sábado, 25 de junio de 2016

DOSCIENTOS AÑOS DEL AÑO SIN VERANO.

Llamamos Cultura a la acumulación de conceptos que, de manera más o menos ordenada pueden, y de hecho sirven, para determinar, cuando no decidir, los que a su vez han de ser los modos cuando no procederes, dentro de los cuales habrán de conducirse los que ya sea de manera voluntaria, o como en la mayoría de ocasiones ocurre, de forma realmente inconsciente, deciden formar parte, o sencillamente poderse a sí mismos identificarse, como parte de un grupo.

Pero tal y como ocurre en la mayoría de ocasiones en las que lo tratado resulta interesante, y por supuesto en todas en las que lo concluido tiene visos de llegar a trascender en el tiempo; lo cierto es que la paradoja, entendida en su máxima extensión o sea, como la concesión de una conclusión inteligible si bien del todo opuesta a lo perseguido con lo que supuso el inicio de la reflexión, viene a emerger con galopante intensidad al obligarnos a constatar un hecho curioso: Todo proceso de integración lleva en realidad a la exclusión (la que se pone de manifiesto cuando de manera no ya consciente sino abiertamente intencionada, dejamos fuera del ente creado a todos los que en el fondo consideramos indignos de formar parte del mismo, indignos de acompañarnos…)

De acompañarnos en un viaje que en esta ocasión no será de descubrimiento, si bien tal vez en su transcurso sí tengan cabida algunas de las más espeluznantes aventuras. Un viaje que no será de investigación, pues al tener su objetivo puesto en el pasado, que no en el futuro, a priori todo lo nuevo parece haber sido ya objeto de análisis. ¿O en realidad no es así?

No serán así pues necesarios para irrumpir en nuestro viaje ni la sagacidad, ni el deseo de aventuras, ni por supuesto la intención de regalar al mundo nuevos territorios, ni de legarle nuevos descubrimientos o artilugios. Sin embargo equivocado está el que piense que por arrumbar nuestro barco manifiestamente hacia el pasado, el viaje estará libre de peligros, comete un grave error, un error que bien puede acabar describiendo el destino de tal viajero como el de aquellos que hoy descansan bajo la blanca piedra y las doradas letras que indican el punto donde al menos su vida terrenal se detuvo.
Porque no ya solo esas, sino todas las capacidades que seamos capaces de reunir, no servirán para garantizar el éxito de una empresa que responde a la pregunta del dónde en Villa Diodati; y en lo referido al cuándo: junio de 1816.

Supongo que por no estar definido el término podríamos denominar como Egocentrismo temporal, a la circunstancia para nada casual, pues los efectos de la misma se pueden identificar en cualquier época; según la cual, los hombres tendemos a definir como originales cuando no como propios, acontecimientos que en realidad no lo son tanto.
Por ello, la excepcionalidad que por aquel verano inexistente de 1816 un selecto grupo de jóvenes decidió otorgar a las sin duda esperpénticas condiciones vinculadas al tiempo atmosférico; lejos de estar justificadas, promovieron en cualquier caso las condiciones contextuales que, junto a lo espectacular del marco, redundaron en lo sin par del momento, convirtiéndose pues el instante, en el propicio a la par que en el premonitorio, para poder afirmar que sin lugar a dudas, algo impresionante estaba a punto de ocurrir.

Para saciar la sed de los que todavía necesitan apostar en relación a la satisfacción de poder afirmar la identidad de los llamados a ser nuestros protagonistas; pero sobre todo para satisfacer el ego de los que ya hacen restallar la punta de su lengua en un gesto no sabemos bien si de fruición por saberse destinados a estar entre los elegidos, o de placer ante la constatación de lo que está por venir; enumeramos entre los presentes a una joven Mary GODWIN, a su pareja, el a pesar de todo casado, Percy Bysshe SHELLEY. También se encontraba la hermana, aunque en realidad habría que decir hermanastra de Mary, Claire CLAIRMONT, amante de Lord Byron, quien precisamente se encontraba en el lugar pasando una temporada. Lo hacía en compañía de alguien que a priori parecería estar destinado a pasar desapercibido, cuando no a convertirse en un personaje secundario. John William POLIDORI, que en su condición de doctor, amigo, y co-celebrante de todos los éxitos de Byron, estaba en realidad especialmente convencido de las bondades que el momento y el lugar estaban por aportar.

Sin embargo, de tener que producirse, tales expectativas habrían de manifestarse en un escenario ajeno al que los jóvenes habían previsto cuando promovieron tan maravillosa salida. Así, las jornadas de descubrimiento, las caminatas en pos de fundirse con lo salvaje de la Naturaleza, incluso los paseos en torno al Lago de Ginebra todo, absolutamente todo, sucumbe como lo hacen los logros atribuidos a las falsas promesas, cuando han de verse sometidas al juicio inconmensurable de un clima que la propia Mary nos cuenta: “Húmedo y poco amable, la lluvia incesante nos obligó a encerrarnos en casa durante días”.

Unos jóvenes libertinos pero ante todo excéntricos y por encima de todo, intelectuales; encerrados en una Villa. La lluvia repiqueteando en el exterior, acompasando con su caer la melodía de lo que bien pudiera ser el presagio del lamento que la plañidera entonara como anuncio de lo que, inexorable, está por venir… ¡Sin duda que esperar un espacio-tiempo más evocador, sin disponer de antemano las variables que lo configuran, se me antoja imposible! Siempre que no consideremos que la erupción del volcán Tambora, acontecida en abril de aquel año y cuyo bramido lanzó a la atmósfera la cantidad suficiente de cenizas y gases para lograr borrar aquel verano, procediera de algo más que una mera circunstancia ambiental.

Sea como fuere, las circunstancias eran más que propicias, de hecho, el propio POLIDORI nos describe algunas de las veladas que bajo las connotaciones descritas, acontecieron: “Después del té, a las doce en punto empezamos en serio a hablar de fantasmas. Lord BYRON recitó los versos de “Cristabel”. Se hizo el silencio, fue entonces cuando profiriendo aullidos realmente sobrecogedores, SHELLEY se echó las manos a la cabeza y salió corriendo de la sala con una vela”.

Cierto es que el láudano corrió sin rubor en aquellas jornadas, dotando de contexto a las propias veladas. Mas no es menos cierto que muy probablemente sin la inestimable colaboración que del mismo se espera, los logros que por entonces se alcanzaron, hubieran sido imposibles. Así, el efecto que los versos de Samuel TAYLOR COLERIDGE, en lo que suponen la primera aparición de vampiros en la Literatura Inglesa; vinieron a surtir en SHELLEY, parecen insuficientes por sí solos para generar en la misma el cúmulo de emociones, visiones e interpretaciones destinadas a albergar la iluminación de lo que será sin duda su gran creación, a la vez y muy probablemente la más genial de las creaciones del movimiento que en definitiva, estamos describiendo: “Ví, con los ojos cerrados, aunque con una nítida imagen metal, al pálido estudiante de malas artes , de rodillas junto a la criatura que había armado. Vi al horrible fantasma de un hombre extendido y que luego, tas la obra de algún extraño motor poderoso, cobraba vida, y se ponía en pie con un movimiento tenso y poco natural”.
Asistimos pues al parto de FRANKENSTEIN. Ha nacido la novela gótica.

Si bien es cierto que las primeras líneas escritas y dignas de considerarse las iniciadoras del género lo fueron en el XVIII, albergadas en la obra de Horace WALPOLE “El Castillo de Otranto”; no resulta menos cierto que la carga emotiva que surge de la mezcla de ficción, suspense y miedo, mucho miedo, que en definitiva describe y convierte en única a la que llamaremos novela gótica; desarrolla toda su predisposición en la única época en la que podía hacerlo, en el siglo XIX.
Sin perder ni un instante en discutir si es el momento el que determina al género, o es éste el que describe las circunstancias de un determinado momento; lo único cierto es que el episodio que se desarrolla en torno al momento ginebrino evalúa como propio por integrador todo lo que se circunscribe en torno a las variables llamadas a caracterizar al género gótico. Así, castillos y casas abandonadas, tormentas, ruinas envueltas en brumas, sugerentes acantilados y escenarios junto al mar llamados a adquirir “otro valor” por la conjura que les aportan la nueva lectura de viejas leyendas; en definitiva, todo lo que parece estar llamado a describir el ambiente de la novela gótica, se manifiesta en realidad dentro de un auténtico escenario gótico.

Pero hay algo más. Ha de haberlo. De no ser así, cómo entender no ya el éxito, sobre todo la pervivencia que el género disfruta, así como su periódico resurgir.
Obviamente, se trata de una literatura propia del hombre. Puede parecer contradictorio pero, la novela gótica no expresa condicionantes externos (no supone un viaje de descubrimiento hacia el interior). La novela gótica comprende una apuesta por lo oscuro, un viaje de introspección para el cual el protagonista ha de estar dispuesto a lidiar con monstruos cuyo peligro estriba en que proceden de uno mismo, de manera que la opción de la sorpresa queda inmediatamente descartada en tanto que mirar a los ojos del monstruo, obliga a asumir la posibilidad de toparnos con el monstruo que cada uno de nosotros lleva dentro.
Hay que asumir por ello que se trata de algo más que una estética determinada, aunque perfectamente trazada. La novela gótica supone un levantamiento en toda regla pero, un levantamiento, ¿contra qué? Pues un levantamiento contra el modelo racionalista impuesto por El Siglo de las Luces. Dentro de esa continua contradicción que inspira al hombre, la cual se materializa en la obtención de permanente energía evolutiva a base de ir de un lado a otro, alimentando pertinazmente y de forma alterna en lo que a periodos temporales se refiere, teorías entre sí inabordables; la novela gótica constituye la derivada gore del Romanticismo. Mientras éste se enfrenta al marco teórico de la Razón; lo gótico se sobra regurgitando sobre el fracaso que en definitiva esconde el exceso de pensamiento, lo peor que encierra el hombre, sus vísceras. El Romanticismo es una necesidad del hombre, en tanto que responde de manera ordenada a una determinada necesidad ambiental. El aullido y la sangre, presentes en el escenario gótico, no serán por ello menos contingentes.

Y como prueba de tal necesidad, la rapidez con la que los logros alcanzados por “El Grupo de Ginebra” se extienden por Europa. Como en una metáfora infecciosa, el caudal de los ríos que riegan el continente, transmiten, tal y como Erasmus DARWIN describió al principio de toda esta fabulación, el oxígeno hasta el cerebro de la bestia, del engendro. La sangre, canalizada ahora por ríos, nos juega la mala pasada de hacer pasar por ángeles a los que en realidad siempre fueron orgullosos de ser demonios. De manera casi fugaz, toda Europa da positivo por la infección gótica. Sin discutir por supuesto el epicentro anglosajón, SCHILLER manifestará síntomas inequívocos dentro de la Alemania Romántica, sin menospreciar los retazos que de la misma presentan E.T.A. HOFFMAN y Heinrich von KLEIS. El poeta NERVAL, e incluso el propio MARQUES DE SADE, reinterpretan el género en Francia; mientras que señales inequívocas del mal aparecen en la Rusia de PUSHKIN y GOGOL.
Pero el giro definitivo se lo da POE. El genio americano está llamado a proporcionar el anclaje desde el que el género dará el salto definitivo. El denominado “Romanticismo Oscuro”, el que compartiendo la ambientación hasta ahora descrita, trae el miedo a escena desde dentro, pues serán las distintas interpretaciones que de un mismo hecho se llevan a cabo, las que demuestren que la sensación de miedo surge de la introspección, de la experiencia que del mal cada uno de nosotros tiene, resultando que el susto procede de la sorpresa que para cada uno de nosotros supone el reencontrarnos con el monstruo que creíamos haber dejado atrás, que creíamos haber superado.

Pero no es así, nunca es así. De hecho, si tenemos paciencia y valor, todos los días podremos reconocer en nuestro derredor el gélido ambiente propio del que Víctor FRANKENSTEIN se ve rodeado cuando en el transcurso de la más que penosa expedición por el Polo Norte en pos de las huellas que deja su creación, termina por comprender que su ruina, de producirse, no será sino la ruina de toda la Humanidad.

A lo lejos, un aullido. Ladridos de perros que son violentamente acallados y, de fondo, la certeza de la eternidad en forma de hambre y sed, o peor aún, de remordimiento, lo único que jamás puede ser acallado.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 18 de junio de 2016

ELSILENCIO COMO DELATOR.

En la semana en la que se ha cumplido el 39º aniversario del retorno de España a la normalidad democrática, lo cierto es que pocos, por no decir ninguno, han sido los procedimientos puestos en práctica no sé muy bien si para conmemorar, o siquiera para recordar lo que tal hecho denota.

Cierto es que sin ser demasiado de celebraciones, viviendo como lo hacemos en una sociedad tan complicada como lo es la nuestra, a menudo resulta necesario llevar a cabo manifestaciones cuyo objetivo no está en buscar recelos, ni siquiera concepciones demasiado refinadas. Se trataría a lo sumo de redundar no tanto en el conocimiento que respecto del pasado se tiene, como sí más bien de provocar en nuestro derredor un instante de reflexión destinado a constatar qué reflejo de lo logrado con el sacrificio de ese pasado, sobrevive en el presente.

Porque cuando aquel 15 de junio de 1977 España volvió a vestirse de elecciones, al contrario de lo que se puede llegar a imaginar pocos, muy pocos, eran en realidad conscientes no solo de las connotaciones que con arreglo al pasado entraban en liza ante tamaña decisión, sino más bien de las que vinculadas al concepto responsabilidad, podrían devengarse con arreglo al futuro, en lo que concierne a la lectura que con arreglo en este caso hacia el futuro, podría llevarse  a cabo. Dicho de otro modo, de poderse extraer una mínima consideración de fiasco a la hora de juzgar ya fuera junto o por separado, cualquiera de los entes que conformaban el procedimiento, a nadie le cabría la menor duda de que las consecuencias para el futuro serían demoledoras.

Más de cuarenta años de forzado silencio quedaban conjurados de manera aparentemente sencilla aquel 15 de junio de 1977. Si bien afirmar de manera categórica que España volvía a la senda democrática sería adoptar una postura de riesgo (si el análisis se lleva a cabo con los ojos del aquel momento), o ventajista (si el mencionado se hace desde la actualidad); lo cierto es que la calidad del paso dado supone, en sí mismo, un logro de una magnitud que bien merece por si solo el refrendo de detenerse unos instantes en pos de constatar las implicaciones que por ende y como valor propio, el hecho tiene.

Porque en esos cuarenta años muchas fueron las cosas que murieron, y otras tantas las que fueron (o no), enterradas. El pragmatismo, vestido de hambre, había devorado a la ilusión. El rencor había desterrado a la memoria. Y la peor de las mentiras, aquella que resulta de disfrazar los hechos con el velo de las medias verdades, había logrado imbuir a la sociedad en una suerte de estado catatónico en el que el mantenimiento de las constantes vitales, habían reducido el procedimiento de vivir, a su expresión reducida a saber, la supervivencia.

Y es ahí donde radica el elemento que contemporiza todo lo esgrimido hasta el momento, donde residen todos y cada uno de los ingredientes destinados a facultar la comprensión de lo que de manejarse de manera convencional, resultaría del todo incomprensible. La paradoja de saber que lo que diferencia al Ser Humano de los animales, es que para éstos últimos sobrevivir sí se convierte en condición necesaria y suficiente; justamente al contrario de lo que ocurre con el Ser Humano, que para lograr satisfacer sus necesidades, ha de ir un poquito más allá.

Es entonces cuando La Libertad, ya sea como concepto, (aquello a lo que cabe aspirar), o como procedimiento (aquello por lo que desde luego merece la pena tanto vivir cuando te dejan disfrutarla, o morir una vez queda claro que tratan de arrebatártela), se erige en todo su esplendor, haciendo gala de todo lo que la compone, y permitiendo erigir en torno de sí misma uno de los pocos altares propiciatorios en los que resulta lícito el sacrificio siquiera de un solo hombre.

Tal vez de eso sea precisamente de lo que adolecíamos, no tanto de altares, como sí más bien de causas nobles. Reiterando a Julián MARÍAS. Dos españoles son reconocible entre sí, o ya sea en el infinito del tiempo, en la medida en que nadie como ellos se mostrará capaz de sumir en el proverbio de la duda cuestiones tan existenciales como las que realmente resultan de interés, siquiera o sobre todo para morir por ellas.
Y todo, porque en España andábamos sobrados de mártires, en parecida si no en la misma proporción en la que se mostraba nuestra carencia de cuestiones meritorias a la hora de plantearse siquiera morir por ellas.
Es así España, quizá no tanto los españoles, una realidad compuesta a partir de emociones laxas. Y claro está, a realidades laxas, procedimientos laxos.

Porque difícil resulta, si no es desde la laxitud, refrendar la postura de España ante cuestiones por sí mismas inconsistentes, cuando no manifiestamente contradictorias, como puede ser la mantenida ante la Monarquía. Ya sea desde la “Farsa de Ávila” hasta la huida de Alfonso XIII, pasando claro está por “La Restauración” o los “Sucesos de Aranjuez”; que la relación de los españoles con la Institución Regia solo tiene esperanzas de encontrar algo más contradictorio precisamente cuando lo comparamos con cuestiones tales como los que afectan a la propia consideración que de si mismos y de El Estado tienen los propios españoles.

Por supuesto, nada de todo esto es casual, nada de todo esto sucede de forma accidental. Si algo ha demostrado la Historia, es que somos un Pueblo difícil. El peso que el propio ego, manifestado en este caso en forma de conciencia de Pueblo refrendado precisamente a través de las aportaciones que la Tradición unas veces, y la Historia otras, vienen a conformar un torbellino de realidad cuyo refrendo, acto al que innegablemente habrá de someterse cualquiera que quiera gobernar, viene cargado de tal cantidad de premisas y compromisos, que a todas luces resulta insatisfactorio para cualquiera que crea poderlo hacer atendiendo a la proverbial mano del protocolo sumiso.

Entendido esto, más sencillo, casi lógico desde tan truculentos principios, resulta la continuidad desde la que predisponen los hábitos destinados a hacer comprensible no ya el pasado, como sí más bien el futuro de España.
Una sociedad sumisa requiere por definición de individuos fraguados en la ignorancia, labrados por el martillo de la religión.

Ignorancia y religión, elementos que si por sí solos dan miedo, vibrando en armonía conforman un dúo cuyas composiciones resultan sumamente destructivas. A propósito del cómo, citándose con el que es su aliado, o cuando menos su consecuente: la guerra

La guerra. El enésimo jinete, destructivo no tanto en mayor o menor medida, como sí más bien en tanto que la suya es, sin duda, la más conocida de las maneras con las que primero el mundo, y luego la Historia, identifica en definitiva el fenómeno de la destrucción voluntaria.

Destrucción. Porque solo en eso redunda, quién sabe si a eso en definitiva, es en lo que redunda todo el procedimiento hasta el momento descrito. Un procedimiento encaminado, lisa y sencillamente, a poner de manifiesto la incomprensible debilidad de un sistema que, precisamente tiene su talón de Aquiles en la falsa seguridad que se proyecta desde la satisfacción mal entendida en la que termina por conjugarse el tiempo verbal de una Historia cuyo abolengo no se traduce en poderío, sino más bien en una desazonadora sensación de inmunidad de cuya ficción solo el tiempo, y la intensidad del drama que la misma lleva aparejada, podrá despertarnos,

Porque éramos una Gran Nación. Y si bien nunca dejamos de serlo, lo cierto es que solo los esfuerzos por convencernos de lo contrario, esfuerzos proferidos por los mismos que otrora se desgañitaban defendiendo lo contrario, han logrado hoy sembrar la duda. Y es la duda en definitiva, el cáncer de los procedimientos sociales. Como tal, en origen pasa desapercibido, pero una vez arraigado no abandona ya a su presa, vinculando su crecimiento precisamente a la aparente lozanía en la que revierte la ignorancia de su presa.

Y en ese estado nos encontramos precisamente. Un estado en el que a base de olvidar quiénes fuimos, y de pronunciar solo a susurros quiénes podremos volver a ser; hemos terminado por olvidar quiénes somos ahora, en este preciso instante.

Nos hemos abandonado al silencio. Y no es el silencio mucho más que la traducción formal de lo que semánticamente no se puede referir, a saber, la nada.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 11 de junio de 2016

A 370 LEGUAS DE CABO VERDE.

7 de junio de 1494. Tordesillas, Valladolid. Emisarios formalmente enviados componen sendas legaciones. Por un lado, Portugal, Juan II defiende su particular visión del mundo. Para ser más exactos, juega sus cartas en lo que constituirá su apuesta, la que ha quedado perfectamente a la vista una vez que sus expediciones han afrontado la navegación a lo largo del perímetro africano como la acción más adecuada o lo que es lo mismo, como la que a priori promete mayores riquezas.
Al otro lado, los enviados de Isabel de Castilla y de Fernando de Aragón; convencidos, en este caso aparentemente con argumentos no ya sólidos sino ciertamente fundados, en base a los cuales no es sino hacia el oeste hacia donde hay que arrumbar las naves si lo que se busca es verdaderamente la aventura, y por supuesto la riqueza. Pero de momento lo único asegurado tanto por lo uno como por lo otro, es el peligro.

Solo haciendo trampa seremos capaces de entender lo que allí estaba en juego. Y una vez más la clave habrá de proporcionárnosla lo que desde el eufemismo llamamos perspectiva. Recurriendo una vez más al ardid del tiempo, y de la constante que del mismo se infiere esto es, su pertinaz tendencia a desplazarse siempre hacia delante; ver con los ojos de hoy las conductas y a la sazón las consecuencias de tales, nos proporciona una suerte de satisfacción que para muchos podría tildarse como de una conducta infantil, Sin embargo, poco o nada hay de infantil en un proceder cuyo conocimiento se muestra capaz de explicar conductas competentes para entender a los que sin duda fueron nuestros antecesores, pero adquiere además especial viso de trasfondo cuando se muestra inequívocamente capaz de mostrarnos procedimientos del pasado de cuyo desarrollo se infieren de manera casi necesaria consecuencias cuyos efectos reiteran en nuestro presente.

Y todo porque en la firma de lo que hasta bien entrado el siglo XVIII será el Tratado de Tordesillas, las dos grandes potencias del momento no solo se repartían el mundo entre sí, sino que  se reconocían mutuamente atribuciones quién sabe si con la esperanza de que el mutuo reconocimiento que de cara al mundo se hacían, supusiera una clara advertencia para cualquier otra potencia que ya fuera real, o emergente, se creyera capaz de poner en peligro tal reconocimiento a corto o a medio plazo.

Tal y como resulta tras proceder de manera más que somera con el intento de conocimiento cuando no con la certera aproximación a lo que supondría el contexto lógico del mismo, lo primero que suele ponerse de manifiesto es la evidente dificultad en la que nos veríamos inmersos si consciente o inconscientemente intentásemos proceder reduciendo a una sola la variable competente para erigirse en causa única del hecho cuestionado. Y como es de suponer, El Tratado de Tordesillas no va a ser una excepción.
Convencidos de la absoluta conveniencia de proceder con una primera aproximación conceptual, hemos de señalar la importancia que tiene el referente específico del momento en el que se halla inscrito el hecho que reclama hoy nuestra atención. El final del siglo XV, o más concretamente el proceso destinado a suscribir el epitafio del la Edad Media, tiene no ya en años como este, sino más bien en procederes del calado del referido, la fuente de la que manan algunas de esas causas por las que siempre nos hemos interrogado cuando ya sea de manera consciente o inconsciente hemos hecho preguntas del tipo de qué lleva a la Historia a considerar justificado un cambio de Era, Ciclo, o Periodo. Sin duda que los logros cimentados con la firma de este tratado, y sobre todo el efecto que en el mundo entero el mismo ha tenido a lo largo de su larga vigencia, se muestran competentes por sí solos para justificar el amanecer de la Edad Moderna.

Porque cuando Cristóbal Colón pone pie en Lisboa el 4 de marzo de 1493 pudiendo con ello dar por concluido el que la Historia denotará como Primer Viaje al Nuevo Mundo; da igual si Colón era o no consciente de la naturaleza de su logro, de lo que aquellos que le enviaron sí eran totalmente conscientes era de las temibles consecuencias que podrían devengarse en caso de que el asunto no se manejara con la destreza adecuada. Y repetimos, solo podía ser con la destreza adecuada.

Y todo porque, en contra de lo que pudiera parecer, o estuviera justificado interpretarse, el mundo, tal y como se concebía, estaba inmerso en una terrible crisis.
Postulando la supervivencia del mundo a la capacidad que para resistir a los envites de la realidad, tuviesen las estructuras creadas por aquellos que de una u otra manera edulcoraban la propia realidad en pos de construirse una ficción de poder que regaban gracias a su capacidad para comprender y compartir la interpretación de las falacias por ellos mismos inventadas; podemos fácilmente identificar, y a la postre ubicar en ellas las causas de tan grave crisis; tanto una suerte de conductas como de valores aparentemente destinados a justificarlos, que por sí solos avalan la caída en desgracia de cualquier postulado, así como de cualquier realidad que ellos ose ampararse.

Podemos por ello concluir y por cierto que lo hacemos, que el arranque del XVI es con razón considerado como el destinado a certificar el despertar de una nueva era en tanto que la naturaleza de los procedimientos a emplear para comprender los conceptos que sin duda se mostrarán eficaces para aprender la nueva realidad, serán como poco, originales.
Así y lo que es más importante, asistiremos a la debacle, podríamos decir que por superación, de los conceptos y procederes que hasta el momento se habían erigido en único capital lícito para enfrentarse al mundo, y a su comprensión.
Sucumben así de una u otra manera todos los preceptos.

En el terreno del poder, concepción, mantenimiento y distribución; los viejos preceptos ven ahora reducido su campo semántico al propio de componentes legendarios, siquiera mitológicos. Así, la posición de los mayorazgos, y la posición de La Corona en relación a sus pactos con una Nobleza que sucumbe si cabe con más fuerza; condiciona de manera no solo evidente sino inapelable el paso a un nuevo menester que por nuevo, rompe con lo establecido, generándose con ello una posibilidad de trauma.

La comprensión del vuelco terrenal parece evidente, y por ello se asume pero, ¿Acaso alguien puede dudar del efecto que éste puede tener en el otro poder, a saber el Metafísico?
Desde el inexcusable parecer de que los acontecimiento desarrollados a lo largo de los últimos siglo habían consolidado un escenario en el que el devenir de ambos estaba literalmente ligado; resulta impensable defender la tesis por la que cambios de la magnitud de los esgrimidos pudieran de manera alguna resultar insubstanciales para la sostenibilidad de los modelos defendidos en este caso por la Iglesia Católica.
La relación entre ambos cuerpos es del todo indiscutible, y alcanza en el momento señalado uno de sus hitos más solícitos. Así, la relación entre el poder terrenal y el poder divino bullía. Para entenderlo, hay que traer a colación siquiera brevemente el especial papel que para la estabilidad de la Corona de España habría de jugar el Papa. La cercanía de sangre existente entre Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, hacía imposible la celebración de una boda convencional dentro de los cánones a efectos descritos por la tradición. De esta manera, la supervivencia de las respectivas coronas y por supuesto la puesta en práctica del ambicioso plan que para ambas tenían esbozado, requería de forma imprescindible de una intervención superior dispuesta a avalar lo que la naturaleza parecía empecinada en cuestionar. De esta manera, Alejandro VI (Rodrigo Borgia), irrumpe en escena concediendo cuatro bulas que se resumen como Las Bulas Alejandrinas de las cuales, además de extraerse las consideraciones básicas que permiten la unión de Isabel y Fernando; podemos y así hacemos extraer una serie de consideraciones que en el terreno de la que podríamos dar como recién inaugurada Política Internacional; hacen casi imprescindible la celebración de un nuevo acuerdo que limite o cuando menos identifique la corrección de las acciones de uno y de otro en tanto que el Santo Padre había dado los pasos para hacer saltar por los aires el anterior Tratado de Alcásovas.

Podemos así pues que, conforme a lo que ya dijo Menéndez Pidal, “bien pudiera ser que estemos ante el primer acto en el que la Diplomacia tiene un verdadero papel (…) pues no en vano se trata de la primera ocasión en la que las negociaciones cuentan con el asesoramiento de peritos que, traídos por ambas Casas, resultan de verdadero interés en tanto que sus aportaciones son tomadas en consideración, al ser continuamente para ello requeridos”.

Para hacernos una idea de la importancia del Tratado, señalar que con la salvedad hecha por la transgresión que contra el mismo fue llevada a cabo por el Rey de Portugal Juan III; lo cierto es que el mismo no fue legítimamente desposeído de atribución hasta el Tratado de Madrid de 1750. Sea como fuere, el Tratado de El Pardo firmado once años después restablece la línea de Tordesillas, que no sucumbirá, ahora ya sí definitivamente, hasta el 1 de octubre de 1777, con la firma  del Tratado de San Ildefonso.

Sea como fuere, y una vez mas; alejado de las consideraciones materiales, en la medida en que tal cosa sea factible, lo cierto es que el Tratado de Tordesillas constituye otro de esos ejemplos destinados no solo a comprender el pasado, sino más bien a legitimar la intensidad del Presente.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 4 de junio de 2016

CARLOS I (AÑO CER0)

Inmerso nuestro presente en la tesitura de la desazón, y preso nuestro futuro en la impotencia de la duda inconsistente, tal vez resulte ahora, más que venturoso, cabría decirse que acertado, redundar en el privilegio que para cualquier español resulta de poder reconocerse como tal; no tanto por la condición en sí misma, como sí más bien por, como diría Julián MARÍAS, poderse identificar en el pasado con algunos de los que más grande cosa hicieron por su presente, que lo era a la sazón de sus muchos contemporáneos.

Es así pues que por ventura bien puede redundar en beneficioso a la par que en satisfactorio, retornar de vez en cuando al que resulta nuestro origen; en aras de vislumbrar en el reconocimiento del pasado no tanto un castigo (el que se devengaría de entornar el réquiem, por lo que una vez fue disfrutado, a la sazón hoy perdido); como sí más bien de hacerlo como una elegante oportunidad para reconocer en los aditamentos del aquel ayer, las formas y vestigios en los que reconocer no solo lo que fuimos, sino más bien volver a hacer propia la esencia cuando no el espíritu de lo que fuimos. Sobre todo en un tiempo en el que ser español convergía en sí mismo en saberse poseedor de primorosa dote.

Y si convergía en España grandeza de hombres, resulta de obligado cumplimiento sin dejar espacio para la duda la obligación de tornar nuestra mirada hacia el que sin duda fue uno de los más grandes; afirmación en la que se puede redundar a partir de valorar o cuestionar no ya lo que fue, como sí más bien lo que legó.
Porque lo que fue, o lo que supuso Carlos I de España, es algo a lo que solo podemos acercarnos, que solo podemos intuir, cuando como metafóricamente ocurriría al convertir tal acercamiento al propio de la aproximación a un castillo, entendiéramos que nuestra aspiración solo se vería recompensada con el éxito, una vez superadas varias barreras, cada una de las cuales más complicada que la anterior.

Se erige así pues, y podemos utilizar el término en toda su magnitud; Carlos I como uno de esos personajes no se ya si llamados, o tal vez destinados, a conformar en torno de sí y de su presencia todos y cada uno de los elementos necesarios cuando no abiertamente imprescindibles para poder reconocerse no ya como un hombre verdaderamente poderoso; sino tal vez como el hombre más poderoso hasta el momento.
La veracidad de tamaña afirmación hay que buscarla en el hecho que por objetivo resulta imperturbable, que puede resumirse en la indiscutible afirmación por la que sobre Carlos I recae una herencia cuyos factores, tanto cualitativos como por supuesto también cualitativos, resultaban del todo inaccesibles para cualquier otro hombre hasta este momento; y no resultaría descabellado decir, a la vista de los acontecimientos, que no han vuelto a ser vistos después.

Podemos así pues afirmar, sin miedo a error, que Carlos I de España es en realidad un resultado. ¿De qué? Sin duda del largo, complicado y por supuesto tortuoso proceso que había sido maquinado, y posteriormente puesto en marcha por sus abuelos. Un procedimiento que tradicionalmente se conoce y en clase se estudia bajo el epígrafe conceptual de Política Matrimonial de los Reyes Católicos; un proceso de cuyas consecuencias nuestro protagonista se muestra como conclusión viva. Una conclusión por la que, a la vista de sus resultados, haríamos bien en felicitar a sus ingenieros.

Cuando se cumplen en este 2016, 500 años de la sucesión de acontecimientos que acabarían por redundar en la dotación de verdad a la afirmación destinada a consignar el supremo poder del cual gozará Carlos I; lo cierto es que la necesidad de graduar la conmemoración de tamaño acontecimiento en pos de dotar de rigor a la certeza por la que el mencionado proceso ha de consignarse de manera gradual; no es sino la interpretación de lo que tal hecho significa la resultante de implementar en tanto que tal, la importancia del hecho consignado. Porque son tantos los sitios a los que ha de estar atento el joven Carlos, tanto los lugares cuyo destino estará pendiente de su voluntad una vez éste acceda a sus respectivos poderes, ya sea por herencia paterna, materna (o incluso de abuelo, como ocurrirá con el Sacro Imperio Romano Germánico), Que solo la capacidad demostrada para entender en abstracto, las repercusiones que implícitamente se ponen en marcha, ha de darnos una pista en relación a la disposición cognitiva del primero rey, luego emperador.

Porque si bien Carlos I es grande como resultado de recibir una herencia, podríamos decir que él mismo es el resultado de un proceso que discurre parejo a las consecuencias propias de asumirse como digno de tal herencia. Así, podríamos decir que nos encontramos ante el primer heredero no solo llamado a ser rey, sino que más bien estamos ante el primer caso de hombre preparado específicamente para ser un buen rey.

Es muy posible que no solo la magnitud de lo expresado, sino simplemente el contraste que en relación a la percepción que de las cosas se deriva precisamente del tiempo transcurrido, se derive una especie de pérdida de contenido asociado a la traducción de la cual no seamos conscientes, pero a la que por justicia hay que hacer mención. Al afirmar que Carlos I es el primero es el primer rey educado a tal efecto, estamos diciendo que nos encontramos ante el que bien pudiera tratarse del primer heredero cuya validación como futuro no se da por hecho. Ya sea por la comprensión de factores subjetivos imposibles de ser siquiera considerados fuera de su marco temporal, por su propia naturaleza conceptual; el mero hecho de suponer que el que hasta ese momento estaba destinado a ser rey, bien pudiera verse incompetente para llevar a cabo la misión para la que, siempre según los cánones de la época, estaba destinado, supone un salto cualitativo descomunal al que solo podemos hacer referencia dejando constancia explícita del hecho a través del cual la herencia de cargos y regímenes se llevaba a cabo de manera necesaria o lo que es lo mismo, en base a la aceptación de una serie de suposiciones que se hacían realidad de manera absolutamente natural al reconocer en el destinado a ser rey todo el motu propio del que estaba investido de autoridad por designio divino.
Decimos así pues que estamos ante el primer rey moderno no tanto por la forma empleada por Carlos I para hacerse cargo del poder como si más bien y sobre todo por la novedad que supone todo el proceso para llevar a cabo tal asunción; aplicando para ello protocolos innovadores, absolutamente impensables antes de su llegada.
Un rey moderno, dueño de una capacidad de innovación cuyos usos y formas irán mucho más allá de lo que denominaríamos modus operandi. Será así pues Carlos un Rey elegante, capaz, profesional. Un verdadero Hombre Moderno, dotado bien por naturaleza, bien por aprendizaje, de modos desconocidos hasta ese momento, de cuya puesta en práctica se devengará en resumen la certeza inequívoca de que estamos en condiciones de afrontar con éxitos los nuevos retos que se presentan, restos que amenazan la estructura de los estados, ya que donde antes se apreciaban peligros basados en el riesgo de la integridad territorial, ahora se observa el surgimiento de peligros más conceptuales, que requieren sin duda de la puesta en práctica de consideraciones más innovadoras, a la par que revolucionarias.
A tal efecto, muchas son las líneas, los procesos, protocolos y otras disposiciones, que vienen a converger felizmente en el hecho de ver a Carlos mentado como Carlos I de España (en un principio), y que a su vez verán resarcidos todos los esfuerzos al ver concluido el proceso con el añadido de Emperador del Sacro Imperio.

Estamos así pues ante el primer monarca que verdaderamente ha aprendido a ser rey. Tal disposición, simplemente por novedosa, ha de resultar peliaguda de comprender y lo que es peor, difícil de aceptar. Así, y a título de mera referencia, nos encontramos ante el primer gobernante culto, de hecho podríamos llegar a afirmar sin lugar a equivocarnos, que estamos en presencia del primer monarca educado no solo para disfrutar de las prebendas que el poder proporciona; estamos ante el primer rey capacitado para gozar a partir de la comprensión si se quiere  en materia filosófica, de las emociones que el verdadero significado del ejercicio del poder pueden llegar a proporcionar. Carlos I supera así el mero lugar propio de la semiótica del poder, para ascender al campo de la verdadera semántica.

Una vez se ha dado semejante paso, ya no se puede retornar hasta el espacio de lo que podríamos llamar casillas anteriores. Carlos I ha sido elegido. Como si de una sagrada misión se tratase, nuestro protagonista, a estas alturas ya protagonista del destino de todo un continente, de un imperio que se extiende en ultramar, pergeña con visos de un sistema propio de un ritual los modos y maneras de algo predestinado en el sentido literal de la palabra, de la acepción.

De esta manera, Carlos I inicia con paso firme el que será largo y contundente transitar de la que acabará por ganarse a pulso la consideración de dinastía más influyente, sin duda la más poderosa, de entre cuantas desarrollarán su quehacer en España.

Un camino que comenzó hace ahora exactamente quinientos años. Sin entrar en más detalles, incluso sin ánimo de más, me atrevo a decir que el dato habría de suponer, por sí solo, un motivo de orgullo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.