sábado, 4 de junio de 2016

CARLOS I (AÑO CER0)

Inmerso nuestro presente en la tesitura de la desazón, y preso nuestro futuro en la impotencia de la duda inconsistente, tal vez resulte ahora, más que venturoso, cabría decirse que acertado, redundar en el privilegio que para cualquier español resulta de poder reconocerse como tal; no tanto por la condición en sí misma, como sí más bien por, como diría Julián MARÍAS, poderse identificar en el pasado con algunos de los que más grande cosa hicieron por su presente, que lo era a la sazón de sus muchos contemporáneos.

Es así pues que por ventura bien puede redundar en beneficioso a la par que en satisfactorio, retornar de vez en cuando al que resulta nuestro origen; en aras de vislumbrar en el reconocimiento del pasado no tanto un castigo (el que se devengaría de entornar el réquiem, por lo que una vez fue disfrutado, a la sazón hoy perdido); como sí más bien de hacerlo como una elegante oportunidad para reconocer en los aditamentos del aquel ayer, las formas y vestigios en los que reconocer no solo lo que fuimos, sino más bien volver a hacer propia la esencia cuando no el espíritu de lo que fuimos. Sobre todo en un tiempo en el que ser español convergía en sí mismo en saberse poseedor de primorosa dote.

Y si convergía en España grandeza de hombres, resulta de obligado cumplimiento sin dejar espacio para la duda la obligación de tornar nuestra mirada hacia el que sin duda fue uno de los más grandes; afirmación en la que se puede redundar a partir de valorar o cuestionar no ya lo que fue, como sí más bien lo que legó.
Porque lo que fue, o lo que supuso Carlos I de España, es algo a lo que solo podemos acercarnos, que solo podemos intuir, cuando como metafóricamente ocurriría al convertir tal acercamiento al propio de la aproximación a un castillo, entendiéramos que nuestra aspiración solo se vería recompensada con el éxito, una vez superadas varias barreras, cada una de las cuales más complicada que la anterior.

Se erige así pues, y podemos utilizar el término en toda su magnitud; Carlos I como uno de esos personajes no se ya si llamados, o tal vez destinados, a conformar en torno de sí y de su presencia todos y cada uno de los elementos necesarios cuando no abiertamente imprescindibles para poder reconocerse no ya como un hombre verdaderamente poderoso; sino tal vez como el hombre más poderoso hasta el momento.
La veracidad de tamaña afirmación hay que buscarla en el hecho que por objetivo resulta imperturbable, que puede resumirse en la indiscutible afirmación por la que sobre Carlos I recae una herencia cuyos factores, tanto cualitativos como por supuesto también cualitativos, resultaban del todo inaccesibles para cualquier otro hombre hasta este momento; y no resultaría descabellado decir, a la vista de los acontecimientos, que no han vuelto a ser vistos después.

Podemos así pues afirmar, sin miedo a error, que Carlos I de España es en realidad un resultado. ¿De qué? Sin duda del largo, complicado y por supuesto tortuoso proceso que había sido maquinado, y posteriormente puesto en marcha por sus abuelos. Un procedimiento que tradicionalmente se conoce y en clase se estudia bajo el epígrafe conceptual de Política Matrimonial de los Reyes Católicos; un proceso de cuyas consecuencias nuestro protagonista se muestra como conclusión viva. Una conclusión por la que, a la vista de sus resultados, haríamos bien en felicitar a sus ingenieros.

Cuando se cumplen en este 2016, 500 años de la sucesión de acontecimientos que acabarían por redundar en la dotación de verdad a la afirmación destinada a consignar el supremo poder del cual gozará Carlos I; lo cierto es que la necesidad de graduar la conmemoración de tamaño acontecimiento en pos de dotar de rigor a la certeza por la que el mencionado proceso ha de consignarse de manera gradual; no es sino la interpretación de lo que tal hecho significa la resultante de implementar en tanto que tal, la importancia del hecho consignado. Porque son tantos los sitios a los que ha de estar atento el joven Carlos, tanto los lugares cuyo destino estará pendiente de su voluntad una vez éste acceda a sus respectivos poderes, ya sea por herencia paterna, materna (o incluso de abuelo, como ocurrirá con el Sacro Imperio Romano Germánico), Que solo la capacidad demostrada para entender en abstracto, las repercusiones que implícitamente se ponen en marcha, ha de darnos una pista en relación a la disposición cognitiva del primero rey, luego emperador.

Porque si bien Carlos I es grande como resultado de recibir una herencia, podríamos decir que él mismo es el resultado de un proceso que discurre parejo a las consecuencias propias de asumirse como digno de tal herencia. Así, podríamos decir que nos encontramos ante el primer heredero no solo llamado a ser rey, sino que más bien estamos ante el primer caso de hombre preparado específicamente para ser un buen rey.

Es muy posible que no solo la magnitud de lo expresado, sino simplemente el contraste que en relación a la percepción que de las cosas se deriva precisamente del tiempo transcurrido, se derive una especie de pérdida de contenido asociado a la traducción de la cual no seamos conscientes, pero a la que por justicia hay que hacer mención. Al afirmar que Carlos I es el primero es el primer rey educado a tal efecto, estamos diciendo que nos encontramos ante el que bien pudiera tratarse del primer heredero cuya validación como futuro no se da por hecho. Ya sea por la comprensión de factores subjetivos imposibles de ser siquiera considerados fuera de su marco temporal, por su propia naturaleza conceptual; el mero hecho de suponer que el que hasta ese momento estaba destinado a ser rey, bien pudiera verse incompetente para llevar a cabo la misión para la que, siempre según los cánones de la época, estaba destinado, supone un salto cualitativo descomunal al que solo podemos hacer referencia dejando constancia explícita del hecho a través del cual la herencia de cargos y regímenes se llevaba a cabo de manera necesaria o lo que es lo mismo, en base a la aceptación de una serie de suposiciones que se hacían realidad de manera absolutamente natural al reconocer en el destinado a ser rey todo el motu propio del que estaba investido de autoridad por designio divino.
Decimos así pues que estamos ante el primer rey moderno no tanto por la forma empleada por Carlos I para hacerse cargo del poder como si más bien y sobre todo por la novedad que supone todo el proceso para llevar a cabo tal asunción; aplicando para ello protocolos innovadores, absolutamente impensables antes de su llegada.
Un rey moderno, dueño de una capacidad de innovación cuyos usos y formas irán mucho más allá de lo que denominaríamos modus operandi. Será así pues Carlos un Rey elegante, capaz, profesional. Un verdadero Hombre Moderno, dotado bien por naturaleza, bien por aprendizaje, de modos desconocidos hasta ese momento, de cuya puesta en práctica se devengará en resumen la certeza inequívoca de que estamos en condiciones de afrontar con éxitos los nuevos retos que se presentan, restos que amenazan la estructura de los estados, ya que donde antes se apreciaban peligros basados en el riesgo de la integridad territorial, ahora se observa el surgimiento de peligros más conceptuales, que requieren sin duda de la puesta en práctica de consideraciones más innovadoras, a la par que revolucionarias.
A tal efecto, muchas son las líneas, los procesos, protocolos y otras disposiciones, que vienen a converger felizmente en el hecho de ver a Carlos mentado como Carlos I de España (en un principio), y que a su vez verán resarcidos todos los esfuerzos al ver concluido el proceso con el añadido de Emperador del Sacro Imperio.

Estamos así pues ante el primer monarca que verdaderamente ha aprendido a ser rey. Tal disposición, simplemente por novedosa, ha de resultar peliaguda de comprender y lo que es peor, difícil de aceptar. Así, y a título de mera referencia, nos encontramos ante el primer gobernante culto, de hecho podríamos llegar a afirmar sin lugar a equivocarnos, que estamos en presencia del primer monarca educado no solo para disfrutar de las prebendas que el poder proporciona; estamos ante el primer rey capacitado para gozar a partir de la comprensión si se quiere  en materia filosófica, de las emociones que el verdadero significado del ejercicio del poder pueden llegar a proporcionar. Carlos I supera así el mero lugar propio de la semiótica del poder, para ascender al campo de la verdadera semántica.

Una vez se ha dado semejante paso, ya no se puede retornar hasta el espacio de lo que podríamos llamar casillas anteriores. Carlos I ha sido elegido. Como si de una sagrada misión se tratase, nuestro protagonista, a estas alturas ya protagonista del destino de todo un continente, de un imperio que se extiende en ultramar, pergeña con visos de un sistema propio de un ritual los modos y maneras de algo predestinado en el sentido literal de la palabra, de la acepción.

De esta manera, Carlos I inicia con paso firme el que será largo y contundente transitar de la que acabará por ganarse a pulso la consideración de dinastía más influyente, sin duda la más poderosa, de entre cuantas desarrollarán su quehacer en España.

Un camino que comenzó hace ahora exactamente quinientos años. Sin entrar en más detalles, incluso sin ánimo de más, me atrevo a decir que el dato habría de suponer, por sí solo, un motivo de orgullo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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