sábado, 3 de noviembre de 2012

DE LA MUERTE, DE DON JUAN, Y DE LOS OÍDOS ERÓTICOS. DE CUANDO EL HOMBRE ES EN TANTO QUE DISFRUTA, ASÍ COMO LA MÚSICA ES TAN SÓLO MIENTRAS SUENA.


Nos sorprende el Tiempo, una vez más, sumidos en el trance lacónico que supone la que es para el Hombre paradoja por excelencia. Aquélla que procede de intentar comprenderse a si mismo y a los demás, partiendo de extravagante ventaja de la que como reg cógita  procede de poder, aunque no por ello necesariamente comprender; debiendo  al menos asumir, la certeza de la muerte.

Es así que, de manera inexorable, es la propia muerte, o por ser más preciso, la constatación práctica que de la misma nos hacemos; la que nos proporciona la perspectiva necesaria para comprender, esencialmente, la idea de la vida.
Es a partir de ese momento, del de la madurez extrema que para el Hombre se alcanza cuando comprende tanto la muerte, como las consecuencias que de la misma se extraen, que podemos decir que el Hombre comienza a vivir.

Aceptemos pues, al menos como premisa discusiva, que el hombre, para empezar a vivir plenamente, ha de morir previamente. O lo que resulta menos dramático, y sin duda mucho más práctico; necesita disponer de una percepción, cuando menos utópica, de la muerte.
En definitiva, sólo la muerte, o para ser más cuidadosos en el lenguaje; otro de los elementos imprescindibles en este acto; proporciona al Hombre el ingrediente definitivo de cara a decidir de manera voluntaria y responsable cómo quiere vivir su vida, proporcionando además el precepto definitivo a la hora de definir en este caso qué tipo de hombre se desea ser. Estamos en definitiva definiendo los preceptos a partir de los cuales integrar la moral dentro de los límites de los que es el Hombre. Estamos pues, definiendo los parámetros para que la responsabilidad habilite los límites de la Vida, castrando con ello a la Humanidad, sometiendo con ello al Hombre al exterminio de las Libertades aunque. ¿Puede existir placer más allá de la extravagancia, si no disponemos de límites que añadan factor riesgo a un hecho, en la medida en que éste, ahora sí, esté realmente condicionado?

Decimos en consecuencia, que el grado de satisfacción que un hecho moral proporciona, depende en realidad del grado de certeza que disponemos en base a las consecuencias que la moral subsiguiente le proporciona.
Y en el caso que hoy nos ocupa, la moral incidente es la de la propia vida, y el placer consecuente al que aspiramos es el de la última satisfacción, la del placer hedonista por excelencia.

Retomamos la génesis de nuestra existencia de hoy, determinando que la existencia de la vida, y por ende las consecuencias directamente derivadas de sus acciones, proceden indefectiblemente del conocimiento, cuando no de la comprensión, de la muerte. Podemos así redundar en el hecho según el cual la vida del Hombre es más plena en tanto que es conocedor de su fin. Tan plena es, no obstante, que se le queda corta, habiendo por ello de inventar una nueva, o una prolongación, según se mire, en cuyo desarrollo alcanza la mayor de las perversiones, al calificarla como de eterna, no ya sólo al hecho de la vida, sino que dota de tal categoría a su propia existencia individual. Mas sin perder el norte, la única consecuencia evidente que obtenemos, pasa por asumir que ese grado de comprensión de la muerte, y como hemos dicho de la consecuencia directa que de la misma se extrae, cual es la de dotar de valor a la propia vida, así como a la de los demás, podemos sin duda referir que aquí y sólo aquí surge de manera absoluta y evidente, la responsabilidad. Responsabilidad que permite a cada hombre, ahora sí, en pleno dominio, decidir no sólo qué vida quiere vivir, sino más concretamente cómo quiere vivirla.

Por vez primera podemos, ahora sí, juzgar al hombre. Surge la primera clasificación objetiva del Hombre. La que surge de analizar la manera mediante la que Vida, Tiempo y Hombre se relacionan, circunscriben; se superan y se limitan, en base al nuevo teatro de operaciones al que ha dedo lugar la Moral, y su última arma, la Responsabilidad.
Y fruto de semejante juicio, evidente, y por primera vez de valores, ponemos por primera vez también sobre la mesa; la primera clasificación del Hombre, o cuando menos de sus estados, que del Hombre podemos hacer. Acudimos para ello a Kierkegaard y los tres estados que para el Hombre ratifica: Hombre ético, Hombre artístico y Hombre Religioso.

Constituyen estos tres estados, a mi entender; las manifestaciones de posición a las que cada esencia humana puede hacer frente en cada uno de los casos. Se trata por ello, o tal vez a consecuencia de lo mismo, una y sólo una de las manifestaciones que el individuo, o la percepción que de sí mismo tiene éste en cada caso, puede tener a lo largo de toda su vida. Afirmo con ello, que la esencia del individuo que da sentido a cada vida, no puede por ende deambular entre los distintos estados. Tampoco manifiesto que el individuo haya de morir, en el sentido físico del término. Digo que el abandono de cualquiera de las categorías, venga éste motivado por las causas que sean, conlleva una desaparición del individuo que era con anterioridad, en la medida en que el cambio en las percepciones que sirven de herramientas para componer en cada caso la vida; conlleva inexorablemente la conformación de una realidad tan distinta, que en el caso de obligar al mismo hombre a analizarla, conllevaría de manera inexorablemente la muerte neurótica del individuo.

Es así que, por primera vez, no planteamos la escala atendiendo a criterios de orden moral, esto es según la suposición platónica de que el tránsito por la misma tiene consecuencias de orden de superación moral. Por el contrario nos reforzamos en la tesis de que cada hombre está, en la medida en que sólo puede estarlo responsablemente, en uno y sólo en uno de los estadios. Cualquier otro escenario sería objeto de análisis hipocrático, cuando no abiertamente de estado neurótico.

En consecuencia, la presencia en uno u otro de los estados, depende singularmente de la predisposición al goce con la que cada individuo está dotado. Y en el caso que hoy nos ocupa, el Hombre estético esta sublimemente dotado para el mayor de los goces, el hedonista.
Es el Hombre estético feliz en tanto que ajeno no a las pasiones, sino a la presunción de responsabilidad que éstas pueden tener aparejadas. Retornando a la ya lejana ecuación que con la variable Tiempo escribíamos líneas atrás, constituye una realidad que no necesita ningún preparativo, ningún motivo, ningún tiempo.
Es Don Giovanni, la manifestación por excelencia de ese Hombre estético. Un hombre que no puede definir la Felicidad porque no caen, ni Kierkegaard ni Mózart en la estupidez de decir que la Música es el más sublime de los Lenguajes. Se trata sencillamente de un hecho mucho más superficial, el que procede de comprender que la felicidad puede ser definida sin más a partir de la sensación que procede de suponer saciada la necesidad de goce que cada instante presupone en la vida del Don Juan.
Se pierde con ello, si es que alguna vez existió, la menor disposición a la transcendencia. No es que el resultado sea un hombre superficial, es que cualquier otro resultado, hubiera sido una vulgar traición al Hombre que buscamos. Por definición un hombre artístico, ligado por ello a las cadenas de lo sensible, lo concupiscible, y definitivamente atado a la superación permanente por medio de la eterna superación que la muerte trae aparejada (presentando aquí, de manera para nada contradictoria, la única cesión que al terreno de lo dogmático y de lo absoluto hará en toda su existencia.)

Tenemos con ello un personaje efímero por definición. Un personaje carente de capacidad de expresión sentimental. Un hombre que logra su triunfo, el cual se materializa en la captura de amores femeninos, por medio de la emisión de signos eróticos.
Y es por eso que ambos, Don Giovanni y MÓZART, tuvieron la enorme suerte de encontrarse, en mitad de un asunto que es esencialmente musical.
Líneas arriba consignábamos una máxima, que adquiere ahora, tal vez, el grado de certeza que en un primer momento tal vez no poseía. La Música no es el más absoluto de los Lenguajes. La Música vive en realidad, más allá del Lenguaje, lo prolonga o lo sustituye. Sin embargo la Música se sonido, una ordenación de sonidos. Por ello, de manera inevitable, silenciado el sonido, acabada la Música.
Y es esta circunstancia, la que nos permite afirmar sin pena alguna, que Don Juan, Don Giovanni, El Burlador de Sevilla; o cualesquiera otro de los personajes bajo cuyo paradigma planteemos la ecuación, son en realidad absolutamente musicales. Desean sensualmente. Seducen con el poder demoníaco de la sensualidad, y seducen a todas. La palabra, el diálogo, no son para ellos, puesto que de ser así, estaríamos en realidad ante un individuo (todos son en esencia el mismo), reflexivo. Por eso es que no tiene una existencia permanente, sino que se apresura en un eterno desaparecer, exactamente como le ocurre a la música, de la cual podemos decir que acaba tan pronto como ha cesado de sonar, y sólo puede volver a ser, cuando vuelve a sonar.

Es así que la eternidad de todo Don Juan pasa por la inevitable certeza de que no es sino una nota musical que se consume en el goce libidinoso breve, instantáneo, y condenado por su propia naturaleza.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.




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