sábado, 8 de octubre de 2016

DE LEPANTO A LA HISPANIDAD. DE NEGAR PARA ENTENDER.


Resulta una evidencia, la cual por otro lado crece a medida que pasa el tiempo, la que procede de constatar en qué medida el proceso de dar por sentado el valor de las cosas crece de manera directamente proporcional al algoritmo que responde a la pregunta versada en el cuánto hubo de ponerse en riesgo para llevar a cabo digamos, su conquista. Aceptando la presente tesitura como demostración potestativa del principio que enunciado afirma que solo podemos comprar aquello de lo que creemos conocer su precio, pues lo que realmente posee valor no puede sino ser conquistado; es como más que comprender sufrimos la toma por asalto de toda una carga de consideraciones que ya haya sido por descuido, por desafección, o incluso por una hábil combinación de esos y de parecidos factores, ha acabado por redundar en lo que bien podríamos describir cuando no abiertamente refrendar como el colapso de una época.

Y hoy vivimos una de esas épocas. No ya carentes de principios, sino alejados de las bases que, imprescindibles nos guían hacia sus consecuencias; abotargados de procedimientos, pero despojados completamente de las tasas de valoración imprescindibles para evitar que los mismos se vean reducidos a protocolos inútiles, el presente, o por ser más precisos el contexto espacio temporal en el que se desarrolla nuestro devenir, se enfrenta a una serie de dificultades cuya intensidad y magnitud no ha tenido igual en tiempos pretéritos. Y una de las claves de tal circunstancia bien podría entenderse precisamente a partir de la incapacidad que hoy demostramos hacia todo lo que tiene a bien erigirse desde el pasado; reflejando con ello muy probablemente nuestra incapacidad para dilucidar la natural proyección hacia delante de la que todo procedimiento histórico está inexorablemente dotado.

Es por ello que cada vez que dentro de la mal llamada actualidad me encuentro con manifestaciones de indolencia o de ignorancia, lo que realmente me preocupa es la cesión que se esconde tras la abierta apuesta en pro del éxito de los condicionantes nihilistas que evidentemente substancia la base de todos los que, ya sea de manera consensuada o fortuita, se predisponen de forma marcadamente empecinada en aras de negar maliciosamente la realidad.

Dentro del actual sin vivir en el que parece nos hemos instalado, muchas son las cuestiones que de manera más o menos consciente nos abruman toda vez que las mismas parecen alimentadas de un mismo y único proceder, el que a su vez procede de observar en qué medida nos hemos empeñado no ya en no ver, como sí más bien en negar lo que vemos.
No tanto el ver, sino más bien el comprender aquello que vemos (lo que supone superar el mero proceso de la sensación, para trascender al de la comprensión racional), se resume o tal vez sea más adecuado decir se articula en torno a un proceso que en el caso que hoy nos ocupa pasa por la doble vertiente de tener que consensuar conceptos, procedimientos, y lo que es más complicado incluso aptitudes; aparentemente carentes de coordinación previa. Pero cuando comprobamos hasta qué punto la esencia, no digamos ya la naturaleza del debate, concierne o se reduce a maniobrar en pos de si un representante político (no lo olvidemos, alguien sobre cuyos hombros descansa la responsabilidad de una gran cantidad de personas, la cual se cuantifica en una cantidad que no es menor en todo caso de cuantos le votaron) se conduce de manera o no adecuada cuando decide rechazar, en lo que ya es la segunda ocasión, la posibilidad de reunirse con el resto de representantes del Estado Español en una fecha que no digo ya haya de compartirse, mas cuando menos exige de nuestro respeto; lo que está haciendo no es plantar cara a una indefinida tesis absolutista, ni está defendiendo el derecho a no ser de una u otra comunidad supuestamente oprimida por los que supuestamente sí que son. Lo que está haciendo es dar una tremenda lección de manipulación, pues de lo que estoy seguro es del absoluto dominio que tanto de los tiempos, como por supuesto de las consecuencias a ellos ligadas tiene. Y ello le priva del poderse aplicar la eximente de ignorancia, lo que en este caso no hace sino elevar a no conmutable, la pena de la que se hace acreedor.

Fruto, como todos los demás de un país de pancistas, podemos generalizar al respecto de comprobar hasta qué punto más que vivir, nos deslizamos por una suerte de pista que metafóricamente argüimos en pos de lo que llamamos el continuo espacio-tiempo, todo ello dentro de la ilusoria ficción propia de convertir en deseo lo que no nos aporta la realidad.
Dentro de este proceso, que tiene muchos otros componentes, alguno de los cuales son el concebir que la guerra a lo largo de la Historia ha sido algo desdeñable, o que en realidad los buenos ganan porque son absolutamente buenos, necesitando para ello hacer ostentación de su fuerza precisamente a partir de la resistencia que la maldad propia de los considerados malos, acude en su ayuda demostrando siquiera en el marco de lo teórico tales consideraciones; lo único cierto es que lo que se esconde tras esta pantomima, a saber el triunfo del relativismo moral, sirve para poner una vez más ante nosotros la certeza de lo evidente, la que pasa por consolidar la aceptación de que el último ejercicio que le queda al neurótico antes de dejar se serlo, bien por alcanzar la cura, bien por ser tomado al asalto por la muerte; redunda en la constatación inequívoca de que esperar resultados diferentes de un proceso que lleva siglos repitiéndose es, cuando menos, una postura de dementes.

Por eso que enfrentarse a lo necesario con arraigos propios de lo contingente, plantea una lucha tan desigual como efímera. Una lucha en la que no habrá de conceder piedad pues el mero hecho de pedirla incapacita para merecerla. Una lucha en la que una vez más está en peligro nuestra esencia, pues lo que se cuestionan son los medios a partir de los cuales se conformó lo que hoy es España.
Porque de eso, de nada más, o de nada menos, es de lo que estamos hablando. De la esencia de un país cuya denominación es tan amplia, se extiende sobre tantas variables, y ha hecho frente a tantas afrentas, que en el peor de los casos (en lo que a la postre le dota de la exclusividad española), ha de explicarse cuando no defenderse, ante el más cruel de los jurados, el que se forma escogiendo a sus miembros entre los que mejor te comprenden, pues son leña del mismo árbol. Y ya se sabe de lo que se dice al respecto del uso de las cuñas hechas a partir de la misma madera…

Podríamos considerar a España, a nivel de procedimiento, como el resultado de una larga suma procedente de la toma en consideración de multitud de acontecimientos. Sin embargo, una de las cuestiones previas, la que asume que el todo es siempre mayor que la suma de sus partes radica su veracidad en la toma en consideración de hechos cuyas consecuencias directas bien haya promovido, o en el peor de los casos hayan desencadenado acontecimientos cuya lectura se traduzca en la imposibilidad para seguir interpretando de manera coherente la historia a partir de los mismos, precisamente sin tener en cuenta el efecto de los mismos.

Y uno de estos acontecimientos es, precisamente, el cifrado bajo el manto de lo conocido como contexto, determinación y desarrollo de la Batalla de Lepanto.
Entendido en términos estrictamente prácticos como el proceder por el que el Cristianismo, a través de la colaboración que Felipe II lleva a cabo como brazo ejecutor con la mente de el Papa Pío V; La Batalla de Lepanto bien puede correr el riesgo de verse no ya resumida sino lo que es peor, reducida, a un enfrentamiento militar que tiñó de rojo las aguas de el Mar Mediterráneo.

Cervantes lo describió mejor, cuando afirmó que lo vivido en Lepanto fue merecedor de considerarse como la más alta ocasión que vieron los tiempos.
Es por ello que algo de tan colosal magnitud, ni puede ni por supuesto debe ser ofendido sometiéndolo a un proceso no ya de constatación, ni siquiera de consideración, como al que habitual y últimamente se somete a todo aquello que procedente de la historia, parece no cumplir con los nuevos valores que a la postre parecen alumbrar los códigos de buenas prácticas que iluminan y a la sazón coordinan la distancia que existe entre moral y práctica en el seno de los practicantes de el nuevo Buenismo.

Porque Lepanto fue mucho más que una batalla. Es la toma en consideración de una suerte de preceptos, consideraciones y valores llamados a conformar lo que literalmente es el principio de una nueva realidad. Una nueva realidad que por definición no es sino una larga lista de cambios que cuentan con el visto bueno de la literalidad histórica, lo cual no es óbice para que tenga que resultar agradable, ni en lo concerniente a su implantación en el pasado, ni por supuesto llegada la hora de su enésimo refrendo, llamado en este caso a producirse en nuestro presente.
Pero sea cual sea el resultado de tamaño proceder, ni el clamor propio del éxito, ni por supuesto el lamento propio del plañir si es el himno del fracaso el que hemos de entonar; habrán de distraernos ni siquiera un ápice a la hora de considerar que en Lepanto se jugó una batalla cuyas consecuencias aún hoy se hallan implícitas en cuestiones tales como las fronteras de esos mismos estados, o en otras de carácter más etéreo como las que responden a las preguntas versadas en torno al origen de esos mismos estados, o de la estructura organizativa de la que sus ciudadanos gozamos hoy en día.

Y esa señores es una realidad que no se supedita ni a negar el hecho de armas, ni a discernir sobre el derecho de algunos a negar la esencia de una Nación.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 1 de octubre de 2016

MIGUEL DE UNAMUNO. DE LA RAZÓN DENTRO DE LA SINRAZÓN.

La paradoja como esencia, la dialéctica como vicisitud, y quién sabe si el drama personal propio del que sabe que comprenderse a sí mismo requiere en realidad de la asunción del que supone para un filósofo el mayor de los sacrificios, el de renunciar a comprender a los demás. Todo eso, nada más, y nada menos, constituye no ya la comprensión, pues se erige en apenas la premisa válida, lo que hay que arriesgar siquiera para entender a lo sumo la obra de D. Miguel de UNAMUNO Y JUGO.

Nacido en Bilbao, el 29 de septiembre de 1864, Unamuno se muestra, primero ante sí mismo, y después por ende ante la Humanidad, como referente paradigmático no solo en lo concerniente a lo proverbial, sino más si cabe en lo atinente a lo procedimental.
La buena disposición económica de la que es prebenda el legado que su abuelo, retornado de la emigración en este caso a Méjico hace gala, se traduce en el desarrollo temprano de cuantos menesteres son necesarios para la consecución de los logros intelectuales a los que un joven Miguel apunta desde chico.
De esta manera, septiembre de 1875 será testigo de su examen de ingreso a Bachiller, que será a su vez cursado en el Instituto Vizcaíno, si bien a su sede oficial solo podrán acceder a partir de segundo año pues el mismo se encuentra muy deteriorado a causa de los estragos provocados por la guerra.

Septiembre de 1870 alumbrará su llegada a Madrid, lugar que elige como plataforma de cara a la consecución de los que, una vez superada la tentación artística, conformarán sus aspiraciones, que en este caso se cifran en la obtención del Título de Filosofía, lo que acontece en 1884, cuando alcanza el grado de Doctor, con una tesis que si bien versa sobre la Lengua Vasca, se reafirma en realidad como un legado en contra de los que se empeñan en ver en la Cultura Vasca un elemento no ya solo imposible de integrar, sino manifiestamente excluyente en lo que concierne a la posibilidad de una convivencia razonable entre todos los habitantes de España; todo lo cual se traducirá en un conflicto con los que posteriormente se impliquen en la gestación del movimiento que acabe por alumbrar en el nacionalismo vasco, impulsado desde círculos como el proferido por los hermanos Arana Goíri, desde los que manifiestamente se promulga la excelencia de una raza vasca no contaminada por otras razas.

Todo este discurrir, jalonado de situaciones que tanto desde el plano abstracto como fundamentalmente desde el concreto, parecen conducirnos de manera evidente y notoria a una clara posición frente a la Vida, alcanzan, siquiera en principio, una suerte de traducción que tiene su reflejo en la conexión por parte de Unamuno con los ideales y las formas propias del PSOE, como prueba su ingreso en la mencionada formación política en octubre de 1894, permaneciendo en la Agrupación Socialista de Bilbao hasta 1897, momento en el que abandona definitivamente las filas socialistas, presa de una gran frustración, la cual acaba por desarrollar en él una gran depresión.

Ya para entonces nos encontramos ante uno de los más grandes intelectuales no solo en comparación con los que España ha deparado, sino que, residiendo en tal lo más lamentable del razonamiento, incluso en los años que hubieron de venir sería muy dificultoso encontrar otro de tamaña prestancia.
Pero si algo tiene la genialidad, es la dificultad que presenta para permanecer quieta, y a ser posible callada en un lugar determinado, durante un periodo de tiempo siquiera relativamente largo.
Como prueba de ello, los continuos enfrentamientos que Unamuno dispondrá, y que entre otros cargos y consecuencias se traducirá en la destitución fulminante, a cargo del ministro de Instrucción Pública, de sus funciones al frente de la Universidad de Salamanca; al frente de la que se halla como rector, desde el año 1900, habiendo sido elegido con tan solo 36 años, y cargo que ostentará a lo largo de otros dos periodos.
Pero la lista, tanto de elogios como de reprimendas, será larga, teniendo además momentos especialmente brillantes, como los que proceden por ejemplo de la paradoja que nos lleva a 1920, cuando es nombrado decano de la Facultad de Filosofía y Letras, a la vez que es condenado nada más y nada menos que a dieciséis años de cárcel al encontrársele culpable del delito de injurias al Rey.
Afortunadamente la pena no llegó a cumplirse, pero nuestro protagonista pareció intuir el mensaje que de manera clara y distinta se amparaba en el mismo. Fruto de lo cual surge su exilio voluntario a Francia donde permanecerá, fijado su domicilio en Hendaya, hasta la caída de Primo de Rivera, hecho que acontecerá en 1920 dando con ello pie a su retorno a Salamanca, en lo que será un reencuentro multitudinario de la ciudad con el intelectual.

Pero para entonces Unamuno es ya, ante todo, un hombre complicado. Así, lo profundo de su quehacer intelectual se traduce en la dificultad para ubicar la métrica de sus pensamientos, y por ende la profundidad de su protagonista. Y para colmo, su España se conduce a velocidad cercana al no retorno, hacia el conocido cataclismo.
Concejal por la República, Unamuno se encarga, desde la más absoluta de las convicciones, a la proclamación de Salamanca como ciudad republicana el mismo 14 de abril, confirmando su énfasis con un discurso en el que apunta al fin de un sistema que ha empobrecido, envilecido y entontecido a España.
Sin embargo, la complejidad de razonamiento que consume Unamuno, choca de plano con el más que aparente simplismo desde el que unos otros, quién sabe si apuntando ya a lo que habrá de venir, tratan de reducirlo todo.
Es así, y tan claro, que su renuncia a presentarse a la reelección como Diputado en Cortes en las elecciones de 1933 hace atisbar, desde la perspectiva que el paso del tiempo nos proporciona, el evidente desencanto de alguien que, tal y como le corresponde a los que son como él, siempre espera más, haciendo con ello que nosotros seamos también más exigentes con nosotros mismos, elevando con ello un valor sin igual en lo concerniente a la mejora de sus semejantes.

Tan clara es la insatisfacción, que ésta ha de tornarse en frustración. La misma se hace patente en las primeras jornadas del alzamiento sublevado. Requerido como no puede ser de otro modo al respecto, Unamuno llega a afirmar que ve a los sublevados como una suerte de regeneracionistas resueltos en el deber de encauzar la deriva en la que se encuentra sumido el país.
Pero pronto, de nuevo la frustración versada en esta ocasión en el doble dolor procedente por un lado de la comprensión de que los intereses no eran, con mucho, los que él se imaginaba; unido a la incapacidad de aprobar unos procedimientos manifiesta y en ocasiones gratuitamente violentos, llevan a nuestro protagonista a convertirse en uno de los más férreos opositores que el régimen puede llegar a tener.

Y se trata de un enemigo sin duda muy digno de ser tenido en cuenta. Así, desde el campo de la abstracción, espacio en el que al menos en principio ha de hallarse especialmente cómodo por la naturaleza de su saber, dirige una serie de ataques cuyo resultado es del todo demoledor a la vista especialmente de las especiales aptitudes para la oratoria, que Unamuno posee, y para cuya puesta en práctica no rehúye prenda.

Tal situación alcanza su clímax el 12 de octubre de 1936. Con motivo de la celebración de El Día de la Raza, los sublevados han preparado todo para que la jornada redunde en un espectáculo de exaltación. Cuatro son los oradores a tal efecto designados: Primero, José María Ramos Loscertales, segundo, el dominico Vicente Beltrán de Heredia y Ruiz de Alegría, después Francisco Maldonado de Guevara y, finalmente, José María Pemán. Los primeros glosaron la gloria del Imperio Español, siendo Maldonado el encargado de tachar al nacionalismo vasco y catalán de haberse erigido en sendas muestras de lo que el cáncer puede hacer.
Millán-Astray responde con los gritos con que habitualmente se excitaba al pueblo: «¡España!»; «¡una!», responden los asistentes. «¡España!», vuelve a exclamar Millán-Astray; «¡grande!», replica el auditorio. «¡España!», finaliza el general; «¡libre!», concluyen los congregados. Después, un grupo de falangistas ataviados con la camisa azul de la Falange, hizo el saludo fascista, brazo derecho en alto, al retrato de Francisco Franco que colgaba en la pared.

Es entonces cuando Unamuno, que no tenía previsto intervenir, se apoya en el discurso del propio Maldonado para lanzar contra él los que habían sido sus propios argumentos. “Sabéis que yo mismo soy vasco, y a pesar de todo enseño una Lengua que vosotros mismos sois incapaces de entender. (…) Y todo porque la nuestra es una guerra incivil, vencer no es convencer, vuestro odio impide convencer, porque no deja lugar para la compasión”.
Llegados a ese punto Millán-Astray pide acaloradamente la palabra. Alguien desde el público grita el conocido “¡Viva la muerte!” Unamuno tacha de insensato tal menester, pues afirma que es lo mismo que gritar ¡Muera la vida! Lo que pone de manifiesto lo incomprensible de todo lo que está sucediendo, no solo dentro del paraninfo, sino fuera a mayor escala.

En ese momento Millán-Astray exclama irritado «¡Muera la intelectualidad traidora! ¡Viva la muerte!»

Unamuno sale vivo porque Dª. Carmen Polo le ofrece su brazo, y se hace acompañar hasta su domicilio.

Unamuno como paradoja. La existencia de una “Intelectualidad traidora”, como ejercicio de esa paradoja.


Luis Jonás VEGAS.