sábado, 13 de junio de 2015

JUNIO DE 1815. SIN DUDA LA MEJOR INSPIRACIÓN DE “JUEGO DE TRONOS”.

Se nos presenta hoy, en bandeja diría yo, una ocasión difícil de despreciar en aras de dar respuesta a una de esas preguntas cuya respuesta, a menudo por evidente, otras por problemática, nos es escamoteada. Me refiero a la manida cuestión del cómo se configuró, cuando no cómo se comprende, la actual Europa.

Partiendo de la evidencia de que Europa es por encima de todo mucho más que una suma de estados, yo diría más bien que la resultante de la suma de estados (emocionales) que confluyen en la concepción de cada uno de sus habitantes; no es menos cierto que los acontecimientos que desencadenados a partir de 1813, con Napoleón como protagonista indudable, serán sin duda los que de mayor utilidad resulten a la hora no tanto de pergeñar una explicación, cuando sí más bien de integrar todos y cada uno de los hechos que la Historia ha tenido a bien regalarnos, los cuales sin duda alguna pivotan en torno a la insigne figura del que probablemente haya sido el último Emperador de Europa. Porque lejos en mi ánimo el resultar dogmático, me atrevo a decir que quien a estas alturas se crea que Napoleón fue solo emperador de Europa, debe tal consideración quién sabe si a un ataque de ceguera, o a un empecinamiento vinculado a una suerte de neurosis.

Resulta el empecinamiento sin duda el peor de los puntos de partida de todos cuantos se pueden elegir, a la hora de defender una posición, sea cual sea la naturaleza de ésta; hecha por supuesto la salvedad propia de aquéllas en las que la pasión se revela como la única fuente de argumentación a partir de la cual defender las tesis que resulten de rigor. Sin embargo, ajenos por supuesto, al menos todavía, a ceder a la tentación de la pasión, lo cierto es que no habiéndose conformado todavía el escenario a partir del cual configurar el fragor de una batalla dialéctica en pos de las muchas que tanto el protagonista como su contexto pueden desencadenar por sí solos; lo cierto es que lo único que tenemos claro es la escasa necesidad de tales procederes en tanto que el asunto está, ante todo y por encima de todo, perfectamente documentado.

Sin ceder a la tentación de acudir al denominado Acta Final del Congreso de Viena, cuya rúbrica será estampada por los cuatro integrantes de la denominada Gran Coalición, (Gran Bretaña, Rusia, Prusia  y Austria) tal día como el 18 de junio de 1815; lo cierto es que cometeríamos no ya un desgraciado error, cuando sí más bien una falta de respeto tanto hacia la Historia como hacia sus protagonistas si de verdad pensásemos que incumpliendo una máxima de procedimiento histórico; La lectura y aparente comprensión de un solo hecho serviría para dar cumplida respuesta a un hecho, ya sea éste grande o pequeño. Así que qué podemos decir cuando la lo que nos enfrentamos es, en definitiva, a tratar de demadejar la madeja en pos de cuyo hilo puede llegar a encontrarse una de las respuestas a la pregunta concreta sobre la constitución de la actual Europa, al menos en lo concerniente a la cuestión de los repartos territoriales, con el grado de afección que tal hecho lleva aparejado.

Desde 1813 Napoleón lleva cosechando derrotas. Rusia, Vitoria, y cómo no la Batalla de las Naciones tendrán tanto sobre Napoleón, como más bien sobre su proyecto, un efecto destructivo. En contra de lo que pueda parecer, máxime por tratarse de batallas, lo que parece conducirnos a pensar que el resultado de las mimas ha de valorarse en términos y lenguajes estrictamente bélicos, lo cierto será que la realidad maniobrará de manera perniciosa en pos de conducir la aparente objetividad del lenguaje militar (que es expresa en lo inequívoco que resulta el batalla ganada, batalla perdida), hasta la ambivalencia más propia del lenguaje diplomático, en base al cual la derrota más colosal puede acabar convirtiéndose en el primer paso de un largo camino que acabó por…

Logramos así pues desplegar sobre la mesa todos y cada uno de los componentes destinados a lograr describir el mundo de principios del XIX y lo más importante, lo hacemos habiendo logrado, al menos en apariencia, mantener la cordura.
Nos encontramos así pues ante un escenario en el que manteniendo al margen al menos de momento la importancia de los personalismos, Europa dirime sus problemas por primera vez en su historia repartiendo a partes iguales la trascendencia de lo diplomático, y de lo militar.
En Viena, auspiciado por Francisco I, lo más florido de las Cortes Europeas se encuentra reunido desarrollando lo que podríamos denominar, la componenda diplomática por el que la VII Coalición (el cuatripartito), se va a repartir Europa.
La operación, no carente de riesgos ni en lo concerniente a los territorios que pueden suponerse, como especialmente en aquellos que no podemos ni tan siquiera llegar a imaginar; tiene una doble vertiente: por un lado hay que contentar a los que funcionando como aliados, merecen un componente de aparente respeto en pos de agradecer su participación contra Napoleón en las diversas batallas, sitios y demás conductas en las que a lo largo de los últimos años, y cómo no a lo largo y ancho de todo el territorio, han ayudado a la derrota del Emperador.
Sin embargo, lo más interesante está por llegar. Fruto de la lectura atenta de la ingente documentación que el proceso deja tras de sí, toma fuerza una certeza propiciatoria para alimentar no ya la especulación, cuando sí más bien la más pérfida de las teorías, y que pasa por la constatación de que tanto el proceso de negociación como por supuesto la toma de conclusiones que del mismo se derivaron,  estuvo sembrado de tensiones que pueden concentrarse en la elaboración de una serie de tesis ocultas cuyo desarrollo y conocimiento estuvo solo al alcance de los cuatro grandes integrantes de la coalición. El resto de países, quedaban fuera de tal proceder.

El hecho, lejos de resultar anecdótico, o incluso descriptivo, adquiere más bien un carácter trascendental en tanto que solo así podemos introducir nuevas variables en la interpretación de la Historia a partir de las cuales comprender conductas desarrolladas por algunos de los participantes las cuales, al menos hasta ahora, resultaban no tanto preocupantes, como sí más bien sumamente difíciles de justificar, sobre todo en términos de lo que daríamos en llamar responsabilidad histórica.

Para empezar a comprender el escenario que se puede estar configurando, diremos que en la voluntad de los integrantes de la mayoría de las delegaciones que concurrieron al Palacio Hofburg, no se encontraba por supuesto el dejar su nombre en la Historia.
Consolidándose como una insigne prueba de la maquiavélica voluntad que estaba detrás de la consolidación del Congreso de Viena, lo que queda claro es la indiscutible habilidad demostrada por quienes confeccionaron la lista de invitados a saber, una lista que bien podría confundirse con la lista de agraviados. Una lista que, lejos todavía de comprender, se supone más que numerosa porque a estás alturas ¿Qué país o potencia no se ha sentido de una u otra manera agraviada o perjudicada por la conducta despótica y tirana de Napoleón? A lo sumo el Mundo de Nunca Jamás.

Partiendo de la premisa de lo elevado del número, y anticipando de manera magistral la consideración que resulta evidente, la cual procede de entender que la unión en pos de un objetivo común, de potencias que si bien hasta el momento parecen irreconciliables, puede obstaculizar e incluso impedir los deseos que los “Cuatro Grandes” tienen claros;  es cuando el gran Robert Stewart, a la sazón vizconde de Castlereagh, y secretario de Estado para Asuntos Exteriores de Reino Unido,  llega al Continente directamente enviado desde Liverpool como representante del Gobierno Tory. El objetivo, evidente: Coordinar a las cuatro grandes potencias integrantes, en pos de la consecución de un acuerdo duradero por la robustez de sus ingredientes; logrando a la par, y no por error cuando sí más bien a consecuencia de la propia negociación, la redistribución del prestigio y por ende del poder que legítimamente a ésta le es asociado y que les correspondería al resto de potencias europeas, que pasarían a ser residuales, al considerarse su participación en el mismo plano del desempeñado siempre por las denominadas Tropas Auxiliares.

Huela señalar el éxito de tales ardides. Baste como prueba el desastre que para la España de Fernando VII supuso el racanear Ducados como el de Parma o Guastalla a favor de María Luisa de Borbón.

Constituye ésta pues, la mejor visión que hoy por hoy estamos en condiciones de aportar, de uno de los hechos más importantes de cuantos han venido a desarrollarse en la Europa de los últimos años. Un hecho abrumador en el que sin duda echamos de menos la presencia de esos Grandes Héroes, quién sabe si como respuesta en este caso a la ausencia de los Grandes Villanos cuya naturaleza justifica en sí misma la consolidación de esos grandes momentos que se llevan a cabo, de una u otra manera para pasar a la Historia.

Y mientras en Viena la diplomacia europea juega a los dados, Napoleón, al frente de un importante ejército claramente armado experimentado y a la sazón perfectamente formado busca ansioso su último enfrentamiento.
Como dirían en Esparta: Volved con vuestro escudo, o sobre él. Ni para Napoleón, ni por supuesto para Europa, las opciones son muchas más.


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

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