzsche no hacen sino erigirse como parámetros, eso sí excepcionales, dentro de lo que supondrá su proceso básico a saber, el que pasará por describir al Hombre no como una realidad autónoma, sino co-substancial al propio contexto, definido precisamente por ese Tiempo, y por ese Espacio.

Tiempo y Espacio. Variables o en el mejor de los casos conceptos que para la mayoría de los mortales no es que sean importantes, más correcto resultaría decir que son vitales. Sin embargo para nuestro autor tales no se corresponden más que otro de esos extraños ejercicios que junto a otros también practicados por la mayoría de los mortales, no vienen sino a constituir la enésima muestra de lo más pueril de su conducta, la que pasa por poner de manifiesto la incapacidad que en la mayoría anida de vivir su vida de manera libre, digna y coherente.

Convergen todas estas consideraciones, lejos en cualquier caso de conformar una suerte de caos, en la sinfonía que Nietzsche compondrá (decir que la escribe supondría dar por hecho el sacrificio de la tan necesaria improvisación, factor por otro lado al inherente al ejercicio de la Vida), que lejos de suponer un alarde de individualidad, o una suerte de consideración destinada a ser entendida si no interpretada por unos pocos tan solo; terminará por convertirse en la mejor herramienta a la hora no solo de aportar luz sobre las vivencias de Nietzsche, sino que por su marcado carácter descriptivo, se erigirá en un arma más que útil de cara a afrontar la compleja labor de entender el Tiempo, sobre todo cuando éste se convierte en época, más concretamente tu época.

Porque dar por sentado que Nietzsche es un hombre alejado del Tiempo y del Espacio, ni puede ni deber ser interpretado como un ardid destinado a deslizar que Nietzsche era en realidad un cobarde que se negaba a “pagar su cuota” a Cancerbero. Más bien al contrario nuestro hombre era en realidad uno de los pocos, lo que convierte en exclusivo todo lo que toca, que a ciencia cierta y por supuesto con todas sus consecuencias era neta y plenamente conocedor de todas las circunstancias que se enrolaban en ese aparentemente sencillo proceso en el que para muchos acababa convirtiéndose la Vida.

Por ello encuadrar a Nietzsche dentro del Círculo de Filósofos de la Sospecha, y lo que es más, erigirle de manera aparentemente accidental en su supuesto líder, no solo no es una equivocación, no supone ni tan siquiera una cuestión que pueda o deba discutirse. Decir que Nietzsche es el Filósofo de la Sospecha por excelencia responde realmente a una necesidad.

Algo que responde a una necesidad. Pero qué clase de necesidad y, lo más importante; Una necesidad… ¿de quién?

Es, llegado este momento, donde hemos de comenzar a poner de manifiesto uno de los protocolos más importantes a los que ha de enfrentarse cualquiera que desea introducirse de manera más o menos consecuentes dentro de los denominados Conceptos Nietzschelianos. Estoy hablando de la necesidad de retorcer la Verdad. Algunos podrán decir que no será más que una burda forma de manipular, incluso de mentir. Sin embargo, tal y como ocurre con la mayoría de las cuestiones que afectan a Nietzsche en cualquiera de sus múltiples nociones, no supondrá más que otra forma de lección oculta. Una lección que por otro lado en este caso hace mención a uno de los conceptos principales, el que pasa por plantear si la Verdad, en tanto que tal, existe. Y de ser así, ¿está sujeta a variaciones competentes a promover el éxito del Relativismo?

Todo para acabar aceptando, nunca asumiendo, que si bien Tiempo y Espacio parecen no afectar al autor toda vez que su Pensamiento y por ende la Filosofía que del mismo resulta parecen de todo menos influidas o a la sazón limitados por lo corpóreo de los parámetros así implementados, lo cierto es que Nietzsche no solo influyen sino que a la postre son imprescindibles de cara a tratar de implementar en el Siglo XIX las variables u orientaciones que faltaban para desentrañar la que parece ser su función última a saber, proporcionar un colchón que excuse las aberraciones que sin par ocurrirán a lo largo del Siglo XX.

Porque para empezar a comprender, o para ser más sinceros, para empezar a hacer comprensible el Pensamiento de Nietzsche; resulta imprescindible ubicarlo dentro del imperdurable contexto que nos proporciona el Siglo XIX, concretamente en su segunda mitad. Dicho lo cual, ¿ha sido esto mentir en lo concerniente a la aparente ausencia de contexto en la que se mueve nuestro genial autor? A nuestro entender, no. Y la explicación pasa por entender que en un caso normal, el autor ha de sublimarse a su época, de forma que podría sentirse feliz sin con el tiempo la crítica llegase a considerarle un “digno descriptor” de su tiempo. En el caso de Nietzsche el tiempo en sí mismo es quien se pliega a las demandas del autor, de manera que en determinadas ocasiones el giro que toman determinados acontecimientos parecen asimilarse a alguna suerte de cabriolas de las que el momento se sirve para corregir lo que chirría o se opone a lo que Nietzsche hubiera planificado o en el menos malo de los casos pronosticado.

Así, Nietzsche y su Filosofía resultan no solo imprescindibles para comprender el Siglo XIX, sino que a la vista no tanto de las consecuencias posteriores, como sí más bien de algunas de las atribuciones muchas de ellas falaces que en cualquier caso se le han otorgado, resulta del todo menos absurdo considerar que esta especie de magia se extenderá recubriendo con su alargada sombra todo lo que vendía a ser la primera mitad del siglo XX.

Pero sin necesitar tales ejercicios, la dificultad que tanto en materia de componentes como de semántica es fácilmente atribuible al Siglo XIX le convierte por sí mismo en un digno candidato a centrar todos nuestros intereses. De esta manera el Siglo XIX no sería comprensible en toda su magnitud sin Nietzsche sencillamente porque es él quien con su presencia y con su Filosofía vienen a dotar de ese brillo co-substancial a un periodo que de otro modo bien podría haberse visto reducido, como en muchos otros casos, a una mera sucesión de hechos que desde una perspectiva inherente bien podrían responder a una suerte de política determinista.

Por ello podemos concluir sin miedo a la equivocación con patente de exceso que nuestro autor no es que sea necesario, es que resulta imprescindible; no tanto para entender cuando sí más bien para interpretar el Siglo XIX y en especial las múltiples consecuencias que, proyectadas hacia el futuro están por llegar.
Y digo interpretar que no entender en la medida en que tal mención requiere de la fortaleza de añadir la variable subjetiva propia de la opinión, a la que inexorablemente va ligada la responsabilidad. Precisamente ahí en la responsabilidad, y en las consecuencias y efectos que ésta tiene sobre el Hombre y sobre sus valoraciones, es precisamente donde surgen con el tiempo las mayores discrepancias, discrepancias que acaban siendo volcadas primero contra Nietzsche, para finalmente trascender a su obra.

Así, los hombres cobardes por naturaleza, enemigos no tanto de la verdad, como sí más bien de las consecuencias que a ésta van ligadas en forma de responsabilidad, deciden matar al mensajero toda vez que la precisión del maestro en el arte que no tanto en el alarde de presagiar lo que está por venir, tiñe el sueño primero alemán y luego europeo de un matiz negro rojizo nada interesante, toda vez que pone a los píes de los caballos el gran proyecto que a priori habría de suponer la superación de todas las penurias y dificultades que asolan al Hombre; lo que en términos del propio autor hubiera supuesto la destrucción del propio hombre, pues como el autor destaca, el Hombre solo obtiene aprendizajes válidos a través del sufrimiento, por la superación de la frustración que a tales acompaña.

Se gesta así la ruptura del Hombre con Nietzsche. Solo conozco a dos especies capaces de vivir solas. Los unos son Dioses, los otros son Filósofos. Y en medio, Nietzsche.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 22 de agosto de 2015

TOMÁS LUÍS DE VICTORIA. O DE CÓMO EXPRESAR LA PERFECCIÓN DE DIOS A TRAVÉS DEL MÁS UNIVERSAL DE LOS LENGUAJES.

Se mecen de forma sosegada sobre nosotros las hojas de unos árboles que, como nosotros, en breve dejarán de estar aquí para, a partir del inconsciente que de nuevo impera, hacernos mucho más conscientes de nuestro propio devenir, o quién sabe si de la locura a la que a menudo se ve enfrentado el Hombre en la medida en que como ningún otro elemento de esta creación con tantos compartida, es en realidad conocedor de la última consecuencia, de la terrible conclusión a la que indefectiblemente nos conduce nuestro devenir.

Conscientes pues, no tanto del árbol cuando sí más bien de la sombra que sus hojas proyectan sobre el suelo que con todo y todos compartimos; para comprender a la sazón de su mecer el estremecimiento que en realidad nos proporciona el saber que somos los únicos que conocemos el fatal desenlace al que inexorablemente nos conduce lo que por otra parte se define como nuestra única verdadera obligación a saber: vivir.

Y si saber que vivir no es sino lo que nos conduce a la muerte es precisamente lo que nos diferencia del resto de realidades, me resisto a decir de creaciones, con las que compartimos todo lo que nos rodea y asumimos en llamar realidad. ¿Qué será lo que por otro lado nos diferencia del resto de elementos junto a los que conformamos la realidad? Pues obviamente la diferencia habrá de estar en el procedimiento, en la forma que elegimos para vivir nuestra vida.

Es así pues que una vez abandonada aunque sea ni siquiera por accidente la posibilidad de ser superficial, lo único que resulta cierto es que una vez asumida la certeza en base a la cual la última causa de muerte es la vida en sí misma,  las consideraciones hasta hace unos instantes trascendentales e incluso absolutas, quedan reducidas a una nueva cuestión de semántica y protocolo: ¿Qué quiero para mi vida? Y una vez sabido o decidido: ¿Cómo puedo conseguirlo?

Reducida la cuestión, al menos a priori, a preceptos de dialéctica procedimental; comprobamos rápidamente que una vez más la ecuación nos conduce a un desarrollo en el que se enfrentan condicionantes propios de la aptitud, con otros tan o más importantes, a saber los que proceden de la actitud.
Dotando a la aptitud de consideración estructural, por ende natural y dogmática; y definiendo por oposición los componentes propios de la actitud como los que proceden del uso y ejercicio natural del hombre, estando por ello los mismos limitados como lo están los propios hombres; llegaremos a una obvia aunque no por ello lógica conclusión en base a la cual la perfección, compleja no tanto por su inexistencia cuando sí más bien por nuestra incapacidad para aquiescer con los ejemplos que probablemente nos regala; habrá de alcanzarse a partir de una suerte de conjugación de todos los elementos que hasta el momento hemos puesto en juego.

Tal conjugación parece, en nuestro aquí, y en nuestro ahora, inasequible por inexorable. Sin embargo un joven abulense lo consiguió. Y lo hizo en la segunda mitad del XVI.

Respondiendo a la lógica de esa paradoja en la que acaba convirtiéndose el hecho de que poco o en realidad nada estamos destinados a saber de los que, al menos a priori, parecían no estar destinados a aportar grandes cosas; nada es realidad lo que sabemos de un Tomás Luis DE VISTORIA del que solo por referencias indirectas podemos cifrar su nacimiento, a finales de 1548, el cual seguro hubo de tener lugar en alguna de las pequeñas poblaciones cercanas a Ávila, quién sabe si efectivamente en Sanchidrían.

Profundizamos un poco más en lo que la lóbrega documentación archivística desea desvelarnos, lo cual es bastante poco haciendo de tamaña percepción algo más que una impresión, para deducir, porque en un verdadero ejercicio detectivesco se convierte el establecer conclusión alguna hasta el ingreso de un joven Tomás que a la postre no contaría con más de ocho años; en el coro de la Catedral de Ávila, hecho que tiene pues lugar a mediados de 1558.
De una extraña combinación de factores se extrae que estando precisamente por entonces en Ávila nada menos que Bartolomé de ESCOBEDO, del mismo recibiera tanto clases como por supuesto percepciones en relación no solo a la composición, como sí más bien a consideraciones de orden si cabe más complejo como son las destinadas a pergeñarse en los elegidos, a los cuales viene en este caso a dotar  no solo de la exquisito de la sensibilidad, cuando sí más bien de la exclusiva capacidad que solo los elegidos poseen y que se materializa en el poder de descubrir la genialidad (¿tal vez de la obra de Dios?) en las cosas más pequeñas del mundo.

Y si la aportación de ESCOBEDO por sublime aunque fugaz, merece ser muy tenida en cuenta, lo cierto es que serán Maestros de Capilla como Jerónimo de Espinar, y fundamentalmente Juan Navarro quienes despierten primero y moldeen después la amalgama de sensaciones, emociones y desarrollos que la Música despierta ya de manera irreversible en un jovencísimo Tomás que más que apuntar aptitudes, muestra ya las que sin duda serán dotes ingentes no solo para la Música en todas sus acepciones, como sí más bien para la revolución que de la misma habrá de erigirse en gestor.

Porque sin duda en eso, o quién sabe si en el múltiple compendio de aspiraciones hacia las que apuntaba la ya por entonces ingente capacidad de Tomás Luis de VICTORIA  fue en lo que se fijó nada más y nada menos que PALESTRINA cuando a consecuencia del que será el primer viaje a Roma de un por entonces joven Tomás, termina siendo por él tutelado.
Accederá así pues Tomás a lo más sereno, adecuado, y por qué no, conforme de cuanto la musicalidad del momento refiere a la hora de erigirse en la perfecta exposición de una religiosidad que por tamaño entonces, ha de mostrarse muy limitada, interfiriendo más que ayudando en lo que por entonces se entendía como una mera relación de servilismo: (La Música obviamente al servicio no tanto de la Religión, como sí más bien de los Oficios Religiosos.)

Se negará pues de plano a que de su trabajo, o en este caso de su composición se devengue cualquier suerte de contemporización hacia tales consideraciones, aportando a sus creaciones un matiz incontestable que si bien viene a refrendar la tesis de la participación del Hombre en la Comunión con Dios a través de la Música, lo hace modificando sin duda el plano a partir del cual esta relación se desarrolla.

Estamos así pues cimentando la revolución en la que a posteriori será incluso sencillo reconocer los principios del Renacimiento Español, pero que por aquel entonces serán muy difíciles incluso de ubicar en pos de justificar su necesidad, toda vez que implementados con fuerza en el devenir del que es el presente histórico del Maestro, se hallan todos y cada uno de los cánones que por otro lado son perfectamente obvios a la hora de escenificar si no la guerra cuando menos sí algunas de las batallas que por entonces se libraban, las cuales no eran sino reflejo de los cambios que apuntaban hacia los nuevos tiempos, aquéllos que habrán de venir y que en el caso que nos ocupa se muestran en el permanente estado de revisión en el que se encuentran cuestiones de carácter, digamos matricial tales como la relación que ha de existir entre el poder terrenal, expresado obviamente por la Monarquía, y el poder de Dios.

Como siempre, algo más que una cuestión de contexto. O por ser más coherentes, al menos en este caso, una de esas cuestionas en las que con más fuerza afecta el contexto, en sus más diversas acepciones.
Un contexto que apunta hacia un cambio. Pero no como podía ser de suponer, hacia un cambio sutil. En España, elemento que utilizamos desde el plano obvio, la hegemonía que a título conceptual se ejerce desde la autoridad que da el erigirse en prácticos monopolistas del Gobierno a lo largo del siglo XVI, Carlos I y Felipe II logran imprimir a todo lo que hacen, y su acción de Gobierno tiene efectos que se extienden por todo el mundo; una nueva manera de hacer a consecuencia de la nueva manera de entender el mundo que se esta reescribiendo.

Así, un culto, elegante y a la sazón incluso sutil Felipe II, logra entender pronto y lo que resulta más interesante, a tiempo, la importancia que se deriva de la imprescindible revisión que los cánones desde los que se ha comprendido todo, necesitan. La prueba, es evidente y surge de comprender hasta qué punto los cambios imprescindiblemente apuntados para la música son el reflejo de una Sociedad que igualmente está cambiando.

Así, de una manera en apariencia accidental, pero en cualquier caso magnífica, identificamos en el binomio Felipe II-Tomás Luis de Victoria a dos grandes genios, incitadores cada uno de ellos en sus respectivos campos, de sendas revoluciones las cuales, con todo, presentan multitud de puntos que son abierta y necesariamente, confluentes.
Podemos así pues concluir, que los radicales cambios que Felipe II tuvo a bien llevar a cabo en aras de lograr lo que él mismo definiría como la definitiva renovación del Mundo, habrían de llevarse a cabo bajo el marco que la Música que Tomás Luis de Victoria componía, bien para la ocasión, bien a causa de los efectos que la ocasión hubiese tenido.

Es así que ambos se revelan como sendos iluminados. Felipe II veía claro el nuevo mundo hacia el que deseaba conducirlo todo y a todos. De su clarividencia, inexorablemente, resulta que nada, incluyendo nuestro aquí y nuestro ahora puedan no ya definirse, ni siquiera entenderse, sin tener por otro lado muy claros los modos y las formas desde las que aquél estadista se movía.
Para el caso de VICTORIA, no tanto sus acordes, como sí más bien el nuevo contexto que para la expresión de los mismos construye, le llevan a superar el Renacimiento. Lo justo pasa por expresar que anticipa el Barroco, Y no nos quedamos cortos al observar que su presencia se hace palpable incluso, en formas y maneras del presente dentro de las que pocos se atreverían a buscar estructuras incipientes del Siglo XVI.


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

sábado, 15 de agosto de 2015

DE LA RENUNCIA AL TIEMPO, O DE LA COMPRENSIÓN DEFINITIVA DEL DRAMA DE EUROPA.

10 de junio de 1865. La noche cae una vez más, tediosa, impactante; pero sobre todo justiciera, sobre las por entonces todavía mortecinas calles de una inconsciente Munich. Nada ni nadie es consciente de lo que está a punto de ocurrir. Ricos y pobres, nobles y vasallos están a punto de enfrentarse, lo quieran o no, con uno de los juicios más inciertos que existen, aquél que procede de la aptitud de la que se haga gala para comprender una obra wagneriana. El otro juicio, si es que os interesa saberlo, es el que procede de Dios. La gran diferencia entre ambos: De Dios cabría esperarse piedad. De Wagner…

Citarse con Wagner, consiste en realidad en citarse con la Historia. O por ser más concretos, o quién sabe si más sinceros; con la parte de la Historia que le interesa a Wagner; lo cual viene generalmente a coincidir con la parte de la Historia que más le interesa a Alemania…Porque Wagner es Alemania. Para ser más exactos la conciencia de Alemania, la certeza de Alemania…la esperanza de Alemania.
Y todo ello en un momento en el que la comprensión del presente convierte en decrépita toda acepción del pasado, a la vez que nos obliga a ubicar en la neblina del futuro cualquier acepción de trascendencia motivada en los deseos de comprensión de un futuro.

El siglo XIX colapsa. Si tamaña afirmación tiene sentido en cualquier país de Europa, ¿en qué lugar deja a Alemania? Una Alemania que más que no saber adaptarse, ha hecho suyo el eslogan de hundirse de manera rauda, pero sin perder su orgullo.
Tamaños son los manantiales de los que ahora y siempre beberá. La Filosofía de Arthur Schopenhauer. Las aventuras de Mathilde Weshendoch. La nueva corriente de Economía de Blesmch. En definitiva los condicionantes perfectos para, en este caso, incidir de manera directa en la concepción de una realidad tan inexorable como unívoca, la cual redundará como pocas en la constatación de una necesidad, la de una figura como Bismarck.

Porque si bien siempre hemos aceptado la dirección única del protocolo igualmente aceptado que consagra la comprensión de los preceptos que definen a un Estado así como a su Historia en la medida en que podemos comprender tales principios en el ya convencional esquema Economía-Sociedad-Política-Religión; tal o tales consideraciones lejos de minorar su impacto en lo concerniente a las variables propias o con capacidad de incidencia en la Alemania de la segunda mitad del XIX, vienen en realidad a agudizar su impacto toda vez que las mismas, su comprensión y por ende su estudio, acaban por rebelarse como las únicas destinadas a aportar algo de luz a la hora de tratar de comprender no tanto el modelo de país ¿o deberíamos decir de imperio? En el que parece haberse instalado Alemania.

Se encuentra por aquel entonces Alemania jugando al más peligroso de los juegos, y lo hace desde la más peligrosa de las posiciones.
Cuando Alemania, que no el Pueblo Alemán, se da de bruces con la realidad que se esconde tras las revolucionarias concepciones que el nuevo siglo trae, los efectos del inevitable choque no tardan en producirse. Lo que ocurre es que algo que de haber ocurrido con cualquier otro estado, y en cualquier otro momento, se hubiese resuelto de una manera más o menos convencional, esto es, provocando una o varias crisis de adaptación de las que todos hubiesen aprendido; tiene, en el caso de Alemania una forma no ya tanto de resolución, sino que basta el planteamiento, muy propia y a la sazón particular. En resumen, no es Alemania sino el resto del mundo quien, si de verdad lo cree necesario, ha de cambiar. En lo que concierne al Imperio Alemán. ¡Su salud sigue siendo perfecta!

Pero también lo era, al menos en apariencia, la de El Canciller de Hierro. Y al final, cumpliendo con lo inexcusable de la última cita, éste también salió al encuentro de la Walkíria.  ¿Dónde reside entonces la diferencia? ¿Dónde radica el elemento qué, a título de catalizador, hace visible lo invisible; y nos ayuda a comprender lo que hasta por aquél entonces, solo intuimos?

Pues obviamente, en el Espíritu Alemán. Eso que permanece inalterable entre todo lo que es, hasta ahora, relativo. Eso en lo que redunda una concepción Necesaria, protegida y a salvo en medio de un mar de contingencia.
El Espíritu Alemán. El Espíritu que subyace a la composición de “Tristán e Isolda”.

Es entonces cuando toma sentido la diferenciación que hemos hecho líneas arriba, y que en principio podía parecer injustificada, separando por un lado al Pueblo Alemán, discerniéndolo de la Política Alemana, o por ser más escrupulosos, de aquéllos que ejercen o ejercieron la Política Alemana.
Para hacerse una idea de lo que quiero decir, basta con ponerse en situación, más en concreto con la que se puso de manifiesto a finales de agosto de 1918 cuando las potencias aliadas contra Alemania todavía le ofrecían a ésta una solución dialogada de lo que por entonces no era ya sino una situación altamente angustiosa en lo concerniente sobre todo a disposiciones de cara a mantenerse en la I Guerra Mundial. “No”, fue la respuesta. “Alemania aguantará”. ¿Por qué? Ahí es donde precisamente entra en juego el Espíritu Alemán.

El Espíritu Alemán. ¿Una entelequia? Tal vez, pero lo cierto es que en los últimos dos siglos se ha convertido en el más valioso de los ingredientes de cuantos han venido a conformar las Alemanias que ad quore se han ido pergeñando en Europa. Alemanias que en su diversidad, cuando no en su unicidad, esconden en realidad las esencias trasmutables y por ende cambiantes de una Espíritu Europeo tan contingente como el de la propia Alemania. O que por ser más exacto, tal y como de nuevo la actualidad se empeña en poner de manifiesto, avanza en un trance que se traduce en una relación de proporcionalidad inversa o sea, lo que es propicio para Alemania no lo es, incluso se vuelve pernicioso, para los intereses del resto de europeos.

Es entonces cuando mayor sentido aunque no por ello mayor significado adquieren las palabras del Canciller, cuando afirma que “Nada que requiera de la fuerza para su consecución será en realidad merecedor de la utilización de la misma, ni siquiera para Alemania”.
¿Palabras visionarias? No, sencillamente palabras muy lúcidas propiciadas por alguien qué, al contrario de lo que por entonces era habitual, sí disponía de toda la información. ¿Dónde radica entonces la diferencia? Obvio. Bismarck no es, por supuesto, una persona habitual.

Que por qué consiguió Bismarck mantener el equilibrio de poder en Europa. Sencillamente porque conocía como nadie el espíritu alemán. Y lo manejaba como nadie en aras de imponer una serie de condicionantes que si bien fuera tenían una consecuencia determinada, dentro eran interpretados de una forma muy diferente. Tal vez por ello Alemania y Europa pudieron bailar juntos sin pisarse los pies hasta 1912, aunque luego pasara lo que pasara.

Es entonces cuando de tener clara la relación entre Bismarck y Alemania; la que existe entre Wagner y “Tristán e Isolda” emerge rauda y cristalina con la misma si no con parecida fuerza.
No comprenderla significa reducir a Wagner a la condición de folclorista; y decir que “Tristán e Isolda” es una ópera.

Wagner personifica el Espíritu Alemán. Se sacrifica literalmente por el desarrollo del mismo. Y como ocurre siempre con los grandes aspirante a mártires que más que vivir no hacen sino pergeñar su muerte en un óbito espectacular, se sacrifica destrozado por la grandeza de aquello que intenta sintetizar confabulándose con la Historia al constituirse en el ingrediente final de lo que supone el Gran Dilema: “Le importaban en realidad algo los demás, o por el contrario solo los utiliza una última vez en aras de su último y desconocido juego”.

Sea como fuere, el resultado es en última instancia lo que nos congratula, a la par que nos congracia con el autor.
Tristán e Isolda. Una parte dentro sin duda de un todo que, si bien nos resulta inaccesible, no es sino asequible para los instrumentos emocionales.

Abandonemos pues la razón durante unos instantes, y tratemos de comprender a Wagner, en lo que sin duda se trata del grito silencioso tras el que se oculta el Espíritu Alemán.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 8 de agosto de 2015

MIRADME A MÍ QUE ME HE CONVERTIDO EN LA MUERTE, EN LA DESTRUCTORA DE MUNDOS.

La cita, extractada directamente del diario personal de uno de los más directos colaboradores de Robert OPPENHEIMER, responsable del Proyecto Manhattan, a la sazón la estructura científica que según algunos dotó de cobertura científica a lo que no era en realidad sino un ejercicio que desde el principio se asemejó demasiado a jugar con fuego.

“El Ángel Exterminador derramó su copa. El Sello del Templo se rompió, y una voz que emergía desde lo más profundo dijo: Ya está hecho”.

De tal viso se percibe la continuación de la cita en la que lejos de hacerse necesarios metódicos procederes analíticos, lo más evidente parece, como en muchos otros casos, proceder con una visión de contexto, integradora. El resultado, parece obvio, tal vez logremos encontrar una más de las muestras que la Realidad y la Historia nos regalan en pos de identificar en nuestro hacer la ingente capacidad para destruirlo todo y a todos. Capacidad casi exclusiva en la naturaleza, la cual por otro lado tantas y tantas veces ha tenido que sufrir las consecuencias.

Así, y a la vista del magnífico carácter del que sin duda están revestidos tantos los acontecimientos como especialmente las consecuencias de los hechos de los que hoy damos si no cuenta, al menos interpretación; lo cierto es que poco a poco va tomando no solo sentido, sino que a la postre acaba por revelarse como lo único competente a la hora de evaluar lo terrible de la Historia. Una condición tan terrible que puede resumirse en una sola frase: El Hombre, incapaz de emular a Dios en su esfuerzo en pos de crear, trata de imitarlo en lo más burdo, mostrándose así como un “alumno aventajado” en lo concerniente a la otra labor, la que pasa por destruir”.
Por ello, encontrar el guión que nos conduce a nuestro presente, escrito en un compendio de mandamientos hindúes de hace más de tres mil años, dentro de los cuales el mismísimo Nietzsche hallaría sin grandes esfuerzos a su gran creación, a Zarathustra, lejos de ser una locura, o de suponer una temeridad, acaba por convertirse, si es que algo de lo referente a este tema merece tal consideración, en lo más normal, por no decir evidente.

Se convierte el destruir en una tentación para la que sin duda el Hombre está siempre preparado. Con todo, ello no significa que necesariamente haya de ser éste el mejor ni siquiera el más acertado de los planes. De parecida guisa sin duda hubo de argüir el recién estrenado Presidente de los Estados Unidos, Harry S. Truman, cuando el 25 de abril de 1945 el Secretario de Guerra Stimson pide audiencia para comunicarle lo que literalmente constituye “un gran secreto”.
Henry Stimson procede entonces a desgranar a grandes rasgos lo que desde 1939 viene constituyendo la apuesta de Estados Unidos por el proceder nuclear. Un proceder ciertamente titubeante, al menos en sus inicios, pero que poco a poco y en especial a partir de los acontecimientos del 7 de diciembre de 1941 verán substancialmente incrementados tanto los fondos como fundamentalmente las expectativas en pos de las cuales todo se verá organizado. El Proyecto Manhattan, iniciado en 1939 estaba a punto de finalizar.
Dentro de cuatro meses habremos terminados, probablemente, el arma más temible de la historia de la Humanidad. Una bomba capaz de destruir una ciudad entera”. El Presidente tardó unos segundos en contestar: “No me siento cómodo sabiendo que semejante arma existe”.

Una vez más, y para tratar de comprender al menos en su justa perspectiva los términos bajo los que tamaña aberración se gestó, hemos ¿cómo no? de retroceder en el tiempo buscando en este caso los acontecimientos que tienen lugar en agosto de 1939, y que para más seña se desarrollan en torno a la conversación que mantienen el por entonces Presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, y Albert Einstein.
A título de contexto, traer a colación que en aquel momento la tensión en Europa más que presagiar, convertía en inminente el conflicto. Por ello, el científico se siente en la obligación de poner sobre aviso como así hace al Presidente de su certeza, según la cual, Alemania se encontraba, siempre según su opinión, en disposición de fabricar una bomba nuclear pues cuenta con los científicos, la industria y el uranio.
Se hace pues, siempre según la lógica de esta apariencia, imprescindible reaccionar promoviendo cuantos esfuerzos se hicieran necesarios en aras de finalizar a tiempo la construcción de un artefacto capaz de contrarrestar lo que fuera que Hitler pudiera llegar a construir.

El Presidente reacciona creando el Comité Consultivo del Uranio. Su misión: Estudiar el asunto.

Pero las otrora circunstancias que al menos en apariencia habían ayudado a Roosevelt, dilatando el proceso y permitiéndole disimular al respecto amparado si cabe en la certeza de que los métodos comunes eran los más eficaces en el desarrollo de una guerra que hasta ese preciso momento se había desarrollado atendiendo a esquemas convencionales; saltan por los aires sin el menor recato, ¿qué decir del disimulo? con un presidente que recién nombrado ha de justificar muchas cosas, entre otras el propio hecho de haber sido designado.
Es así como Truman es arrastrado a la laguna oscura que alimenta la certeza promulgada por los que defienden la utilización del arma, revistiendo de cinismo el asunto desde un argumento soez cual es de afirmar que la utilización del arma supondrá a la larga una ventaja que quedará resumida en la reducción de bajas que al respecto de la comparación que habría de hacerse de proceder con métodos convencionales, serían de suponer desde el punto de vista de la prolongación de la guerra.

Abrumado por ésta y otras parecidas exposiciones, Truman convoca lo que se conoció como un comité integrado por las más altas personalidades en el campo científico, educativo y político para escuchar sus opiniones y consejos.
Tras dos meses de debates confidenciales, se impuso el criterio de utilizar la bomba, amparado en la consigna de que la misma estaba llamada a evitar la muerte de muchos soldados… ¡Incluso japoneses!
Lo cierto es que no menor peso tuvieron otros argumentos, entre los que destacan por supuesto los que sin contemplaciones hablaban de la necesidad de justificar la inversión efectuada, o los que creían justificado su uso porque satisfaría la duda científica que se había despertado en torno a los resultados de una explosión de aquella naturaleza.

En cualquier caso, las consideraciones morales, humanitarias y por supuesto políticas, hacía tiempo que habían sido denostadas.

Como prueba de la condición de espectáculo circense de la que llegados a semejantes alturas tenían ya cuales quieran que fueran las  consideraciones que no fueran estrictamente militares; en el transcurso de las conversaciones se logró finalizar la construcción con éxito de un total de cuatro artefactos merecedores de la absoluta consideración de nucleares. Las bombas, dos de uranio y dos de plutonio respectivamente, respondían en aquel momento a todo el asombro y la expectación que levantaban, máxime cuando todavía no se tenía una imagen muy aproximada en torno a la consideración de cuál era, ciertamente, su verdadera capacidad.
A las 05:00 horas del 16 de julio de 1945 Oppenheimer apretaba el disparador provocando apenas 30 segundos después la detonación del primer artefacto de tecnología atómica construido por el Hombre. El estruendo sorprendió a los habitantes de la comarca. Hombres y animales se vieron aturdidos por lo que parecía ser la salida del sol a una hora y en un lugar que no eran los habituales, precedidos de un rugido que parecía preceder a lo que no podía ser sino la llegada del Juicio Final.

Truman es informado inmediatamente.

El 6 de agosto de 1945, a las 02:45 horas, al mando del coronel Paul Tibbets, un  B29 bombardero de incursión medio bautizado como Enola Gay, despega de la isla de Tinian en las Marianas. Transporta el artefacto de uranio denominado Little Boy.

Hiroshima apenas se ha despertado cuando las defensas antiaéreas inician una serie de tímidos e infructuosos disparos contra un bombardero que vuela a más de 10.000 metros.
A las 08:15 horas el arma es soltada, y el coronel Tibbets provoca un radical giro destinado a alejar lo más rápidamente posible del lugar tanto al aparato como a los hombres.
La bomba cae de manera libre, hasta que un pequeño paracaídas detiene su descenso y el arma detona a 580 metros sobre la ciudad. Se liberan 12.5 Kilotones, el equivalente a 12.500 toneladas de TNT.

El resto, en especial sus consecuencias, son bien conocidas y pueden, siempre según mi opinión, refrendarse en un único hecho. A día de hoy los Estados Unidos siguen siendo la única nación que ha hecho uso de armas nucleares.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.