sábado, 26 de marzo de 2016

DE LO EXCELSO A LO INFINITO. UN CAMINO IMPOSIBLE SIN MEDIARORES

Sumidos de una u otra manera en el ambiente si no sacro, sí de una u otra manera metafísico al que estas fechas predisponen, y confieso que manifiestamente tentado a ceder al proceso de introspección contrita al que las mismas promueven; lo cierto es que siempre desde el más absoluto de los respetos, uno ha de llevar a cabo el periódico proceso del aquí y del ahora al que ya se ha acostumbrado, cediendo en este caso no tanto al olor que la cera quemada deja en la calle, como sí más bien promoviendo la activa búsqueda no ya de respuestas, simplemente de preguntas si éstas son las adecuadas, en un afán de vincular los procesos de necesidad sacra, con los parámetros evolutivos que seguramente en un tiempo más cercano de lo que podemos llegar a pensar terminen por ubicar sin el menor lugar a la duda toda esa suerte de demandas internas cuya satisfacción, aún hoy, permanece presa en la oscuridad de ese cuasi mítico torreón que, carente de ventanas y sumido en el tenebrismo, proporciona refugio a las múltiples formas que todavía hoy asume en misticismo, aún cuando éste se disfrace de complejas disposiciones tendentes a una suerte de visión transcendental.

En cualquier caso, y partiendo de la necesaria aceptación de una realidad que este caso no adopta tanto la forma de proceder, como sí más bien de hecho consumado; si algo es indiscutible es la tendencia, cuando no la necesidad, que el Hombre, a lo largo de la Historia, ha necesitado de conceder a lo intangible no ya una fuerza concreta o inconcreta, como sí más bien una capacidad no tanto de explicar sus dudas, como sí más bien de erigirse en el único camino para ser consciente de éstas.

Resulta así no ya curioso, sino que es a la sazón paradójico, el que cuanto más compleja es una sociedad, más fuertes son sus lazos con lo metafísico. Unos lazos que son tan sublimes y preciosos, que en muchos casos llegan a superar en eficacia a los procederes netamente humanos (los que para entendernos permanecen ligados a los parámetros de lo físico), para terminar abrumando al que los experimenta, que llega a renunciar a todo, por experimentar una sensación quién sabe alcanzado un momento dado si destinada a proporcionar una satisfacción para lo que resultó ser una demanda pasajera, o capaz de apuntalar una suerte de realidad en si misma que no por ilusoria, resulta menos competente a la hora de erigirse en guía para el que de una u otra manera la demandó.

Es por ello que inmersos como estamos en unas fechas especialmente propensas a ello, que resulta casi imposible abstraerse no sabemos si a la realidad, o a interpretación que de la misma osamos hacer; y es así que gustosos nos sumergimos en la corriente del río de emotividad y sensaciones que en sus múltiples formas corre ahora libre por las calles de nuestras localidades, y de manera no excluyente por las de casi cualquier terruño habitado que en este país se precie, inundándolo todo con lo que bien podría ser una transcripción pagana del compendio de instrucciones o demandas que en una ocasión un olvidado Pueblo le hizo a un igualmente olvidado dios.

Pero lo cierto es que siendo de una u otra manera es decir, respondiendo la Semana Santa a una consideración formalmente coherente con lo que hoy por hoy es la formulación oficial, tanto como sí por el contrario no es sino el resultado de la evolución de un largo compendio de devaneos y juegos en los que la Antropología, la Historia y hasta la Filosofía han jugado sus bazas, teniendo en el resultado actual mucho que ver; lo cierto es que poco importa, sencillamente porque lo que podríamos llamar resultado final es de tal complicación, y está recubierto de una pátina tan sutil, que viene a superar en sí mismo las reticencias que desde cualquier compendio previo podamos llegar a sugerir.

Sean cuales sean las disposiciones previas, que no por ello necesariamente han de erigirse en este caso  en una suerte de prejuicios, entiéndase desde una connotación peyorativa, todo lo cual nos imposibilitaría ya para seguir adelante; lo cierto es que lo que comienza a intuirse a estas alturas ya es la predisposición hacia ese marcado carácter metafísico al que tanto directa como indirectamente heos hecho alusión.

Es la Metafísica, en sus conocidas versiones si no en sus acepciones, un compendio de insatisfacciones evolutivas que, a modo de intrincado edificio, de enmarañada disposición cartográfica, se empeña en conducir al Hombre en el viaje con el que se identifica su vida llevándole de su puerto de partida, hasta aquél que acaba por convertirse en su puerto de llegada; obcecándose en invertir los marcos de actuación, confundiendo de paso al Hombre con juegos de prestidigitación en los que por ejemplo hacer pasar el azul del mar, por el azul del cielo, terminan por facultar escenarios en los que lo que antes estaba arriba, acaba ahora por estar abajo, invirtiendo con ello no solo el orden material, sino afectando de forma bastante más maliciosa a otros órdenes, como el conceptual, por ejemplo.

Sin embargo, nada de todo esto sería posible sin una suerte de predisposición, sin una especial necesidad que, vinculada sensiblemente al Hombre como mayor logro evolutivo, se empecinase en poner en tela de juicio todas esas consecuciones evolutivas a base precisamente de obligarle a éste a pasar de manera tendenciosa por lo reiterada, por toda una serie de cuestiones cuya mera existencia harían sucumbir todas y cada una de las certezas sobre las que cimentamos este edificio en el que decimos vivir, en tanto que nos sirve para interpretar la Vida.

Porque si nos detenemos un instante, podremos llegar comprender conceptos tales como los que se devengan de asumir que vivir no es sino interpretar. Interpretamos, sentimos, y con los ingredientes que de tales consideraciones obtenemos, acertamos a consolidar una existencia que por dura y resistente que pueda llegar a parecernos, no es en realidad sino un compendio elaborado por la interpretación que ¿libremente? hemos hecho de lo que surgió de nuestras sensaciones.
Así, que una de las pocas cosas que verdaderamente nos diferencian del resto de entes con los que compartimos este escenario, es nuestra capacidad para acceder, manipular, e inferir respuestas de conceptos que por su mera naturaleza trascendental, escapan por definición a los recursos tanto de interpretación como de posterior composición de que gozan esos otros que ya solo por tales carencias , han de resultarnos tan diferentes, sin que de tal diferencia haya de extraerse connotación peyorativa.

Es entonces cuando la línea epistemológica desarrollada no tanto para justificar el argumento, como sí más bien para sustentar el desarrollo de las cosas toma forma, erigiéndose en marco válido y juicioso a la hora de anticipar respuestas a preguntas tales como las que procederían de constatar el efecto que el manejo de conceptos tales como los propios del campo semántico del infinito, pueden llegar a generar en nuestra psique.
Acudiendo a Grecia, y a la sazón, cediendo al peso inenarrable de la satisfacción que proporciona argüir una vez más desde sus Clásicos; no tanto la respuesta como sí más bien una aproximación a la misma se hallaría en Platón y en su conocida Teoría de Aproximación a la Verdad por Intuición de ésta. Así, el vínculo que une al Hombre con la concepción de algo cuya existencia solo intuye, es proclive a quedar reducida al marco de la mera intuición, a saber, una suerte de percepción en la que el vínculo con el elemento externo es totalmente inexistente.
En conclusión, el aprendizaje que se produce por intuición, no es aprendizaje en tanto que tal, toda vez que el hecho o concepto aprendido estuvo siempre allí, en el interior del educando o propenso a conocer, reduciéndose el fenómeno del aprendizaje a una suerte de iluminación que habría barrido las sombras que de una u otra manera imposibilitaban al educando a restablecer el nexo con el concepto que de una u otra manera le era propio.

Es así que fechas tan marcadas como las que hoy transitamos, son especialmente relevantes a la hora de citar al Hombre con alguno de los elementos que compendian ese mágico catálogo de conceptos propensos a la magia.
Conceptos vacuos y otrora inabarcables como pueden ser lo excelso, en su relación con lo infinito, alcanzan en estos momentos lapsos de absoluta conveniencia cuando no de manifiesta precisión, mostrándose con ello como precursores de de una interpretación valiosa a la par que válida de muchas de las preguntas que se suscitan de comprobar la profundidad de algunos de esos barrancos que a nuestros pies han abierto unas intuiciones en principio poco prestas a alumbrar respuestas, sino más bien destinadas a elevar el rango de las preguntas destinadas a llamarse adecuadas.

Porque llega un momento en el que el Hombre ha perdido la linterna. El grado de evolución alcanzado se vuelve contra él, toda vez que lejos de animar con respuestas, no hace sino apabullar con preguntas cuyo mero planteamiento amenaza con sumir en la eternidad de la desesperación a cualquiera que como una vez hiciera Prometeo, ose alentar la esperanza del conocimiento.

Llora pues el Hombre una vez más al borde del abismo. Un abismo conformado por su incompetencia, su intolerancia a la verdad cuando ésta no satisface sus demandas, y en el colmo intolerante incluso a sus semejantes si éstos constituyen no ya una amenaza real, basta con que ésta sea meramente supuesta, a riesgo de saber que esa suposición procede del juicio de una mente velada por la sinrazón, inoperante por ello para emitir consideraciones razonables.

Y es de tales juicios, o más bien de reconocerse artífice de los actos que de los mismos pueden devengarse, de donde el Hombre extrae el material destinado a convertirse en la más pesada de las losas que está destinado a construir. La losa del pecado.
Surge el pecado como una condición intrínsecamente humana, precisamente porque se trata de una creación inevitablemente humana. Y digo inevitable,  porque la misma no es accidental, responde al contrario de un largo proceso destinado a confluir en la necesidad que el propio Hombre tiene de limitar sus actos, limitando con ello sus pensamientos. Porque ahora es cuando conviene recordar que se peca no solo de obra, sino fundamentalmente de pensamiento, y en lo que supone ya el colmo de lo pernicioso, se peca por omisión.
Construye de una u otra manera el Hombre su escenario, y ha de crear una estructura lo suficientemente fuerte y poderosa como para erigirse en arquitecto de los que habrán de ser los límites infranqueables para el Hombre. Límites que ni por asomo pueden estar limitados a lo material, a lo físico.

Es así que reconocemos en la Idea de Dios lo que no es sino la predisposición constructora del Hombre. Y dentro de esta creación, el pecado, como material esencial, ilustra de manera casi soez el que bien puede ser uno de los giros más retorcidos de cuantos ha sido capaz de albergar la mano del Hombre porque la esencia de la existencia de Dios, ligando ésta de manera intrínseca al Hombre, pasa por comprender que la función última de Dios es la de aportar la última esperanza, la que pasa por consolidar a un Dios de Perdón.

Es entonces que poco a poco comenzamos a vislumbrar lo aterrador del proceso. La Redención, resultado que por obra y gracia de Dios devuelve al Hombre a su estado original, o en cualquier caso al previo a la comisión de los pecados; se erige en certeza última, cuando no era sino en sí misma proceso. En un momento dado, el Hombre pierde el orden del procedimiento. Lo que era medio pasa a ser fin en sí mismo, y el drama se consolida.

Se altera pues algo más que el orden, y el proceso evolutivo basado en la elocuencia del modelo complejo acaba por enterrar en el Sino del tiempo lo que en realidad siempre fue.
De esta manera, conceptos como Piedad, Compasión e incluso perdón, son relegados a momentos exclusivos como los que en días como hoy conmemoramos; consolidando una vez más la certeza que pasa por asumir que los mismos, y especialmente las consecuencias que de los mismos pueden ser devengados, son patrimonio exclusivo del Dios que, en un gesto propio de su carácter misericordioso, habrá de derramar sobre nosotros a modo de concesión graciosa, el perdón a unos pecados cuya naturaleza no puede ser discutida toda vez que la misma es ajena a la nueva interpretación del Hombre.

Y en medio de tamaña debacle, la Música. Una Música que especialmente a través de genios como Johan Sebastian BACH y Giovanni Battista PERGOLESI, harán más llevadero el tortuoso camino en el que se ha convertido vivir, pues el mismo pasa hoy por negar al Hombre.

Convergen ambas figuras, la de Bach y la de Pergolesi, y lo hacen en algo más que en lo mero de la condición coetánea. Bach y Pergolesi son capaces antes y mejor que nadie, de captar esa ruptura que de manera aparentemente insalvable, separa al Hombre de sí mismo, en tanto que lo aleja de su condición propia, enajenando su esencia. Y no solo son capaces de captar lo antinatura del hecho, sino que son capaces de manifestarlo por medio de una creación musical genial por inabordable, al menos si nos empeñamos en circunscribir tal abordaje a los cánones convencionales.

Suponen así el catálogo de Pasiones de Bach, y especialmente el Stabat Mater de Pergolesi, la consagración definitiva del hecho por el que en el reconocimiento de lo excelso, puede el Hombre albergar alguna esperanza de reconocer su vínculo con el infinito, dejando claro que para ello no ha de renunciar necesariamente a su condición material en tanto que humana.

Inaugura Bach con su Pasión según San Juan, especialmente con el anexo de 1729, una suerte de corolario destinado a hacer de la esperanza el motor del Hombre, una esperanza que técnicamente nos lleva a identificar una nueva forma de metodología musical tan intensa y responsable que responde a su propia naturaleza, pues esta pasión inaugura un nuevo eje epistemológico; el de la pasión redentora.

Por otro lado, la habilidad que Pergolesi muestra a la hora de elevar hasta su máximo extremo el proceder propio del Stabat Mater, nos permite en este caso ubicar en un plano existencialista y si cabe muy material el dolor que una madre puede sentir al ver morir a su hijo; siendo las connotaciones propias de que esta muerte acontezca en una cruz y de manera injusta; poco menos que añadidos a la hora de aportar valor a lo que estamos definiendo.

Con todo, BACH y  PERGOLESI coinciden en el primer cuarto del XVIII para regalarnos mucho más que dos obras imborrables. Lo hacen para recordarnos o siquiera recordarnos la obligación que el Hombre tiene acceder primero siempre por métodos propios a las preguntas cuya respuesta  resulte imprescindible para concretar su propia existencia, de manera que la misma puede verdaderamente estar vinculada a la tenencia de las mismas.

En definitiva, el reconocimiento de lo excelso como forma de aproximarse a lo infinito. Y la física de la onda que hace comprensible lo etéreo de la Música, actuando como hilo conductor.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 19 de marzo de 2016

DE BACH Y LA PASIÓN, SEA ÉSTA DIVINA O NO.

Cuando el devenir de los tiempos, manifestados en la al menos en apariencia fácil forma en la que viene a redundar la cronología, pone frente a nosotros la pocas veces sencilla ocasión de traer a colación una de esas oportunidades en las que lo divino tiene ocasión de mostrarse ante nosotros como algo si cabe más grande, precisamente por proceder de la acción de un simple mortal; es cuando te das cuenta que si algo tienes verdaderamente claro es tu firme compromiso en pos de que tal hecho sea conocido.

Por eso, que la satisfacción que sin duda planea a la hora de decidir cuál ha de ser el tema en relación al cual circunscribir nuestra aportación de hoy, comprobando precisamente el enorme catálogo de posibilidades que ante nosotros se abre precisamente por estar en Pascua, viene a incrementarse de manera exponencial al comprobar que la misma coincide nada más y nada menos que con la fecha en la que venimos a celebrar el nacimiento del que muy probablemente sea el genio por antonomasia: Johann Sebastian Bach.

Lejos pues de reducir hoy las múltiples posibilidades de expresión que tal hecho nos brinda, a un mero circunloquio biográfico, dentro del cual la narración de hechos o suposiciones más o menos conocidos, compitan con alguna mención afortunada en forma de anécdota; centraremos hoy nuestros anhelos en llevar a cabo de la manera más ordenada y satisfactoria posible, una revisión del que probablemente sea el concepto que más íntimamente fluya dentro de la visión vital de Bach.

Es la religiosidad de Bach, una de las cuestiones más peliagudas y por ende más complejas cuando no de determinar, sí al menos de definir. Elemento proclive por excelencia, la compleja personalidad del compositor, de la que tenemos conocimiento no solo por el efecto que su música provoca, como sí más bien por la interpretación de los comentarios que al respecto nos regala su esposa, Ana Magdalena; van confeccionando un escenario que evoluciona de parecida manera a como lo hace el interés por la vida y la obra del insigne maestro, las cuales han experimentado un creciente retardo que viene durando ya demasiados años.

Pero antes de perdernos, si bien sin renunciar a ellas, en elucubraciones de marcado carácter subjetivo; algo que tiene que quedar magníficamente claro desde un primer momento es la diferencia que ha de establecerse entre Religión y Religiosidad. Una diferencia que no solo importa quede claro, es que sin ella será del todo imposible desentrañar el nudo en el que puede quedar contenida la obra de Bach, un nudo de cuya comprensión dependerá inexorablemente la comprensión de la faceta vital de Bach.
Puestos a definir la Religión como un enjambre de disposiciones más o menos objetivas en tanto que pueden ser categorizadas y a la sazón ordenadas; manifestaremos casi por oposición la Religiosidad como una suerte de predisposición individual, dotada por ende de un escrupuloso sentido subjetivo, a partir de las cuales es el propio individuo, se manera particular y por ende exclusiva, el que lleva a cabo los procedimientos sintomáticos destinados a lograr su vivencia de Dios.

A nadie se le escapa ya que la mera adopción de tales patrones a la hora de llevar a cabo tamañas definiciones, si es que tal concepto tiene parangón aplicado al rango de la metafísica que se halla a la base de toda la reflexión); requieren de la aceptación inmisericorde de una serie de preceptos la mayoría de los cuales resultan excluyentes, a la par que definitorios, del escenario en este caso histórico en el que la acción por así decirlo, se lleva a cabo.
Así, la Europa del XVII, pero sobre todo la del XVIII vive inmersa en un periplo de rearme si no de redefinición para la cual muchos de los parámetros hasta el momento declarados como imprescindibles, son ahora pasto de la renovación, una renovación que no es precisamente original, en la medida en la que la aplicación del contexto resulta correcta, aunque no es menos cierto que será precisamente la evolución, o más concretamente la maduración de tales la que poco a poco determine por arrastre la evolución del propio continente.

Europa huele a revolución. Una revolución que no solo no necesita ser armada (éstas son a menudo las últimas en tener lugar, y a menudo las más estériles), sino una revolución de pensamiento, dentro de la cual la redefinición del calado de la mayoría de los conceptos, promulgue y reactive una suerte de nuevas consideraciones destinadas a erigir un nuevo continente, sin que para ello haya que erradicar los parámetros en los que hunde sus raíces el Viejo Continente.
La magnitud de la revolución es clara, sin embargo necesitamos el último empuje. Necesitamos la aportación definitiva de aquella fuerza que por excelencia es universal, y que por ende llega allí donde no llega nadie. La Religión ha de tomar partido.

Pero es la Religión como ya hemos dicho, una suerte de compendio asintomático y por ende objetivo. Habremos pues de acudir a su referente subjetivo, la ya también referida Religiosidad, para poder así comprender el vínculo que ésta estrecha con el Hombre Europeo. Porque la Religiosidad está netamente unida al Hombre, cambia con él, evoluciona con él; y por ello es sensible a sus pesares, los cuales a menudo emergen por medio de la sensibilidad, a la sazón el camino elemental por el que se expresa la propia Religiosidad.
Por ello, los cambios que desde el siglo XVI son una realidad en Europa, especialmente en una Alemania que desde mediados de siglo arde bajo las acusaciones de Lutero; dan paso poco a poco a un nuevo compendio de realidades desde las cuales las vivencias, incluyendo las religiosas, abarcan no más sino nuevos y diferentes espacios interiores del Hombre.
La nueva Religiosidad hace un hombre nuevo, y requiere de nuevos espacios así como de nuevas formas en las que desarrollarse netamente. Johan Sebastian Bach no solo no será inmune a esta nueva realidad. Más bien al contrario reaccionará positivamente ante ella, poniendo sus marcadas habilidades al servicio de la misma, consolidándose, a partir de la comprensión de la responsabilidad que tales conceptos tienen, en uno de los mayores artífices del asentamiento que el nuevo orden traído por las nuevas formas de entender a Dios, logró en Europa.

Nos encontramos pues ante las condiciones de un contexto no ya propio como sí más bien premonitorio, de una Europa en ebullición. Tiene sentido, o incluso será obligado, pues estará destinado a lograr mayor impacto. No vale cualquier cosa, no en vano, ha de ser algo grande, algo magnífico. Una obra única, insigne, categórica y eterna, como es la obra de J. S. Bach. Y todo adquiere mayor sentido si esa obra es La Pasión según San Mateo.

Ubicar La Pasión según San Mateo resulta, como suele ocurrir con todo ejemplo que supone un instante cumbre, en cualquiera que sea la escenografía en la que nos movemos; una labor altamente compleja a la par que peligrosa.
Para empezar, la propia condición de Obre Cumbre lleva implícita la que se supone superación de alguno, cuando no de la mayoría, de los preceptos y conceptos que hasta ese momento se habían erigido en preceptivos para enarbolar el categórico de adscritos al categórico canon de cualquiera que sea la forma a la que estemos haciendo mención.

De esta manera, hemos de adscribir La Pasión a la fenomenología propia de la forma Oratorio.
Es la forma del Oratorio algo que lleva evolucionando desde la primera mitad del XVI, momento en que en Roma comienza a tener éxito, para exportarse luego al resto de Europa. Sin embargo, una de las consideraciones básicas a las que hemos de hacer referencia pasa por comprender que si bien esta forma de proceder musical tuvo su propia línea de desarrollo dentro de los compendios propios de la temática vaticana, evolucionó si cabe mucho más rápido, dentro de los corolarios propios de las religiosidades luteranas e incluso calvinistas. De esta manera no solo no es injusto sino que resulta incluso imprescindible hacer mención de las especificidades de las que se vio dotado el refectorio de Música Sacra luterana, la cual alcanzó cotas y niveles de belleza y ejemplaridad verdaderamente inabarcables de haber tenido que referirse a los estereotipos católicos.

Esta realidad, comprensible en tanto que tal, no solo fue asumida sino que más bien fue adoptada con gran satisfacción por un Bach que de manera auténticamente novedosa aplicó precepto formales no sacros, a músicas directamente destinadas a conformar repertorios sacros, llegando a introducir en Misas y en Cantatas sacras, partes olvidadas o a las que había renunciado, de obras laicas, incrementando de manera brutal el campo de las emociones a las que esta música hacía mención.

Y si tal proceder resulta relevante dentro de las cantatas, qué decir de lo conseguido con La Pasión según San Mateo como exponente máximo.
La introducción de tales preceptos, desde el punto de vista observados, y dentro del contexto conocido; nos llevan a tomar La Pasión como una obra que supera con mucho la mera dramatización de un texto sacro, para tener que reconocer que estamos ante una muestra cercano a lo operístico.
Así, si bien como ocurre con las formas tradicionales de pasión, cercanas al responsorio cuando no al motete; los recitativos proceden directamente del texto del Evangelista; no resulta menos cierto que el resto de la composición afronta de manera valiente e innovadora una nueva forma de exponer los hechos; una nueva forma en la que la musicalidad supera para enriquecer, lo que estaba destinado a ser una enumeración de un hecho sobradamente conocido, que al contrario alcanza ahora una magnitud nueva e irrenunciable.

Estrenada en la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig en el Viernes Santo de 1727; la obra fue usada por su autor en otras tres ocasiones, pasando a dormir un largo sueño del que no despertaría hasta 1829, momento en que fue rescatada, como el resto de la obra del compositor; por un joven Félix Mendelssohn. La causa, un exceso de libertad y virtuosismo que ya mereció la crítica de sus contemporáneos.

Esperemos que no sea óbice sino a lo sumo una motivación más para disfrutar hoy de una obra que ciertamente, no tiene parangón.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 12 de marzo de 2016

FERNÁNDEZ DE MORATÍN: LA CONSTATACIÓN DE QUE EN ESPAÑA LA ILUSTRACIÓN NI DA PAN, NI QUITA PENAS.

Acostumbrados como estamos, y sin duda no por andar sobrados de ejemplos, a que sean los hechos por sí mismos los que hablen de sus autores; y sea precisamente la unión de ambos, unas veces impía, otras gloriosa, quien determine la sanción histórica merecida por el momento histórico refrendado si no descrito; que acudir hoy al comienzo destinado a indicarnos siquiera someramente la forma de proceder, y encontrarnos no con un protagonista, sino con uno de los llamados cronistas, en tanto que destinado a contar o relatar los hechos devengados de la acción u omisión de los anteriores; que habrá sin duda generado revuelo. Preocupado habría pues de estar, si de verdad no ha sido así.

Nos disponemos no a hablar, pues tal menester encontraría en este caso una excesiva dificultad si del mismo dependiera la justicia de relatar con coherencia los logros de este hombre; en tanto que de la misma, de su obra, podría bien depender la comprensión de una época. Y desde luego que no se trata de una época sencilla, si es que este país ha gozado de alguna que merezca tal consideración, ¿o habría que decir “desconsideración”?

Habría de bastar con citar la fecha de su nacimiento, 10 de marzo de 1760, para comenzar a comprender, cuando menos a intuir, el estado de las cosas en las que Leandro habrá de desarrollar su arte, con el cual no hará sino conjeturar sobre el estado de las cosas, sobre el estado de España. Porque a España, especialmente en esta época, no se la comprende, sencillamente se la ama.
Hijo de otro literato que no por famoso puede evitar, si es que tal hecho puede hoy o entonces suponer alguna suerte de humillación, que su hijo le supere en fama y gloria; lo cierto es que Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN habrá de destacar no solo por el peso y el bagaje de su florida creación literaria, en la cual tocó todos los palos; sino que como suele ocurrir en un periodo como el que le tocó vivir, dinámico y cambiante, el mero hecho de vivir con coherencia, siquiera con disposición para la responsabilidad política y social, conllevan una suerte de planteamientos y posicionamientos inexorablemente destinados a labrar con letras doradas el paso por la historia de aquél que tal epitafio merece.

Vivir en la segunda mitad del XVIII en España es, en sí mismo, una aventura; pero hacerlo desde el privilegiado punto de vista que proporciona el estar dotado con una de las plumas más voraces no ya del momento cuando sí más bien de la historia, ha de predisponerte sin duda para erigirte de una manera u otra, no solo en cronista de la historia, sino en claro protagonista de la misma.
Enmarcado, algunos dirán que limitado, por los sin duda estrechos clichés del momento; los criterioso de ubicación tanto espacial como temporal de Leandro Fernández de Moratín resultan extremadamente claros, tanto que bien cabría decirse que el amplio abanico que viene determinado por la manifiesta indeterminación que en este caso afecta a España, abocan de manera en apariencia inevitable a nuestro protagonista a abordar con la brillantez de la grandeza la práctica totalidad de las disposiciones en ese momento vigentes.

En una España por entonces sometida una vez más a las tensiones propias no tanto de un momento histórico, como sí más bien a las procedentes de la interpretación que del mismo una vez más se llevan a cabo en los escenarios y mentideros a tal fin festejados; la falta de previsión en unos casos, y el exceso de meticulosidad en otros, amenazan otra vez a España con perder por enésima vez el tren de la historia. La Ilustración, más que un fenómeno histórico, una obligación, amenaza seriamente con pasar de largo. Y de ser así, el precio que habría de pagar España sería tan elevado, que definitivamente no estamos seguros de que ni todo el oro del Tesoro Público resultar suficiente.

Es la España a la que nunca se acostumbran los grandes, con Moratín entre ellos, una España falsamente adelantada. Para poder hacernos una idea, es la España que estuvo a punto de permitirse el lujo imperdonable de haber perdido a Jovellanos cuando éste pareció destinado a hacer carrera en la curia, es la España que añoraba su pasado, porque era incapaz de comprender su presente. Y todo porque los que se decían gobernantes, parecían embarcados en una permanente huída hacia delante escenificada en el planteamiento forzado de un eterno futuro.

Es la España de la permanente contradicción. La contradicción que queda perfectamente descrita, a la sazón determinada, por los considerandos que derivan de esa frase tan española, la del ni comer ni dejar comer, que como un lastre indefinido, por infinito, impide la definitiva llegada del progreso a España.

Y será precisamente de la comprensión de tales parámetros, así como de las circunstancias que a los mismos vienen asociadas, de donde podremos extraer la certeza que nos lleva a considerar hoy como necesario citar con la historia al que ha sido llamado hoy a ser nuestro protagonista.

Porque nadie como Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN para encarnar los valores que sin duda han de dar forma al que habrá de resultar en modelo hacia el que queremos tienda la tal vez mal llamada Idea de España.

Es la Idea de España, por entonces poco más que un proyecto. Pero se trata sin duda de un proyecto extremadamente atractivo. Como ocurre con el proceso destinado a llamar la atención de una mujer inteligente, el proyecto de la Idea de España debe su excelso atractivo a la única certeza que a priori queda clara, la que parte de la comprensión de que solo el exilio será el premio que recibirán quienes fracasen en la encomienda.

Otros, como el propio Jovellanos, lo intentaron, y cuando nos detenemos a considerar no tanto sus logros, como sí más bien el precio que en pos de los mismos hubieron de pagar, encontramos el mismo perfectamente descrito en hechos tales como los de comprender que precisamente tal día como hoy, en 1801, fueron condenados a sufrir pena de presidio decretada nada más y nada menos que por un tribunal de la Santa Inquisición, institución que más allá de merecer por sí misma crítica o devaneo, debe más bien ayudarnos a entender no tanto el estado como si más bien la idea que de sí misma tiene la propia España, cuando sigue, continuará durante algún siglo más haciéndolo, dando cuartel y vianda a una institución de este carácter y designio.

Será pues que una vez constatada la renuncia a esclarecer la senda por otros medios, que habremos de dejar brillar los escenarios que otros, y especialmente el propio Moratín nos regalan. Unos escenarios en los que no solo la ruptura con el pasado; pues todavía los hay que añoran sobradamente el estilo y los procederes por ejemplo de Calderón de la Barca; sino más bien la neta y completa apuesta por el futuro, parecen ser en este caso pioneros en la designación del camino que habrá de empecinar a quienes de verdad desean no tanto su propio beneficio, como sí más bien el beneficio de España. Beneficio que en este caso tiene un solo proceder, el del progreso.

Nos encontramos entonces, o mejor resultaría decir, definitivo, con un proceso de avance que hunde profundamente sus raíces en la ruptura que supone la definitiva exoneración de traumas y dislates procedentes del aparentemente imprescindible recuerdo del que bien merecido tuvo llamarse Siglo de Oro. Así, no solo los modos sino por supuesto las estructuras propias de tal época, saltan por los aires en tanto que se ven superadas, sencillamente porque los temas a los que las mismas hacían alusión son igualmente superados. La España de la que hablan MORATÍN y sus contemporáneos no es la mima que la España de la que Calderón cifró sus menesteres, y como sus verdades son diferentes, diferentes han de ser las formas destinadas a cubrir tan nobles a la par que no menos hermosas crónicas.
Será así pues que nuestro protagonista se verá de lleno en el escalafón no solo de los destinados a contar, sino que contando se convertirá él mismo en uno de los protagonistas del tiempo que le es propio.
Un tiempo en el que las nuevas necesidades han conducido a nuevos derroteros. Otras son las demandas, y por ello han de cambiar las formas de satisfacerlas.

Porque la satisfacción es, en sí misma, otra muestra del profundo cambio al que estamos haciendo mención. La satisfacción, entendida como el recurso de lo etimológicamente no imprescindible, en tanto que no necesario, marca de manera inexorable el fecundo devenir, pues todo lo que está por venir, más que estar dotado de novedad propiamente dicha, abunda en el hecho de no contar con el lastre de la necesidad presente en todo lo que hasta entonces se hacía.

El teatro irrumpe definitivamente no tanto en escena, como sí más bien en la historia. Y lo hace en la medida en que los grandes,  en especial Moratín descubren en el mismo ingentes facultades para el desarrollo tácito de aquellas funciones a las que en el periodo parecen destinadas las Artes.
Se recrea pues el teatro en la función didáctica, la propia, o al menos así lo determinan, los que dictan los cánones del nuevo proceder, los cánones desde los que diligentemente reconocemos lo que se ha dado en llamar teatro neoclásico.

Con una función específicamente destinada a explotar la gran aceptación que entre la sociedad, especialmente entre las clases medias, tienen la representaciones teatrales, el Neoclasicismo irrumpirá con gran éxito al servir de catalizador para promover la expansión de las Ideas Ilustradas. Para ello, se promoverán grandes cambios que afectarán tanto al fondo como a las formas. Así por ejemplo, las obras quedarán estructuradas en tres actos, limitándose así mismo la duración de la acción a un periodo que no podrá abarcar más de veinticuatro horas; todo lo cual promueve escenarios y contextos netamente comprensibles en tanto que verosímiles, cercanos por ello al público.

Con ello que su gran obra: El sí de las niñas, se erige en el perfecto ejemplo de lo descrito, contextualizando todo lo dicho hasta el momento, y justificando a partir d su lectura, si es que alguna duda podía quedar, el que Leandro FERNÁNDEZ DE MORATÍN, nos haga detenernos hoy un instante en nuestro camino, para hacernos reflexionar sobre alguna de esas ideas que por eternas, a menudo son víctimas del sobreentendido.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 5 de marzo de 2016

ANTONIO VIVALDI. MUCHO MÁS QUE “LAS CUATRO ESTACIONES”.

Acostumbrados cuando no convencidos, aunque solo sea por reiteración, de que el contexto guarda una particular cuando no determinante relación a la hora de cifrar los aspectos que se dan cita de forma permanente y habitual en los escenarios destinados a converger en ésta, la que ya es nuestra habitual cita; lo cierto es que da un poco de reparo, cuando no abiertamente de miedo, el tener que enfrentarnos, más que asumir, la necesidad de llevar a cabo la constatación, cuando no el merecido homenaje, a una figura de la trascendencia que representa Antonio Lucio VIVALDI.

Alumbrado en Venecia, un cuatro de marzo, concretamente el que habría de discurrir bajo las exclusivas a la par que excluyentes connotaciones del año 1678; Antonio VIVALDI parecía desde un primer momento destinado a vivir una vida convencional, si es que lo que le era propio a un autóctono veneciano dentro de un periodo de la importancia del que por algo más que capricho cronológico había de serle propio a VIVLADI, podía de alguna manera considerarse como propio, cuando no a la sazón, convencional.

Enmarcadas las naturales vivencias de nuestro genial compositor ¡Cómo no! dentro de los considerandos que habían de serle propios a la ciudad en sí mismos; lo cierto es que podemos albergar cierta suerte de esperanza en pos de pergeñar alguna suerte de consideración en relación a la suerte del hombre, vinculando ésta a la propia de la ciudad que le es propia.
Hemos así pues, si queremos no ya entender, sino a lo sumo intuir la Venecia de finales del XVII, como una ciudad en decadencia, centrando o más bien enmarcando los matices de tamaña consideración en los propios de una ciudad que habiendo vivido hace aproximadamente un siglo, su periodo de máximo esplendor; se resiste ahora de forma abierta y por qué no decirlo, magistral, a perder no ya tal consideración, luchando pues de manera evidente por medio de un comportamiento a menudo delirante dedicado al firme propósito de mantener no ya el recuerdo de lo que fue una elevada consideración en todo el mundo; sino a justificar la ilusión del mantenimiento del mismo.

Si bien los intentos resultaron vanos tal y como la historia se ha encargado de demostrarnos, no es menos cierto que la gallardía por no decir la excelencia con la que Venecia llevó a cabo el empaque de su desgracia, nos permite abordar el procedimiento destinado a albergar que no a definir el contexto de la realidad que le era propio a VIVALDI desde una suerte de consideraciones en las que adopta especial relevancia el papel que en el sostenimiento del alto nivel, decide jugar toda la población de Venecia.

Desde tal perspectiva, hemos de dibujar con mayor o menor destreza las líneas que nos permiten intuir una ciudad que habiendo sido mucho más, se resiste a perder lo que le queda, de parecida manera a como los canales que le son tan propios se resisten, una vez alcanzado el alba, a dejar escapar la escurridiza niebla la cual es conocedora única, en tanto que único testigo, de multitud de sucesos algunos de los cuales bien podrían estar destinados a cambiar el trazo grueso de una Europa cuyo presente comienza a revelarse como definitivo en aras de intuir el futuro que parece neta sazón del destino.

El destino, primera y desde luego no última aparición de una fuerza que en el caso de VIVALDI sin duda escribirá, o en determinados casos ayudará a reescribir, cuando no a corregir, ciertos aspectos de una vida no tanto azarosa como sí más bien diversa, en ocasiones sometida a contradicciones que de no ser objeto del merecido y cuidado estudio, bien podrían conducirnos de manera inexorable hacia el error en forma de toma de consideración demasiado superficial de los avatares destinados a conformar una vida que tiene de todo, menos superficialidades y avatares.

Nacido así pues en el seno de una familia de lo que en el momento sería adecuado considerar de humilde, tal hecho, junto al en este caso particular de contar con un padre amante tanto de la música, como de la interpretación de la misma, se confabularán de manera inevitable para conformar, ahora sí, el que parece inexorable camino trazado para nuestro protagonista.
Para entender cuando no el significado, sí más bien el sentido contextual que tales consideraciones aportan, no está de más el definir el papel que el espacio histórico ha de jugar a la hora de vertebrar las conductas que habrán de serle propias al que es el primogénito de nueve hermanos, cinco de ellos varones; con el añadido hecho a instancias expresas de su padre de ser el único con dotes para la música.

De tal manera, que el ingreso en la curia era algo evidente, por no decir inevitable. Pero ¿pondría tal consideración en peligro el desarrollo de la proyección creativa y compositora de la que nuestro protagonista había hecho desde muy pronto gala? Tal y como las pruebas demuestran, no. Mas en el caso que nos ocupa además tal consideración, lejos de erigirse en un obstáculo, acabará jugando un papel determinante por lo positivo.

En una ciudad que tal y como hemos intentado describir, vive sumida en una permanente fiesta, las tentaciones que en el campo de la creación artística, y más concretamente en el terreno de la música se abren para alguien con disposición son tan evidentes, que han de servirnos como poco para inferir la cantidad de espacio creativo que alguien de la talla de VIVALDI puede llegar a acumular.
En una suerte de histeria traducida en ejemplos tales como el que resulta de constatar que durante un año entero la ciudad no tuvo un solo día nefasto, resulta de obligado cumplimiento si no la comprensión de las motivaciones que llevaban a Venecia y a los venecianos a vivir en tamaña vorágine, sí cuando menos a tratar de abarcar el ritmo con el que habían de trabajar los creadores destinados a alimentar tamaño escenario.
De parecida manera a como el Circo de Roma, a la sazón la única ciudad competente para luchar en brillantez y opulencia con Venecia; tuvo en su momento problemas para surtir de guerreros y bestias exóticas las festividades en el año de Trajano; así Venecia sufría entonces la demanda permanente no solo de compositores, sino fundamentalmente de obras.

Y ahí estaba entonces VIVALDI, más que dispuesto a surtir de las mismas tanto a la ciudad, como fundamentalmente a sus habitantes, en última instancia los destinados a disfrutar de las mismas.

Porque si para tratar de comprender a VIVALDI, la creación que le es propia resulta el medio más adecuado; ésta aparece si no condicionada, sí al menos limitada, por el que llamaremos espacio cultural veneciano, en el cual habrá no solo de integrarse, sino con el que habrá de lidiar.
Un espacio hacia cuyo acceso cabría esperar que la condición de sacerdote que no debemos olvidar ostentaba VIVALDI, resultase determinante a la hora de conciliar su irrupción por medio de la estructura más propia, a saber El Oratorio; pero que de manera tan sorprendente como gráfica, fue desde un primer momento desarrollada desde las específicas y a la sazón inagotables características propias de la Ópera.

La Ópera, el género por excelencia, o en cualquier caso el que desde su nacimiento por medio de MONTEVERDI había no solo cautivado a lo melómanos, sino que había venido a construir un espacio propio desde el que vislumbrar el futuro resultaba no solo sencillo, sino más bien absolutamente esperanzador.
Y hacia tales consideraciones condujo presto su nave nuestro protagonista. Y no solo lo hizo como compositor, sino que en el terreno de la empresa, como administrador de teatros y diseñador de espectáculos operísticos, llevó a cabo VIVALDI la extensión de un legado del que aún hoy no somos netamente conscientes en tanto que tal y como demuestran las sorpresas a las que nos conduce el descubrir todavía referencias nuevas en investigaciones documentales, nos inspiran a la hora de pensar que mucho permanece a día de hoy todavía oculto.

Así, la comprensión no tanto de una ciudad como sí más bien de los ambientes desde los cuales afrontar la aproximación a la naturaleza que es propia en tanto que describe a los que le son propios, ha de hacerse por medio de la introspección de los lugares que con mayor presteza resulta calificativos del momento al que hagamos referencia. Y en este caso, los Teatros de la Ópera se ponen en seguida de manifiesto como los lugares más adecuados para llevar a cabo las consideraciones destinadas a describir con solvencia los avatares del momento. Como consideración, constatar hasta qué punto el bajo coste de las entradas, unido al hecho de que en su interior estaba permitido comer y beber, componían un escenario en el que de manera sincera tenía lugar el encuentro de todos los estratos sociales que componían la trama veneciana. En ellos se llevaban a cabo encuentros y conversaciones, así como la toma de todo tipo de decisiones la mayoría de las cuales tenían lugar mientras cantantes de más o menos renombre se defendían en cantos que en la mayoría de las ocasiones solo resultaban del interés del público al llegar a las Arias.

Pero sería injusto, o cuando menos escaso, no referir siquiera brevemente la gran aportación que al mundo instrumental llevó a cabo VIVALDI.
Interprete más que brillante del violín, VIVALDI llevará a cabo una revolución en lo concerniente a la manera de escribir música para este instrumento. Revolución que acabará por afectar a todo el universo musical.
Habiendo de traer a colación en pos de comprender lo dicho, el hecho de las grandes aportaciones que para la nueva concepción de la orquesta llevará a cabo VIVIALDI; las nuevas concepciones que para el vínculo a establecer entre orquesta y solista redefine nuestro compositor; determinan un nuevo universo cuya máxima comprensión pasa por asumir la superación de los paradigmas desde los que hasta el momento se había comprendido siempre la relación entre el violín como gran solista, y la orquesta. Así, si hasta este momento esa relación se cifraba en términos de supervivencia (el violín como solista había de luchar por no morir arrasado por el tumulto del resto de instrumentos), con VIVALDI esto cambiará. Ahora el uso del Lenguaje Musical dará más que preponderancia al solista. En este caso el violín se enfrentará a la orquesta en una suerte de duelo fraticida, de cuya suerte dependerá el éxito de la obra interpretada, en su más amplia expresión.

El modelo no solo triunfa, sino que pronto se extenderá a otros instrumentos que por medio de tamaña innovación pondrán de manifiesto sus características a la hora de ejercer como solistas. Rápidamente el viento metal, la madera, e incluso el órgano que en este caso recupera cierta prestancia de su pasado ya olvidado; se erigen en magníficos recursos musicales,

De este modo, acudimos hoy a una suerte de justicia destinada a traer de nuevo a colación la figura de un hombre que de forma lamentable, quién sabe si precisamente por los éxitos que en vida obtuvo, ha pasado poco menos que desapercibido, hasta que a partir de 1950, coincidiendo con la primera grabación del que es su concierto más conocido “Las Cuatro Estaciones”, el esfuerzo de musicólogos y melómanos acabó por rescatar del ostracismo, impidiendo con ello el drama que podría haber supuesto la pérdida irrenunciable de la comprensión de un momento histórico sin parangón; lo que sin duda hubiera ocurrido de no haber sido recuperado el que llamaremos Espacio VIVALDI.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.