sábado, 20 de junio de 2015

DE WATERLOO A EUROPA, PASANDO DESDE LUEGO POR LA HISTORIA.

Porque siguiendo en este caso de manera absolutamente extraordinaria con lo implementado en nuestra última cita; de lo único de lo que a estas alturas podemos estar absolutamente seguros es de que las maniobras, ardides y detrimentos de los que ahora se cumplen doscientos años vinculaban de manera inexorable su designio, fuera éste cual fuera, al destino de Europa.

Sin poner en duda a los que afirman que lo que allí ocurrió ha de quedar implícitamente vinculado a una batalla más; lo cierto es que el que esto escribe declara su adhesión a la línea que prefiere considerar la posibilidad de que por bien o por mal, allí, entonces, comenzó a escribirse cuando menos el prólogo de lo que hoy conocemos como Realidad Política y Social de Europa.

Retrotrayéndonos a lo expuesto en la disertación de la semana pasada, de las conclusiones no ya del Acta de Viena cuando sí más bien de la consolidación de todas las premisas que de una u otra manera sirvieron para alumbrar las consideraciones de composición de la denominada VII Alianza; han de extraerse de manera inequívoca toda una serie de conclusiones la mayoría de las cuales puede atribuir su mención a varios ámbitos; lo cual lejos de suponer un problema, no hace sino poner de relevancia lo ampliamente diversos de las consecuencias de los actos traídos a colación los cuales, actos y consecuencias, sirven sin duda precisamente en su diversidad para enfocar sin miedo a pecar de ingenuos, la firme posibilidad de que efectivamente, la suma de acuerdos que por activa o pasiva se alcanzaron en Viena respondan por sí solos a la mera posibilidad de esperar que efectivamente, allí se fraguó la esencia de los procesos que tendrían ocupados a Europa en los siguientes dos siglos.

Nos encontramos sin duda ante el fin de una época. Toda una manera de entender la vida, y cómo no, de actuar en consecuencia, se ve substancialmente modificada. El colapso, por otro lado evidente, parece abocarnos de forma una vez más indefectible a la sucesión de acontecimientos una vez más indefectibles, que en la mayoría de las ocasiones se resume en la certeza de que conocidas las premisas, y reforzado en la experiencia el modo de proceder derivado del razonamiento que ha de ampararlo; nada ni nadie podrá evitar un resultado que, cuando menos, se librará dentro de los cánones que son previsibles.
Citando así pues a Heródoto, probablemente el mejor Trágico, en la cita que probablemente mejor resuma la esencia del pensamiento pesimista: “Es difícil para el hombre cambiar el sentido de aquello que ha de suceder por voluntad de los dioses. Y la peor de las penas humanas es precisamente ésta: el prever muchas cosas y no tener el menor poder sobre ellas”.

Prescindamos pues de los dioses, al menos en el sentido en el que Heródoto promueve, y sustituyámoslos por alguien de quien la Historia ha dado sobradas muestras de creerse casi uno, al menos en lo que concierne a la fuerza con la que apuntalaba lo que conformaba su firme catálogo de voluntades.
Una vez caídos los dioses, hubimos de conformarnos con Napoleón.

Militar, político, estratega…Napoleón unifica en su persona algo más que un largo catálogo de consideraciones probablemente encaminadas a consolidar la bella definición de ese concepto aplicable por última vez de manera coherente a los hombres del XIX, tal vez porque con la expiración del mismo desfallecen los tiempos y los contextos en los que las conductas y los méritos cabían.
Hombre polifacético por excelencia, la multiplicidad no obstante ajena a la ambigüedad de la que el corso hará gala a lo largo de toda su vida nos sirve para definir los rasgos de proceder, toda vez que la complejidad del personaje avala desde la prudencia la tesis de guardar siempre un importante margen ante el impropio en el que se puede convertir el creerse capaz de escribir una línea más de las que ya hay escritas encaminadas a decir algo nuevo no tanto de la mentalidad, sino a lo sumo de la sintomatología que a lo largo de toda su vida acompañó cuando no definió a Napoleón.

Mas ciñéndonos escrupulosamente al análisis de los hechos, ni siquiera así resulta viable el éxito en la tamaña empresa que poco a poco se dibuja cuando queremos emitir un juicio de valor vinculado a las conductas del francés.
Hombre de agudo ingenio. Capaz como nadie de analizar los hechos, erigiéndose por ello en un alumno aventajado dentro de la categorización que precisamente Heródoto profería, toda vez que efectivamente su comprensión de las variables que determinaban su presente le permitían no obstante pergeñar un futuro que a modo de niño bien educado se presentaba siempre fielmente a la cita que con él había establecido; consolidando con ello no en vano la percepción nihilista y precursora de los ámbitos que en pocos años habrán de iluminar el camino de la que gráficamente denominaremos Filosofía de la Sospecha, la cual en este caso amamantará el embrión del deseo de frustración convenida que se devenga de saber que conocer con lucidez clara y distinta lo que habrá de suceder no hace sino alejarnos del común toda vez que la virtud que a tenor de los acontecimientos redunda en tal categoría, pone a los confortantes de tal categoría en nuestra contra, alimentados, cómo no, por el odio que se desprende a título de corolario de la que no es sino su aliada natural, a saber, la envidia.

Tenemos así a un ya no tan joven Napoleón que desde la Revolución hasta su particular hoy, 18 de junio de 1815, echa la vista atrás, aunque solo sea para tomar impulso, y más allá de la visión de un campo de batalla que no le es plenamente satisfactorio, puesto que su reducido tamaño le imposibilita ya de entrada para el desarrollo de las que son ya sus conocidas maniobras envolventes por los flancos; observa en realidad el desarrollo de la que ha sido la película de su vida. Una vida promovida a partir de la complicada acción encaminada a homogeneizar tendencias de por sí abiertamente incoherentes, que de darse en cualquier otro sin duda hubieran promovido la concepción de un monstruo. Pero si de algo estamos seguros es de que Napoleón merece casi cualquier trato menos, por supuesto, el que puede devengarse de considerarle un cualquiera.

Por eso que al imaginarle erguido sobre su caballo sobre aquel promontorio en este caso no estratégicamente elegido, tras perseguir a su enemigo durante jornadas que sin duda entre otras cosas por su inferioridad en los medios, se han traducido en una época agotadora; es por lo que podemos cuando no imaginar, sí al menos hacernos una idea de las torrenteras de emociones que discurrían por la mente del que en aquel momento actuaba de nuevo según las atribuciones de un brillante mariscal de campo.

Lo cierto es que nada apuntaba en la dirección correcta. Ateniéndonos a lo estrictamente cuantitativo, los esquemas convencionales detraían de la voluntad de plantar batalla toda vez que la enumeración de recursos y efectivos declaraba, sin duda sobre el papel, la demoledora ventaja del Frente Aliado en lo concerniente a medios y recursos. Del cerca de medio millón de hombres, más de cinco mil piezas de artillería desplegadas, y más de sesenta mil jinetes llamados a la batalla; las proporciones más que no alentar, lo que hacían era negar científicamente cualquier opción en pos de apostar por las opciones del corso.
Sin embargo de  la lectura atenta de los hechos que desde la premisa histórica podemos llevar a cabo, una vez esgrimida la virtud de la perspectiva implícita en el paso del tiempo; que podemos afirmar que si Napoleón entró en batalla fue sencillamente porque no le quedaba ninguna otra opción.

Ajenos a cualquier otra consideración más allá de las estrictamente militares, toda vez que las mismas ya han sido convenientemente tratadas, podemos afirmar que las acciones desarrolladas por el ejército aliado desde su salida de Francia, las cuales podemos simbólicamente resumir bajo las connotaciones del hacer militar conocido como práctica de la política de tierra quemada, arrojaron poco a poco a Napoleón al acantilado que supone constatar que la lejanía por un lado de sus base de avituallamiento; junto a la constatación de que sus enemigos iban destruyendo por delante todo lo que no les era de utilidad, abocaba a Napoleón a la certeza de que la confrontación final se hacía no solo inevitable, sino más bien necesaria ya que de cualquier otro modo el hambre y las penurias acabaría por diezmar su dolido ejército, ya fuera por la acción del hambre, o de las deserciones.

Por ello que la elección de aquel lugar de la actual Bélgica, sobre el que al menos a priori nada parecía prejuzgar la posibilidad de que hubiera de ser el elegido para detener durante unos instantes los designios de Europa, y por ello los destinos del mundo; se desencadenó una de las mayores tormentas bélicas de cuantas a partir de ese momento se mostrarán como herramientas imprescindibles de cara a comprender la Europa que está por venir. Una Europa que había comenzado a pergeñarse meses atrás, a finales de 1814 en los despachos de los consulados europeos de los países que conformaban la VII Alianza: Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria pero que de justicia resulta decir que hasta que no se apagó el último eco de la Batalla de Waterloo, hasta que el disipar del humo del último cañonazo disparado no permitió ver un nuevo horizonte; resulta de justicia admitir que todo el mundo contuvo el aliento, a la espera no en vano de lo que tuviera que decir quien ha sido el Último Emperador que ha tenido Europa.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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