El sol se pone en Castilla. Los fuegos del ayer, cuya
metáfora se cierne hoy tan solo en la forma que proporciona el lento caracolear
del humo que asciende mustio, quién sabe si incluso hastiado, por las ya ni
siquiera encaladas chimeneas; no hace sino recordarnos la ingente necesidad de
la llegada de otro tiempo, de otra realidad, que con sus héroes, e incluso con
sus villanos logre emocionarnos de nuevo promoviendo en todos nosotros la
siempre encomiable ilusión que proporciona la mera promesa de otro futuro.
Pero ya ni soñar nos está permitido. Aquéllos que diseñaron
nuestro presente, ebrios de no se sabe bien qué elixir, pecaron de tal orgullo
que fueron incapaces de pensar que su criatura, su ingente y absolutamente
basta creación, tuviera el más mínimo defecto. No dejaron pues la más mínima
puerta de escape, convirtiendo pues en baldío cualquier intento de huida,
obligándonos pues a buscar en nuestro funesto pasado, el último vestigio de un
incierto futuro.
La noche cae sobre Castilla. Pero no lo sabemos porque el
sol, rutilante e infinito, cargado en su condena con su propia misericordia,
haya tomado ya el camino de su lento desfile hacia occidente. Lo sabemos porque
una vez más, la alargada sombra de dos hombres, erguidos sobre sus monturas,
quién sabe si los últimos que pueden presumir todavía de semejante talante;
emprenden un nuevo viaje, raudos y prestos, en pos de la salvaguarda de los que
no pueden protegerse por sí mismos; convencidos de la necesidad de seguir
deshaciendo entuertos, pero ratificando igualmente la certeza de que no hay
cuartel para los pusilánimes.
Más de cuatrocientos son los años que contemplan sus
hazañas. Hazañas dignas de tiempos más dignos. Imagen de una época si no más
venturosa, sí cuando menos testigo incipiente de unos sueños cuyo traducir, de
haberse llevado a cabo conforme a verdades más favorables, sin lugar a duda que
hubieran reportado hoy escenarios y bondades más venturosas.
Porque era la realidad de El Ingenioso Hidalgo, por
otro lado la propia, aunque pueda no parecerlo, de D Miguel de CERVANTES, una
realidad mucho más prometedora. Como tantas y tantas veces suele ocurrir en
España, o como sería más correcto decir, como siempre acaba por suceder en
Castilla. Las veleidades del futuro han acabado por arruinar todo atisbo de
certeza de bondad del propio presente. Y es que en Castilla, la responsabilidad
de ser y sentirse castellano, siempre se ha pagado caro. Demasiado caro.
Y es así que D. Miguel soñó, y lo hizo para siempre. Y fue
así que D. Quijote se convirtió en el sueño de todos los castellanos. Un sueño
de presente, cuya perfección, hecha a base de constatación de nuestra
permanente imperfección unas veces, y de absoluta búsqueda de la misma otras,
ha acabado por ofrecernos un vestigio de la eternidad a base de descubrir una
errata en este continuo que en apariencia se suscita en la forma que desatan y
a la par integran el espacio y el tiempo, regalándonos una puerta al infinito.
Abrimos una vez más esa puerta, que para el común lo hizo
por primera vez un 16 de enero de 1605; y tras la superación de esos primeros
instantes de titubeo, que unos llaman prudencia, pero en los que otros no
tenemos reparo en identificar los abiertos logros del miedo, y nos sorprendemos
al encontrar al otro lado mucho más de lo que por otra parte hubiésemos podido
llegar a imaginar.
No es así Castilla lo que quiere ser, y no lo es porque como
ocurre en todos los lugares, y como ha ocurrido en todos los tiempos, las
gentes que le son propios no han tenido nunca constancia exacta de qué es lo
que querrían verdaderamente ser.
Se encuentran así pues, la Castilla del pasado y la España
del presente, en la mitad del camino, un camino que una vez más ha de
recorrerse a base de fracasos, frustraciones, y de la desolación que procede de
tener que llorar el recuerdo de ocasiones perdidas.
Pero una vez más, y de nuevo como siempre, no son ni los
lugares, ni los tiempos, los destinados a albergar en si mismos ni la alevosía
de las victorias, ni por supuesto la impunidad de las derrotas. Es el Hombre,
siempre el Hombre, quien de nuevo en lo sempiterno de su condición habrá de
hacer gala de la misma desempolvando una y mil veces el instrumento que le
caracteriza, a saber la responsabilidad, para, a modo de escoba, recoger con
sosiego, casi con mimo, todos y cada uno de los pedazos de los cientos que sin
duda componen la que supone enésima destrucción del proyecto de Hombre que
de nuevo hoy, ha vuelto a quebrarse.
Pero la misión no termina ahí. Usando como pegamento la
esperanza, y como guía la capacidad de soñar; haciendo de la indulgencia lo más
parecido al perdón, y haciendo de la piedad el más importante de los elementos
identificadores a la par que diferenciadores de cuantos procede el Hombre a la
hora de diferenciarse del resto de realidades; que ha de proceder con la
lenta a la par que laboriosa tarea de volver a juntarlos.
En ese momento, raudo y veloz, pero sincero y paciente, es
cuando resurge EL Ingenioso Hidalgo. Lleva haciéndolo más de cuatrocientos
años. Cuatrocientos años en los que ha contemplado glorias y miserias, proezas
y vulgaridades. Cuatrocientos años en los que ha acompañado no solo a los
españoles, sino más bien a todos los hombres (por ello se trata de una figura universal), marcando el camino con su
paso en apariencia corto, pero sobre todo con su sombra alargada, la propia del
que camina sin miedo haca el atardecer, el atardecer del mundo, sabedor de que
no ha de temer a su ocaso, sin duda porque
posee sobre sí mismo la más permanente de las fuerzas, la que procede de ser
consciente de su propia inmortalidad.
Porque D. Quijote es inmortal. Y lo es porque dentro de sí,
brilla el pasado y el futuro al converger en el mismo constancia expresa de
todas las españas que le precedieron, pero especialmente de todas las
que habrán de venir después de su marcha, que no de su olvido.
Y es que D. Quijote no puede ser olvidado, probablemente
porque no puede ser superado. Convergen en su figura caracteres tan
imaginarios, como otros reales, que juntos vienen a compendiar lo que
MARÍAS preconiza como la certeza de todos los españoles (…) aquélla que pasa
por saber que podemos obviar todas y la última de nuestras obligaciones, para
luego recorrer de forma vertiginosa el último de los caminos, convencidos de
que, efectivamente, queda otra batalla que luchar, y quién sabe si otro molino
por derrotar.
Molinos, como metáfora del infinito, en forma de la tarea
que siempre queda por hacer. Batalla, como constatación permanente de lo que
siempre conforma la realidad que no
somos capaces de abarcar.
En definitiva, haciendo bueno al Quijote, y por supuesto al
anochecer, virtud en la prudencia de saber que mañana podremos seguir soñando
con otros molinos, con otras batallas, y siempre con otro amanecer.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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