sábado, 18 de junio de 2016

ELSILENCIO COMO DELATOR.

En la semana en la que se ha cumplido el 39º aniversario del retorno de España a la normalidad democrática, lo cierto es que pocos, por no decir ninguno, han sido los procedimientos puestos en práctica no sé muy bien si para conmemorar, o siquiera para recordar lo que tal hecho denota.

Cierto es que sin ser demasiado de celebraciones, viviendo como lo hacemos en una sociedad tan complicada como lo es la nuestra, a menudo resulta necesario llevar a cabo manifestaciones cuyo objetivo no está en buscar recelos, ni siquiera concepciones demasiado refinadas. Se trataría a lo sumo de redundar no tanto en el conocimiento que respecto del pasado se tiene, como sí más bien de provocar en nuestro derredor un instante de reflexión destinado a constatar qué reflejo de lo logrado con el sacrificio de ese pasado, sobrevive en el presente.

Porque cuando aquel 15 de junio de 1977 España volvió a vestirse de elecciones, al contrario de lo que se puede llegar a imaginar pocos, muy pocos, eran en realidad conscientes no solo de las connotaciones que con arreglo al pasado entraban en liza ante tamaña decisión, sino más bien de las que vinculadas al concepto responsabilidad, podrían devengarse con arreglo al futuro, en lo que concierne a la lectura que con arreglo en este caso hacia el futuro, podría llevarse  a cabo. Dicho de otro modo, de poderse extraer una mínima consideración de fiasco a la hora de juzgar ya fuera junto o por separado, cualquiera de los entes que conformaban el procedimiento, a nadie le cabría la menor duda de que las consecuencias para el futuro serían demoledoras.

Más de cuarenta años de forzado silencio quedaban conjurados de manera aparentemente sencilla aquel 15 de junio de 1977. Si bien afirmar de manera categórica que España volvía a la senda democrática sería adoptar una postura de riesgo (si el análisis se lleva a cabo con los ojos del aquel momento), o ventajista (si el mencionado se hace desde la actualidad); lo cierto es que la calidad del paso dado supone, en sí mismo, un logro de una magnitud que bien merece por si solo el refrendo de detenerse unos instantes en pos de constatar las implicaciones que por ende y como valor propio, el hecho tiene.

Porque en esos cuarenta años muchas fueron las cosas que murieron, y otras tantas las que fueron (o no), enterradas. El pragmatismo, vestido de hambre, había devorado a la ilusión. El rencor había desterrado a la memoria. Y la peor de las mentiras, aquella que resulta de disfrazar los hechos con el velo de las medias verdades, había logrado imbuir a la sociedad en una suerte de estado catatónico en el que el mantenimiento de las constantes vitales, habían reducido el procedimiento de vivir, a su expresión reducida a saber, la supervivencia.

Y es ahí donde radica el elemento que contemporiza todo lo esgrimido hasta el momento, donde residen todos y cada uno de los ingredientes destinados a facultar la comprensión de lo que de manejarse de manera convencional, resultaría del todo incomprensible. La paradoja de saber que lo que diferencia al Ser Humano de los animales, es que para éstos últimos sobrevivir sí se convierte en condición necesaria y suficiente; justamente al contrario de lo que ocurre con el Ser Humano, que para lograr satisfacer sus necesidades, ha de ir un poquito más allá.

Es entonces cuando La Libertad, ya sea como concepto, (aquello a lo que cabe aspirar), o como procedimiento (aquello por lo que desde luego merece la pena tanto vivir cuando te dejan disfrutarla, o morir una vez queda claro que tratan de arrebatártela), se erige en todo su esplendor, haciendo gala de todo lo que la compone, y permitiendo erigir en torno de sí misma uno de los pocos altares propiciatorios en los que resulta lícito el sacrificio siquiera de un solo hombre.

Tal vez de eso sea precisamente de lo que adolecíamos, no tanto de altares, como sí más bien de causas nobles. Reiterando a Julián MARÍAS. Dos españoles son reconocible entre sí, o ya sea en el infinito del tiempo, en la medida en que nadie como ellos se mostrará capaz de sumir en el proverbio de la duda cuestiones tan existenciales como las que realmente resultan de interés, siquiera o sobre todo para morir por ellas.
Y todo, porque en España andábamos sobrados de mártires, en parecida si no en la misma proporción en la que se mostraba nuestra carencia de cuestiones meritorias a la hora de plantearse siquiera morir por ellas.
Es así España, quizá no tanto los españoles, una realidad compuesta a partir de emociones laxas. Y claro está, a realidades laxas, procedimientos laxos.

Porque difícil resulta, si no es desde la laxitud, refrendar la postura de España ante cuestiones por sí mismas inconsistentes, cuando no manifiestamente contradictorias, como puede ser la mantenida ante la Monarquía. Ya sea desde la “Farsa de Ávila” hasta la huida de Alfonso XIII, pasando claro está por “La Restauración” o los “Sucesos de Aranjuez”; que la relación de los españoles con la Institución Regia solo tiene esperanzas de encontrar algo más contradictorio precisamente cuando lo comparamos con cuestiones tales como los que afectan a la propia consideración que de si mismos y de El Estado tienen los propios españoles.

Por supuesto, nada de todo esto es casual, nada de todo esto sucede de forma accidental. Si algo ha demostrado la Historia, es que somos un Pueblo difícil. El peso que el propio ego, manifestado en este caso en forma de conciencia de Pueblo refrendado precisamente a través de las aportaciones que la Tradición unas veces, y la Historia otras, vienen a conformar un torbellino de realidad cuyo refrendo, acto al que innegablemente habrá de someterse cualquiera que quiera gobernar, viene cargado de tal cantidad de premisas y compromisos, que a todas luces resulta insatisfactorio para cualquiera que crea poderlo hacer atendiendo a la proverbial mano del protocolo sumiso.

Entendido esto, más sencillo, casi lógico desde tan truculentos principios, resulta la continuidad desde la que predisponen los hábitos destinados a hacer comprensible no ya el pasado, como sí más bien el futuro de España.
Una sociedad sumisa requiere por definición de individuos fraguados en la ignorancia, labrados por el martillo de la religión.

Ignorancia y religión, elementos que si por sí solos dan miedo, vibrando en armonía conforman un dúo cuyas composiciones resultan sumamente destructivas. A propósito del cómo, citándose con el que es su aliado, o cuando menos su consecuente: la guerra

La guerra. El enésimo jinete, destructivo no tanto en mayor o menor medida, como sí más bien en tanto que la suya es, sin duda, la más conocida de las maneras con las que primero el mundo, y luego la Historia, identifica en definitiva el fenómeno de la destrucción voluntaria.

Destrucción. Porque solo en eso redunda, quién sabe si a eso en definitiva, es en lo que redunda todo el procedimiento hasta el momento descrito. Un procedimiento encaminado, lisa y sencillamente, a poner de manifiesto la incomprensible debilidad de un sistema que, precisamente tiene su talón de Aquiles en la falsa seguridad que se proyecta desde la satisfacción mal entendida en la que termina por conjugarse el tiempo verbal de una Historia cuyo abolengo no se traduce en poderío, sino más bien en una desazonadora sensación de inmunidad de cuya ficción solo el tiempo, y la intensidad del drama que la misma lleva aparejada, podrá despertarnos,

Porque éramos una Gran Nación. Y si bien nunca dejamos de serlo, lo cierto es que solo los esfuerzos por convencernos de lo contrario, esfuerzos proferidos por los mismos que otrora se desgañitaban defendiendo lo contrario, han logrado hoy sembrar la duda. Y es la duda en definitiva, el cáncer de los procedimientos sociales. Como tal, en origen pasa desapercibido, pero una vez arraigado no abandona ya a su presa, vinculando su crecimiento precisamente a la aparente lozanía en la que revierte la ignorancia de su presa.

Y en ese estado nos encontramos precisamente. Un estado en el que a base de olvidar quiénes fuimos, y de pronunciar solo a susurros quiénes podremos volver a ser; hemos terminado por olvidar quiénes somos ahora, en este preciso instante.

Nos hemos abandonado al silencio. Y no es el silencio mucho más que la traducción formal de lo que semánticamente no se puede referir, a saber, la nada.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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