sábado, 30 de julio de 2016

BACH: UN PACTO CON DIOS, O UN ACUERDO CON EL INFINITO.

En estos tiempos de duda en incertidumbre, tiempos en los que no se trata ya de que se sea proclive a la desconfianza, es que cualquier otra conducta raya lo imprudente; es precisamente cuando con mayor fuerza, casi con mayor devoción, es cuando hemos de afianzar nuestras conductas al abrigo de la seguridad que nos proporcionan los que de verdad han demostrado una especial disposición ya sea para conducirse como humanos, o para ponernos de manifiesto nuestras carencias en tanto que ello se producían de manera casi sobrehumana.

Es a partir del rango que aporta tal consonancia, desde el que hemos de ubicarnos a la hora no ya de tratar de discernir, sino a lo sumo de poder disfrutar, no solo el cúmulo de obras y creaciones como sí más bien el magnífico catálogo de conceptos nuevos a la par que novedosos introducidos por nuestro protagonista, Johan Sebastian BACH, cúmulo de conceptos que al contrario de lo que ocurre con otros grandes compositores, no se ponen de manifiesto a la hora de tratar de conciliar la realidad con las variables que incidieron en el momento de la composición de la obra; sino que en el caso que nos  ocupa, obligan a conciliar la realidad contingente que supone el presente, con la verdad necesaria que la obra en sí mismo sigue, todavía hoy, revelándonos.

Tenemos así pues que, tal vez por primera vez en la Historia, al menos en lo que concierne al capítulo que ésta devenga en lo concerniente a la Música; hablar de un compositor requiere un despliegue con consecuencias en tres capítulos que si ya por separado resultan abrumadores, ni que decir tienen del hecho de converger en una única realidad. O para ser más precisos, ahondando pues en el hecho, proceden de interpretar de maneras diferentes aspectos propios de lo que hasta este momento habían sido considerados como parte de una única realidad.

Es a partir no ya de la comprensión, cuando sí más bien de la aceptación de consideraciones como éstas, cuando comenzamos a estar en disposición de aceptar la grandeza de BACH. Una grandeza que más que extenderse, crece y crece a nuestro alrededor, consolidando su certeza precisamente a partir del efecto que la misma causa entre los pobres mortales, un efecto que bien podría resumirse en eso, en ser capaz de poner de manifiesto nuestras limitaciones, constatando en nosotros que somos, a lo sumo, pobres mortales.

Redundan en BACH motivos de sobra para creer en Dios. Y todo porque la perfección que su obra depara, irreconciliable para con cualquier otra cosa creada por o para los Hombres, pone de manifiesto la existencia de toda una suerte de conceptos que tal y como el filósofo afirmaba el mero hecho de que podamos pensar en ellos, se erige en materia suficiente para la levantar el edificio en el que redunda su propia existencia.
La Música de BAHC es perfecta. Lo es, sencillamente, porque son los parámetros de la misma los que se usarán posteriormente para certificar, precisamente, lo cerca de la perfección que raya la obra que en cada caso estemos considerando.
Es BACH el músico completo. Lo es fundamentalmente porque su creación abarca los tres campos precisos. Su Música goza de una profundidad intelectual indiscutible, su perfección técnica resulta aún hoy no solo alabada, sino más bien imperturbablemente perseguida y lo que es más, su Música es inherentemente bella.

Se consolida así pues poco a poco la tesis de que no estamos ante un músico, al menos no ante uno al uso, sino que nos encontramos ante un auténtico creador.
Si bien es el Arte el escenario especifico en el que el hombre común puede tratar de conciliarse con el quehacer propio del creador al proporcionar la conducta artística un menester claro cuyo resultado suele ir más allá de lo mundanamente fabricado, para alcanzar cotas cercanas a lo excelsamente creado; lo cierto es que el grado de perfección alcanzado por Johan Sebastian BAHC nos obliga a considerar un menosprecio el considerar siquiera que su obra procede, o incluso es resultado, de una mera, por más elaborada que resulte, trasposición de usos y herramientas previamente existente.

Escuchamos así pues la Música de BACH durante decenios, y el tiempo empleado se convierte en brillante inversión cuando de tamaño menester nos permitimos extraer la tesis según la cual la brillantez de la composición demostrada por BACH nos obliga a aceptar una claridad que va más allá de la composición, para saltar a la genialidad de aquello que no es objeto de modificación a demanda; siendo pues resultado de alguna suerte de creación.

Resulta de todo lo expuesto, un mero listado de consideraciones. Sin embargo, la fluidez con la que tal listado resulta expuesto, la suerte de lógica desde la que tales consideraciones no solo no resultan impostadas, sino que vinculadas a la figura y a la obra del compositor adquieren casi de obviedad, la consideración merecida; es cuando empezamos a disponer los preceptos destinados a considerar verdaderamente si no estaremos ante un verdadero creador.

Pero constituye la mera toma en consideración del concepto por el que cabe esperar exista un hombre con capacidad creadora una herejía de tal calibre, que de aceptarla, y mucho menos, de atribuírsela, llevaríamos a Johan Sebastian BACH a removerse en su propia tumba.

Habremos así pues de considerar un concepto digamos, intermedio. Un concepto que lejos de resultar litigante, redunde más bien en la mesura propia de los que aspiran a la conciliación, por más que los hechos llamados a ser conciliados requieran de una suerte de compromiso cercano al que está llamado a ser necesario para diluir completamente en agua la micela que naturalmente se forma al poner en contacto con ella, aceite.

Hablaremos así pues de una suerte de alianza. Una alianza entre Dios y BACH, destinada a permitir que el creador se erija en su forma natural, expresando su ser precisamente a través del medio en el que se erige BACH; a la vez que un hombre devoto es presa de la máxima de las satisfacciones que es capaz de considerar, precisamente, expresándose en un lenguaje que bien podríamos decir está muy cerca del que Dios emplearía en el caso de necesitar hacerse entender entre sus “creados”.

Y como prueba de que tal alianza resulta explicable más allá del terreno de las consideraciones esto es, a través de realidades objetivas, hablemos del fenómeno del Contrapunto.
Más allá de la objetividad a la que el análisis técnico nos obliga al vincular el contrapunto con la disposición objetiva de criterios llamados a hacer converger en cierto grado de equilibrio la consideración de voces variadas llamadas en principio a resultar carentes de orden; lo cierto es que lejos de aplicar a BACH la invención de tal proceder, lo que bien podría suponer atribuirle el origen de la polifonía, no resulta menos cierto que fue precisamente con él con quien más brillantes resultados de la misma se esgrimieron.

Pero finalmente, el idilio se rompió. El creador hizo uso de sus atribuciones, llamando a su seno al que resultó en realidad creado.

Johan Sebastian BACH declama su último verso en la mañana del 28 de julio de 1750, cuando las complicaciones derivadas de una operación ocular reclamada por la consecuencia de una ceguera vinculada a una diabetes sin tratar; dan pie a una neumonía cuyo resultado es incompatible con la vida.

Muere definitivamente el Hombre, nace la Leyenda.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 23 de julio de 2016

CUESTIÓN DE SUPERVIVENCIA.

En una Europa presa de la paradoja propia de saber que el amanecer está llamado a convertirse en el heraldo del ocaso. Cuando los primeros años del Siglo XX no han servido sino para demostrar por enésima vez la tesis de que el progreso requiere de una disposición de ánimo ajena sin cuya presencia, el futuro queda reducido al efecto reconocible en el mero paso del tiempo. En tales y no en otras circunstancias, en Salzburgo, en abril de 1908 nace Herbert Von KARAJAN.

Nacido en el seno de una familia acomodada, Karajan constituye en sí mismo la respuesta a la pregunta que aún no se ha hecho, la pregunta llamada a representar la cuestión a la que la Humanidad todavía no se ha enfrentado.

Nacido en el momento de calma que precede a la tempestad, Herbert Von Karajan puede, una vez analizado no tanto su indiscutible éxito, sino más bien la inestimable habilidad mediante la que éste se ha conseguido, ser considerado como uno de esos elementos que solo son reconocidos en la Historia una vez que la perspectiva procedente del paso del tiempo nos permite ubicar con precisión el lugar exacto en el que, atendiendo generalmente a la magnitud de sus actos, o como en el caso que nos ocupa, atendiendo a las consecuencias de éstos; merecen estar.

Hablar una vez más de las dificultades que entraña conciliar el peso de los primeros años del Siglo XX en la Historia puede sonar a perorata baldía y sin sentido. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, poner de manifiesto el contexto al que inexorablemente hemos de enfrentarnos a la luz de variables tales como las procedentes de revisar la fenomenología propia del momento llamado a convertirse en la génesis de los acontecimientos aparentemente destinados a provocar el azote de los Cuatro Jinetes cabalgando sobre El Viejo Continente; bien podría por sí solo erigirse en motivo suficiente como para llamar nuestra atención.

Porque más allá de lo que significa nacer en tal o en cual fecha, lo único cierto es que todo lo acontecido entre el último cuarto del Siglo XIX, y la primera mitad del Siglo XX, está destinado a sucumbir bajo el rodillo conceptual que supone la unas veces premonitoria y otras muy real, permanente idea de la Guerra.

Porque tal que no otro es el contexto en el que se desarrolla no solo el proceder, sino inexorablemente la vida, de un Herbert Von Karajan nacido en el seno de un periodo histórico carente no solo de genios, sino llamado de manera directa a rechazarlos. Es así que en un momento de oscuridad, en un momento de silencio, cualquier atisbo de luz, cualquier presagio de armonía, está inexorablemente condenado al destierro toda vez que de no ser así, el bien planeado proceso que por medio del ruido y la farfulla conduce a Europa al colapso del Caos, podría no obstante venirse abajo precisamente ahora, cuando parece que sus objetivos son realmente alcanzables.

No se trata ya pues solo de que sean malos tiempos para la Música, en realidad lo son para cualquier materia artística, pues de lo contrario, de permitirse la profundización en éstas y en otras parecidas consideraciones, el tupido entramado por algunos tejido a lo largo de siglos, llamado a amenazar con la oscuridad a todo el Continente Europeo, necesitas devastar para siempre el alma humana. Hay que agostar cualquier deseo de futuro, hay que masacrar todo atisbo de esperanza. El Hombre ha de morir, y para ello el paso decisivo pasa por arrebatar del mismo el más fuerte de los instintos de cuantos le llevan a perseverar. El instinto destinado a decirle que la vida merece la pena.

Logrado ya sea a título de presunción, ya sea a modo de realidad el objetivo de cercenar cualquier proceso creativo; la lógica implícita en la Naturaleza habrá de poner en práctica otros medios de cara a desarrollar lo que intrínsecamente le es propio a saber, salir adelante.
Es entonces cuando en uno de sus conocidos giros, en otra de sus rocambolescas manifestaciones, la Naturaleza nos regala otro de sus peculiares giros y, en una clamorosa metamorfosis, es capaz de modificar los parámetros de lo que está llamado a ser considerado genialidad. abriendo con ello nuevas expectativas destinadas a bañar con la luz del progreso escenarios hasta el momento condenados, al menos en apariencia, a sucumbir bajo el nefasto protocolo de la oscuridad.

Es entonces cuando la necesidad se erige en virtud y, una vez constatada la incapacidad para saciar nuestra sed de genios entre los llamados a brillar por el clamor que procede de su talento compositor, creamos una nueva forma de constatación del arte al entender como genialidad, el don propio de aquellos que sin ser creadores, muestran con su capacidad de recreación, la posición de alma quién sabe si más cercana, podríamos decir que casi paralela de la que hacían gala tal y cual compositor en el momento en el que alumbraban tal o cual obra.
Porque bien visto, la disposición de alma de la que ha de hacer gala todo director de orquesta que se precie, ha de pasar inexorablemente por la constatación inequívoca de entre sus disposiciones, o mejor dicho de que entre sus aptitudes, se encuentran todas las llamadas a ser reconocibles como las que presentaban los compositores en el momento de traer de la oscuridad a la luz el orden llamado a hacer reconocible cualquiera de las obras hoy destinadas a ser llamadas “Grandes Obras”.

Así visto, el papel del Director de Orquesta se pone de manifiesto como el propio de los destinados a ocupar un nuevo lugar en el escenario de los genios. Si bien no es un creador, el Director ha de ser capaz de sintonizar en una longitud de onda reconocible las emociones que una vez dominaron el corazón y el alma del que llamamos Compositor; para trasladarlas de manera coherente hasta un aquí y un ahora en el que, sin perder su esencia, esto es, siendo reconocibles por el auditorio, lo sean a su vez de manera coherente con el presente que en este caso viene dictado por el momento en el que la obra es recreada. ¡Y todo sin perder por un solo instante la perspectiva!

Y Herbert Von Karajan lo hizo. ¿Por qué? Pues precisamente porque nadie como él llegó a entender lo esencial de este cambio. Un cambio que, de no hacerse con cuidado, amenazaría para siempre el futuro de la Música, no solo de la futura, sino fundamentalmente de la pasada.

Por ello Karajan entendió que su proyecto estaba llamado al desastre, si para su realización no contaba con el mejor equipo. La Orquesta Filarmónica de Berlín, y un famoso sello discográfico que aún hoy y desde entonces está reconocido como el más importante en materia de grabación de Clásica vienen a conformar este curioso triunvirato que todavía hoy hace las delicias de cualquiera que se crea competente para profundizar en este mundo.

Mientras, Herbert Von Karajan recoge las mieles de su éxito desde la paz de espíritu propia del que si bien ha muerto, el 16 de julio de 1989, a los 81 años de edad; en realidad se sabe inmortal.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 16 de julio de 2016

RECONOCIENDO EN LO SUPERFLUO EL VALOR DE LO QUE UNA VEZ FUE IMPRESCINDIBLE.

Instante: Acumulación de pasados destinados a formar nuestro presente. ¿O eran los sueños en presente los que, empecinados, nos condenan a vivir en el eterno presagio de un futuro? Sea como fuere, lo cierto es que en todos, tanto en los instantes, como por supuesto en sus múltiples disposiciones, recuperamos nuestra esencia. ¡Siempre que tengamos valor para reconocernos en ella!

Porque a menudo no es tanto el reconocimiento de la persona, como sí más bien lo que procede del reconocimiento de sus actos lo que está destinado a asustarnos. Porque de eso se trata, de miedo. Del miedo en sus diversas versiones y acepciones. Porque la frustración es miedo. Porque la ira es miedo. Porque el miedo es en sí mismo, un ente que galopa paralelo a los designios del Hombre, cruzándose a menudo en su camino destinado a menudo a poner de manifiesto realidades del propio Hombre que de otro modo hubieran permanecido para siempre ajenas a éste.

Descubrimos así pues un proceso de transformación en el que algo aparentemente accesorio, algo en principio interpretado como un síntoma de debilidad, se erige repentinamente como un activo incondicional llamado a formar parte, cuando no activamente a conformar, el catálogo de recursos y competencias que lleva al Hombre a desencadenar algunos de los instantes destinados a fraguar la Historia tal y como la conocemos.
Porque es el miedo el denominador común llamado a estar presente en todos y cada uno de los caracteres desde los que aquellos hombres, todos en el mes de julio, decidieron que con sus actos, la Historia había de cambiar.

Era el miedo la certeza destinada a igualar al caballero con su palafrenero en los instantes previos  a la batalla que en Las Navas de Tolosa estaba a punto de desarrollarse.
16 de julio de 1212. Muchas y por cierto muy diversas conjuras van a ver alcanzado su clímax en aquella explanada. Mucho, por no decir todo, es lo que está en juego. El prestigio de un monarca, en este caso el de Alfonso VIII, o por ser más exacto, la responsabilidad que al menos en principio él mismo se ha otorgado, es lo que se encuentra en juego.
El momento ha llegado. Es aquí y ahora. Es el todo, o la nada. La denominada “Liga de la Santa Cruzada” se ha formado. Y lo ha hecho, aunque el peso de la tradición y por qué no decirlo, del romanticismo, diga que por razones castas; habrá de ser la interpretación de lo que sus actos demanden la responsable de dotar de valor a tales consideraciones.
Casi 85.000 hombres han venido a componer la mencionada Liga. Y digo bien: Han venido, porque a la siempre clamorosa llamada a la lucha en pos de la liberación de los territorios y de los hombres oprimidos por el yugo del invasor, representado en este caso por el Imperio Almohade, han acudido cientos, decenas de miles, pertenecientes la mayoría a elementos del todo discordantes, que albergan en la unidad de la lucha su última esperanza de cara a encontrar un nexo común.
Ni Alfonso VIII, ni el Arzobispo de Toledo, d. Rodrigo Jiménez de Rada, habían sido capaces de valorar con la suficiente mesura los efectos que su llamada desencadenaría en el Mundo Cristiano. En un mundo frenético en el que por otro lado resultaban ya fácilmente reconocibles los síntomas llamados a presagiar la cercanía de un fin que amenaza con llevarse a cabo ya sea por superación, ya sea por colapso; la llamada a liberar tierra de  moros efectuada por los protagonistas desencadena en todo el mundo civilizado una forma de frenesí desconocida o al menos no sometida a las crónicas hasta el momento.
Todo el destinado a tener algo que decir se encontraba allí en aquel específico momento. Una tropa de lo más heterodoxa disponía una formación aparentemente coherente empleando para ello el valor que procedía de la interpretación que en muchos casos a título particular justificaba la presencia de una estructura que de no ser precisamente por el efecto que el miedo, reconocible eso sí en todos, aportaba; convertiría en absolutamente incierta la labor de encontrar un solo elemento común que uniera a tan solo dos de los llamados a conformar el ejército que estaba destinado a cambiar la dirección de la Historia…

Pero retrocedamos unos días en el tiempo, concretamente los necesarios para llegar al 20 de junio. Los mercenarios, por definición guerreros que ponen tanto sus armas como sus conocimientos en materia de guerra al servicio del mejor postor, alcanzan la población de Malagón, que por entonces se encuentra bajo dominio Almohade. En contra de los dictámenes fundados en la tradición, las negociaciones comienzan sin que de las mismas tengan conocimiento los que ejercen como responsables de las fuerzas contendientes a saber, el propio monarca, Alfonso VIII y por supuesto, el Arzobispo. Las consecuencias serán evidentes, y de las mismas será testigo el propio Rey una vez alcanza la fortaleza en cuestión. El espectáculo es dantesco, y será a efectos descrito por los cronistas oficiales. “Colgando de los lugares más inverosímiles. Degollados, masacrados, muertos de manera impropia; toda la población ha sucumbido al fanatismo de unos hombres que, víctimas del mayor de los miedos, el que desde dentro es capaz de pasar desapercibido sobre todo para el que lo padece, han puesto de manifiesto una vez más el efecto que el miedo como extensión de la persona, provoca en el tiempo…

El tiempo, o por ser más exactos cada una de las manifestaciones llamadas a conformar el ideal que al respecto del mismo nos hemos dado en conformar; son las llamadas a denotar tanto el orden como la presencia de los actos llamados a conformar en este caso el episodio que a continuación llama nuestra atención, y detiene nuestra máquina del tiempo.
14 de julio de 1789, Francia. Provocando mucho más estrépito que los alborotadores que luego serán en muchos casos idealizados como revolucionarios; el silencio, muestra de la incapacidad de Luis XVI para entender la gravedad de los hechos, recorre Versalles.
Luis se sabe perdido. Y lo que es más, sabe que todo está perdido. La lucha, la verdadera lucha, la llamada a convertir en históricos los acontecimientos de aquellos días, no se desarrolla entonces, ni allí. No es una batalla al uso, ya que en la misma no se carga con caballos, ni hay posibilidad de defender los fortines con honor cercano a la imprudencia soportando la carga con la esperanza de que ya sea la bayoneta, o la espada, se muestren certeros y hagan tenue el sufrimiento…
La verdadera batalla se comenzó a perder en 1751, cuando los philosophes, posteriormente conocidos como enciclopedistas, pusieron las bases del que estaba llamado a convertirse en el Nuevo Edificio. El Nuevo Estado, consecuencia única y a la sazón lógica de éste, requería de multitud de cambios, cambios que en la mayoría de ocasiones eran no ya imposibles de asumir, es que, de hecho, su mera mención constituía motivo de sanción bajo pena de Alta Traición. La causa, una vez más, evidente: La generación del escenario promovido, no lo olvidemos desde cauces lógicos, requería de la implementación de una serie de cambios que en sí mismos eran suficientes para poner “en tela de juicio” todas y cada una de las estructuras que hasta ese momento la Historia había demostrado como dignas “del mayor orgullo de Francia”.
A Luis XVI no le cupo duda alguna de que su fin estaba trazado no en la punta de una bayoneta, sino en las anotaciones al margen que efectuadas por uno de aquellos philosophers consignaron la fórmula que unía bajo el epígrafe de lo inexorable el triunfo de la libertad, al sucumbir de la tradición.
En consecuencia, la Revolución, prueba del miedo.

28 de julio de 1914. Como consecuencia de la negativa serbia de cara a aceptar las peticiones que la coalición formada por Austria y Hungría imponen en pos, supuestamente, de retrotraer el orden de las cosas al estado en el que se encontraban antes del atentado que causa la muerte al Archiduque Francisco Fernando y a su esposa en Sarajevo, el 28 de junio de ese mismo año; se declara la Primera Guerra Mundial.

Destinada a ser la mayor conflagración militar de la Historia, la guerra, que se prolongará hasta noviembre de 1918 en lo concerniente a lo militar, pero que no acabará hasta 1919 con la firma del Tratado de Versalles; se convertirá en el más elocuente ejemplo a la hora de demostrar el efecto que el miedo causa en los Hombres.
Los acontecimientos, o más concretamente la intensidad que en los mismos se detectan y que tienen lugar a lo largo de todo el Siglo XIX, conforman un Estado de las Cosas desconocido hasta el momento. Por primera vez, la sempiterna relación existente entre los Hombres y el Estado, y que de forma reduccionista queda formulada en la tesis en base a la cual el Estado debe su supervivencia a la capacidad que presente a la hora de dar soluciones no solo rápidas sino eficaces a las demandas presentadas por los ciudadanos; se tambalea de manera dramática. No ya solo el Estado, ni siquiera la propia Idea que del Hombre se tenía, ha sido capaz de resistir a los envites que el XIX y su eterna revolución conceptual llevan a cabo. El miedo, y su eterna representación, la inseguridad, se han apoderado de todo y de todos. La mejor solución, hacer como si nada de esto pasara y lo que es más, negar el propio paso del tiempo. Así, a efectos sociopolíticos, el paso al nuevo siglo no se llevará a cabo hasta bien entrada la mitad del siglo XX.

Luego vendrá la SGM. Su causa, en un claro paralelismo, la incapacidad para asumir sin miedo las consecuencias del Tratado de Versalles, que a la postre supuso el fin de la Primera Guerra Mundial digamos, de aquella manera, en lo que la Historia describe gráficamente como la Paz Armada.

Y siguiendo la senda trazada por las fuerzas en las que resulta fácilmente reconocible el rastro de el miedo; los acontecimientos que en Francia ponen día sí, día no, en jaque nuestra estabilidad.
Anecdótico o crucial, lo único indiscutible es que Francia parece trágicamente condicionada a ondear el estandarte de esa guerra que el Hombre tiene, y que le enfrenta contra su más terrible enemigo, él mismo.
Porque lo creamos o no, tanto lo que está en juego, como por supuesto el catálogo de recursos que estemos dispuestos a hipotecar en pos de la consecución de los llamados a considerarse como objetivos a mesurar en esta guerra, componen una apuesta que ya sea por el volumen físico que acumulan, o por lo trascendental de lo metafísico hacia lo que apuntan, predisponen al Hombre para una suerte de Lucha Final en la que paradójicamente resultan fácilmente reconocibles muchos de los Caballos de Batalla que ya han campado por sus designios a lo largo de la Historia.

Y entre todos ellos, el miedo. Otrora elemento de supervivencia, parece hoy encomendado a llevar a cabo la trágica labor de promover a la par que justificar la destrucción del Hombre por el propio Hombre pues, lo queramos o no, solo el Hombre puede ser el Lobo definitivo para el Hombre.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 9 de julio de 2016

CARLOS I. DE PROFESIÓN ESTADISTA..

Inmersos como estamos en un proceso febril, en el que los dislates, cuando no directamente los desmanes se adueñan de la llamada actualidad con una fijeza que solo la sinrazón puede explicar; puede resultar curioso, aunque esperamos que al final cuando menos desde la indolencia se justifique, te acudamos hoy quién sabe si desde la ignorancia, o más bien en lo que podría considerarse como una llamada de auxilio promovida desde el inconsciente, a remover los rescoldos de un otrora irrepetible, el del Pasado Imperial de España; pasado cuya encarnación pertenece,¡faltaría más! al que es su máximo artífice y por supuesto gran valedor: El Rey Carlos I de España, Emperador del Sacro Imperio.

Alejados de manera exhaustiva en lo que concierne a los ejercicios que habrán de dar forma a la presente reflexión el erigirnos ni en biógrafos ni en cronógrafos de la que es sin duda una excelsa figura; no es por ello menos cierto que tal y como han puesto de relevancia otros sin duda mucho más cualificados, entre los que se encuentran sin duda autores de la talla de GOODWIN o MARTÍNEZ SHAW; la empresa a la que nos enfrentamos, hablar de un monarca que sin duda ejerció su labor actuando en todo o en parte sobre un determinado territorio, a la par que sobre los súbditos en el mismo contenido; y tratar de hacerlo procediendo desde la voluntad de aislar los antecedentes y consecuentes que respecto de esos mismos súbditos sin que el ejercicio tienda al desastre, al cual se llegaría cuando del proceder se distinguiera cierta forma de alienación, cierto es que entraña en sí mismo todo un desafío, por constituir un ejercicio inaudito. Sin embargo, no es menso cierto que de poderse llevar a cabo, el periodo que se erige como el llamado a constituirse en el contexto de Carlos I es el único propenso para ello.

La lista de sucesos que en unos casos resulta correcto decir que acontecen, otros tan solo comienzan a pergeñarse, coincidiendo con la llegada a España del que ya es Carlos I de España, pues desde Abril el propio Cardenal Cisneros ha puesto en conocimiento de todo aquel destinado a saber por buen fin el hecho de que Carlos se ha titulado Rey; es de una enormidad sublime, si bien tanto la misma por consecuencia, como los resultados de la puesta en acción de los elementos consignados en esas listas, ha de buscar resumen en un único hecho tangencial, pero a la larga vital. Carlo I representa la superación de todo lo conocido.

El declive de la Dinastía de los Trastámara, no por progresivo menos llamativo, tendría bien merecido un desarrollo propio cuya extensión habría de ser proporcional a su grandeza. Sea como fuere, lo único que ahora haremos será dejar claro que la instauración de la Dinastía de los Austrias, hecho que acontece en la persona del nuevo monarca, no ha de tratarse, y mucho menos considerarse, como el resultado de un proceso de subordinación. Mas bien, al contrario, la comprensión del resultado por el que la Dinastía de los Austrias se erige en patrón del Imperio Español hay que buscarla en una suerte de metáfora por la cual el elemento superado no lo es porque en el mismo se aprecie dolencia ya sea superficial o estructural. Se trata sencillamente de que la nueva tecnología, más eficiente y capaz, representada en este caso por las técnicas que atesora el Rey Carlos, son sin duda mucho mejores. Así lo reconoce la Historia, y de hecho así fue asumido por sus protagonistas.

Absurdo por pueril resultaría tratar de afirmar que la irrupción de Carlos I, el destinado a ser llamado César, no tuvo desavenencias. Sin embargo, y al margen de las que podríamos llamar pragmáticas, esto es, las que tienen su desarrollo o consecución en el campo de lo práctico (las que dirimen la suerte del conflicto que las origina en el terreno de lo material); lo cierto es que serán otras, precisamente las que se amparan en el terreno de lo conceptual, las que se ganan modificando preceptos, instaurando o reforzando dogmas, las llamadas a ser indispensables una vez puesto en marcha el ejercicio destinado a lograr la comprensión de un periplo tan impresionante.

Porque aprendiendo de nuestros rivales, ejerciendo en este caso de ingleses cuando éstos prescinden de sus sin duda múltiples diferencias cuando se unen en pos de cantar las bondades del Imperio Británico, así es como deseo yo proceder hoy a la hora de hacer mención de la grandeza del Imperio Español.
Seguro que mi empresa está llamada al fracaso, de hecho, eso es algo que asumí desde el momento en el que constaté que adolezco de la condición indispensable que ha como tal ha quedado demostrada para todo el que desea ser reconocido como un buen Hispanista a saber, no ser español.

Y embarcados en las tormentas a las que a veces nos conducen los paradigmas, testigos quién sabe si de alguna broma macabra, es aquí donde nos damos cuenta de que, efectivamente, la última piedra que sus detractores arrojaban sobre el Rey Carlos una vez finiquitado el arsenal que a tal fin habían dispuesto, era precisamente la que se hacía fuerte en la obviedad, la que pasaba por constatar que si bien a su muerte en septiembre de 1558 Carlos era el más español de los españoles, esto no era así en 1516.

Carlos I no era español. Esta afirmación, petulante por obvia, causa por sí sola de litigios y desavenencias a cientos en 1516 y posteriormente, da lugar hoy a una sola consideración, la que pasa por añadir un “afortunadamente” a la misma. Conclusión a la que llegamos abusando una vez más y sin disimulo del que sin duda es nuestro mejor recurso: La Perspectiva Histórica.
Porque si bien resulta incontestable la afirmación en base a la cual los procesos de descubrimiento en unos casos y de conquista en otros, llamados en conjunto a definir el marco Geográfico en el que durante varias centurias habrán de transcurrir los acontecimientos llamados a definir la historia no solo de un país, más bien de todo un continente, están llamados a integrarse a partir de algo tan material y específico como es el brillo del acero, no es menos cierto que lo que está llamado a constituirse como el pegamento que consolidará las junturas de  un Imperio como el español será a la postre algo tan racional y a veces oscuro como es la manera de pensar de alguien que hace de la mezcla del Humanismo con la Idea Absoluta de Dios, su máxima disposición.

Porque será solo a partir de la intuición de la complejidad de la disposición de los pares de fuerzas destinados a conformar la insoslayable unión del Imperio Español, la cual ha de girar íntimamente ligada a la persona de su monarca y señor, donde ubiquemos el punto exacto donde emplazar el minarete destinado a proporcionarnos la visión de horizonte, casi de futuro, que resulta imprescindible no solo para entender la unidad de España (Carlos es en realidad el primer rey que tiene sobre su cabeza la Corona que no solo expresa sino que verdaderamente representa la unión de Aragón y Castilla); como sí más bien para entender la disposición de mente que será imprescindible para llevar a cabo el cúmulo de modificaciones que sobre todo en el plano epistemológico serán imprescindibles para ubicar a España en el nuevo tablero.

De la confabulación del escenario descrito (en tanto que real), con el esperado (cuya naturaleza es, de momento, a lo sumo potencial), redunda una única conclusión plausible, la que pasa por aceptar que las tensiones que inexorablemente habrían de depararse a la hora de conciliar los intereses de nación, con las aspiraciones de los que abiertamente apostaban por la macroescala, la conformación de un Imperio, habrían hecho saltar literalmente por los aires las estructuras del no lo olvidemos, aún incipiente estado, de haber sido las mismas dirigidas a parir de las conformaciones propias derivadas de las estructuras mentales de las que era capaz el momento histórico de los Trastámara.

¿Dónde reside entonces la gran diferencia llamada a hacer posible el éxito español? Pues precisamente en la eficacia con la que Carlos I logró instaurar primero lentamente y con ello con gran precisión, los usos y maneras de una nueva forma de pensar llamada a ser la protagonista de los Nuevos Tiempos.
Se trata sobre todo de aceptar que Carlos I resume en sí mismo la instauración del Humanismo Alemán. Una nueva forma de pensar, destinada a erradicar los angostos procederes que hasta el momento habían protagonizado la manera mediante la que se toman decisiones en Castilla.
El norte derrota al sur. Este que no otro es el gran triunfo del que ante todo fue un Hombre capaz y competente. Un Hombre que ejerció por primera vez la profesión de gobernante. El cambio parece sutil, pero solo una vez asumidas que no comprendidas las sutilezas que la afirmación encierra, nos llevan a entender la paradoja que se encierra en el hecho que nos ha traído aquí hoy a saber, la conmemoración de su deseo de abdicar. Lo que comenzó a gestarse a finales de junio de 1555.

 Capaz para gobernar, y competente. Competente sobre todo para instaurar no ya una manera de regir, como sí una manera de pensar. Por eso, ya solo por eso, la memoria de Carlos I permanece inalterada pese al paso del tiempo. La causa, evidente: Los reyes son barridos por el tiempo, pues solo sus obras quedan, y éstas, más pronto que tarde, siguen a los que las pergeñaron. Por el contrario, un gobernante nos deja Ideas. Su idea de la Vida, su Idea de España. Y las ideas son inmortales, arrastrando con ello a tal condición a los que fueron capaces de hacerse grandes pensando.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 2 de julio de 2016

75 AÑOS DE LA OPERACIÓN BARBARROJA, MUCHO MÁS QUE UNA OPERACIÓN.

Si bien puede resultar pretencioso tratar de resumir en un único concepto el destinado a calificar la llamada a  ser la más grande movilización militar de la que el Hombre ha sido testigo; la  Operación Barbarroja, desde luego que, y a pesar de lo contradictorio que en principio pueda parecer, inesperado no es, sin duda, el más adecuado.

La Operación Barbarroja, nombre en clave que aglutina los preparativos desarrollados por la Alemania Nazi y cuyo último objetivo redunda en promover la capitulación final de la URSS. El plan, tremendo, si se me permite el uso de la palabra, es de una magnitud tan colosal que por sí mismo, y sin entrar al menos de momento en consideraciones de carácter estrictamente funcional o de logística, ha de ser premonitorio para darnos una idea del respeto que el propio Adolf HITLER tenía al respecto del que es tanto a nivel conceptual como estratégico, el mayor enemigo al que puede enfrentarse Alemania

La comprensión del devenir del ya pasado Siglo XX, requiere del dominio de estrategias diferentes aunque sin duda complementarias. Por un lado, la primera mitad de siglo se halla inevitablemente estructurada por la convicción de que la puesta en marcha del hacer bélico como instrumento destinado a satisfacer demandas o querellas; lejos de suponer un atraso, constituye en realidad un proceder absolutamente justificado. En lo que concierne a la segunda mitad, bastará constatar la magnitud de los descalabros que como corolario del devenir de la anterior se suscitaron, para comprender no obstante la intensidad de los procederes diplomáticos que en aras de la corrección de improperios, hubieron de llevarse a cabo.
Sea como fuere, lo cierto es que solo desde la convergencia de ambos procederes, y por supuesto desde la comprensión de los factores que en uno y otro caso se llevaron a efecto, podremos y no sin esfuerzo llegar a conclusiones muchas de las cuales redundan su quehacer no tanto en explicarnos el pasado, cuando sí más bien en ayudarnos a desentrañar la madeja que ha dado como resultado nuestro propio presente.

Sea como fuere, uno de los elementos que con mayor contundencia se pone de manifiesto es el destinado a constatar una vez más la fuerza con la que sin duda están urdidos los nudos destinados a dotar de estructura llamada a ser considerada como la construcción de la que arbitrariamente nos servimos para aproximarnos en la medida de lo posible a la comprensión de nosotros mismos. Esa construcción, llamada Historia, se muestra ante nosotros como una entelequia o lo que es peor, como un silogismo, que muestra todo su vigor a la hora de refrendar en los hombres la desazón que se muestra eficaz cundo rebela lo imposible de tal proceder, pues al albergar la misma y por igual menesteres que son objeto unas veces de la acción individual, y otras de la acción de masas; lo cierto es que acceder a los mismos de manera analítica, o sea, por separado, resulta del todo imposible ya que hacerlo desnaturaliza los procedimientos en su totalidad, declarando nulos todos los resultados así obtenidos.

Es por ello que no ya la comprensión de la guerra, sino los esfuerzos que despleguemos en aras de comprender las causas, desarrollo y consecuencias de la propia Operación Barbarroja, han de llevarse a cabo con una mente abierta, dispuesta a integrar en un único modelo de viabilidad todas las variables que se susciten, a la par que estamos absolutamente dispuestos a ir cambiando nuestro a priori es decir, cualquier suerte de consideración previa (sea ésta de carácter científico o suponga un hándicap, en tanto que proceda de prejuicios).

Desde esta perspectiva puede que no sea fácil, pero sin duda estaremos en disposición de hacer si no creíbles, sí al menos aceptables consideraciones tales como las que pasan por concebir que la maniobra, al menos no en los aspectos que van más allá de lo puramente táctico, comenzó a fraguarse mucho antes de la fecha en la que se supone fue considerada la Directiva 21. Así, en términos eminentemente tácticos, la mencionada directiva, firmada el 21 de diciembre de 1940, suponía el desarrollo marco de un plan que dentro de las consideraciones máximas de la Blitzkrieg (Guerra Relámpago), supondría la elevación a los altares del concepto desarrollado por el propio HITLER, al lograr la caída por acción y colapsos de todas las estructuras que sustentaba al Imperio Soviético; ¡en un plazo no superior a los dos meses!

Tal y como sucede en las grandes ocasiones que nos brinda la Historia, por mucho que los factores más pragmáticos, en este caso los de diseño táctico, resulten en apariencia los llamados a ser recordados; surge de nuevo en el caso que nos ocupa la constatación de que la grandeza del hecho analizado corre pareja a la intensidad de los factores históricos que por una o varias causas se erigen en desencadenante del hecho en sí mismo.
Desde tamaño parecer, aquel que encuentre en la insatisfacción que para Alemania supuso la comprensión y posterior cumplimiento de los términos integrados en el Tratado de Versalles, elemento marco que termina con la capitulación de Alemania y como consecuencia evidente con el fin de la I Guerra Mundial; efectivamente estará poniendo de manifiesto la consideración primaria esencial no tanto para comprender, sino incluso para justificar, una maniobra del calado de la que hoy referimos.

Sin embargo, quedarnos ahí, sobre todo una vez hemos iniciado el camino de investigación, supondría un desperdicio de recursos pues como casi siempre, las causas obvias, sobre todo en Historia, no están para comprender la esencia de lo investigado, sino más bien para obstaculizar el acceso hasta tales esencias.

Si como dice el aforismo: “Tres son en realidad las formas de hacer las cosas: Bien, mal y como las hacen los militares”. Una cuarta, o al menos una matización de la tercera nos permitiría añadir “como las hacen los militares alemanes”.
Sin salirnos del contexto que nos proporciona la toma en consideración de las connotaciones procedentes de lo insatisfactoria que resultó la Iª Guerra Mundial para los intereses de Alemania; aunque sin comprender tal consideración en los marcos esperados por los que avalan semejante tesis; lo cierto es que hemos de retroceder más, mucho más, como mínimo hasta el Siglo XIX para empezar a comprender la cantidad y calidad de las causas pendientes que Alemania tiene. Al menos una por cada país de Europa.

Para empezar a comprender la magnitud, en este caso conceptual del proceso en sí mismo, habremos de prestar atención de entrada al nombre en clave elegido para denominarlo. La Operación Barbarroja recibe su nombre de Federico I “Barbarroja”. Como Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico en el Siglo II, Federico I Barbarroja encarna, ya sea a título real o legendario, la práctica totalidad de las consideraciones llamadas a conformar el catálogo del pangermanismo a saber, la corriente que a título de corolario encomia todas y cada una de las acciones y pensamientos llamados a ser considerados dignos de formar parte de Mein Kampf como sabemos, la obra atribuida a HITLER y en la que en principio se encuentran ordenadas tanto las aberraciones, como las supuestas justificaciones de éstas, destinadas a dotar de cuerpo a la sinrazón en la que acabó degenerando la enajenación de un iluminado.

Más allá de opiniones, uno de los conceptos estrella, el denominado Lebensraum hace mención expresa al concepto de “espacio vital”. Dícese, y atendiendo siempre a los considerandos esgrimidos por el Pensamiento Nazi: Aquel espacio que, por pertenecer o haber pertenecido en ocasión pasada o presente al Imperio Alemán; debe ser reclamado por cualquier medio para que los llamados a ser los elegidos lleven a cabo y desarrollen cuantos menesteres sean necesarios para el cumplimiento de la labor que les ha sido encomendada”.
Estamos pues ante los preceptos llamados a destituir todos y cada uno de los preceptos que a su vez, y ya por entonces, asentaban la hegemonía democrática del Viejo Continente.

Alemania siempre supo, y cuando digo siempre no me refiero solo a la toma en consideración de las conclusiones que pudo alcanzar en el transcurso de la Iª Guerra Mundial; como sí más bien a los aprendizajes que se refrendaran de las permanentes escaramuzas de las que se sirvió para mantener en jaque al continente durante todo el Siglo XIX; que su posición estratégica en este caso jugaba en su contra. Dicho de otro modo, al iniciar una contienda tenía que estar absolutamente segura de que ya fuera su enemigo del este, o el del oeste, había de permanecer quieto. Dicho de otro modo, cuando el amanecer del 1 de septiembre de 1939 es testigo de la invasión y posterior anexión de Polonia, entre líneas se sabe que tal decisión no es del todo su suicidio precisamente porque Alemania ya se había garantizado la neutralidad de la URSS. Neutralidad que se cuidaría muy mucho de violar, al menos no hasta que el logro de sus pretensiones, o la satisfacción de su voracidad, llevasen a HITLER a considerar adecuado el riesgo. El Pacto Ribbentrop-Mólotov es el marco al que se refiere tal consideración. Firmado en abril de 1938 constituye la renuncia expresa de HITLER a alcanzar algunos de los que a priori eran objetivos indiscutibles a saber: anexionar de nuevo los territorios que a favor de la URSS Alemania perdió definitivamente en 1918.
Si nos preguntamos por la justificación diplomática que suscita tal pacto, diremos que ésta beneficia sobremanera a Alemania. Además de asegurarse el inmovilismo soviético, logra que en caso de que éstos se planteen romperlo, hayan de negociar primero con Inglaterra y Francia, los cuales sin duda se mostrarán reacios a repartir su “éxitos estratégicos” con los recién llegados.

La que a día de hoy sigue siendo la mayor operación terrestre de la Historia, habría sido un rotundo éxito de no ser porque la megalomanía en la que se hallaba instalado su líder impidió verificar toda una serie de dificultades la mayoría de las cuales, constatadas ya por Napoleón, se resumen en la inconveniencia de llevar la guerra al este en invierno.

Diciembre de 1941 es testigo del fracaso de la Operación Barbarroja, y se erige en el instante en el que el tiempo comienza a contar hacia atrás en lo que concierne al devenir del Nazismo, en todas sus consideraciones.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.