sábado, 25 de julio de 2015

DE LA PERSISTENCIA DE LA DEVOCIÓN, CONSTATACIÓN DE UNA NECESIDAD CRECIENTE.

Abrumados una vez más por la todavía incipiente sed de saber, tan solo la constatación de que ¿afortunadamente? en realidad todo está aún por hacer, nos proporciona cierto grado de calma. Incluso de satisfacción, cuando tras escudarnos en la excusa que nos proporciona la falsa humildad, no hacemos sino esconder vagamente nuestras miserias, y entre ellas, como una de las mayores, la que pasa por aceptar que somos sagaces buscadores de cualquier verdad externa, cuando en realidad somos incapaces de encontrar un ápice de consuelo en nosotros, en nuestro interior.

Inmersos en la falsa conciencia que nos provoca el saber que no sabemos, corremos por la vida impregnados de una suerte de veneno que, corriendo por nuestras venas acaba por convertirse en compañero inseparable no solo de los hombres como individuos, sino que amplía sus capacidades pudiendo ser fácilmente identificable en los modelos sociales más propios como es obvio de El Hombre como Estructura Histórica.
Este veneno, imposible de definir en tanto que furtivo a la capacidad de comprensión de los hombres, se manifiesta ante nosotros más como una atribución que como una certeza toda vez que solo por las consecuencias que no por su naturaleza podemos interpretar su mensaje.

Recordando una vez más la paradoja del pastor que en la Grecia Clásica apacentando sus corderos es testigo de lo que el identifica como una manifestación de la fuerza de los dioses al ver cómo un rayo golpea un árbol cercano reduciéndolo a cenizas; no podemos sino que sonreír. Pero pasados los lógicos instantes que en buena lid hemos de conceder a la chanza, no seríamos por el  contrario justos si no nos detuviésemos, cuando menos unos segundos, para inspeccionar las muecas de incertidumbre que poco a poco se van conformando en la facies de los que instantes antes reían quién sabe si inconscientemente. Y cómo no, para aumentar el contraste y con ello la sensación de desasosiego, el silencio. Silencio, manifestación cuando no sinónimo de la actividad vinculada a la capacidad del raciocinio humano cuando éste amenaza con ponerse en marcha, casi siempre esperando la recompensa de la satisfacción de hallar, o al menos creerlo, la respuesta que satisface la demanda que en cualquier caso motivó el hecho constatado.
Mas en este caso todo es imposible, puesto que la verdad, en esencia quién sabe si el horizonte de la última frontera, queda no tanto ya lejos. Se revela como manifiesta y francamente inalcanzable.

Para satisfacer la recriminación de aquéllos que llegado este momento se deleitan pensando que algo falta para poder efectivamente hablar de paradoja; procederemos a invitarles a que haciendo un esfuerzo, localicen primero y posiciones después en la actualidad a un pastor en parecida posición. Abrumados por la grandiosidad de la naturaleza, y tras superar los pequeños detalles tales como los que proceden de comprobar que el sonido de los pájaros que acompañaban a nuestro ancestral amigo han sido ahora superados por el ruido de los aviones a reacción que siguen persiguiendo la última frontera, y reprimiendo el deseo de construirnos con caña natural una cítara capaz de aspirar a la belleza en tanto que lo efímero del sonido de ésta promete aumentar los placeres, nos encontraremos en una posición ciertamente muy parecida.

Porque más allá de los arreglos y, siendo éticamente sinceros. ¿Cuántas cosas han cambiado realmente? A la vista del sin duda ingente poder que subyace a la caída del rayo, aparte del miedo ¿instintivo por innato? que recorrería sin duda una por una cada célula del individuo, sin duda que la que posiblemente constituya la cuestión central de todo este relato no aparezca sino reflejada en la concepción de la naturaleza humana que sin duda se vería liberada en forma de un más que previsible: ¡Ay Dios!

Efectivamente. Una vez salvados los más de dos mil quinientos años que separan a nuestros dos pastores, solo una cosa ha cambiado, la percepción del grado de ignorancia que respecto de los hechos que son propios de la Naturaleza, albergan respectivamente el uno, y el otro.
Grado de ignorancia respecto del cual uno y otro lidian haciendo de su vida el mismo tránsito. Digo el mismo tránsito porque puestos a ser justos, la ignorancia de ambos al respecto de cómo suceden las cosas tiende, en ambos casos, a infinito. Por ello que no cometeremos ninguna barbaridad conceptual si las igualamos.

¿Significa esto que casi tres milenios no han supuesto sino una pérdida de tiempo? En absoluto. El transcurso del tiempo nos ha hecho sabios, aunque en este caso no a base de incrementar nuestros conocimientos, sino más bien permitiéndonos ser conscientes de nuestra supina ignorancia.
Así, lejos de negar el sin duda impresionante camino que sin el menor género de dudas hemos recorrido como especie; camino que metafóricamente separa de manera aparentemente irreconciliable a nuestros dos pastores; lo cierto es que insisto, sin menospreciar a los defensores de la teoría del progreso co-substancial,  me atrevo a decir que siguen siendo muchas más las realidades que les unen, que aquellas que les separan.

Es así que recuperando a nuestro Pastor Heleno, o recuperando más concretamente el instante en el que es consciente de el impacto del rayo destructor, creerá ser testigo de un acto sobre humano, por ende achacable a la actuación y voluntad de los dioses. De hecho seguro que con paciencia podríamos incluso identificar el color de la túnica con la que iba vestido Zeus al quedar materializado durante un instante, el que coincide justo con el momento en el que el brillo cegador sitúa la manifestación de la voluntad de éste.
No por el contrario, cuando interrogamos al respecto a nuestro pastor más moderno, por ende en apariencia más alejado de la innata concepción de los matices en aras de la consecución de imágenes de carácter bucólico; nos sorprenderemos no obstante con una suerte de relato en el que incluso la descripción de algunos aspectos resulta del todo identificable con la efectuada por su antecesor; terminando por diferenciarse ésta en lo esencial, tan solo en aspectos externos, que podríamos unificar dentro de lo que llamaríamos consideraciones de índole técnica.

A título no de conclusión, salvo que la misma sea dotada de la condición de procedimental, lo que le hace partícipe de la capacidad de ser refutada en tanto que se convierte en una herramienta más a ser utilizada dentro del proceso hipotético-deductivo en el que a estas alturas estamos netamente inmersos; podremos decir que lo que convierte a nuestro pastor en más inteligente no se encuentra dentro de lo que podríamos cuantificar como una mayor dotación conceptual. Sorprendente (y paradójicamente) lo que permite afirmar que nuestro pastor es más sabio pasa inexorablemente por la manifestación de humildad que conlleva su reconocimiento al respecto de las muchas cosas que sabe que no sabe.

Resulta así que lo que separa a los sendos ¡Ay Dios mío! que uno y otro sin duda pudieron proferir, no es la cantidad de conocimientos a cuya percepción renunciaban toda vez que descargaban sobre un ente superior capacidades que al menos hoy, al menos en apariencia, pueden ser explicadas sin necesidad de acudir a tales entes. Lo que en realidad les separa es la traumática constatación de una realidad inefable en este caso solo atribuible al pastor moderno, y que pasa por la inexorable constatación de que el saber, en términos abstractos, solo nos conduce al dolor que produce la renuncia. La renuncia que pasa por afirmar que la constatación de las respuestas que surgen de las eternas preguntas conduce sino a la intangibilidad de otra pregunta.

Lógicamente, no todo el mundo está capacitado para asumir semejante certeza. Una certeza que puede resumirse en la pesadilla de constatar que lo único que diferencia a ambos pastores es la tranquilidad con la que duerme nuestro protagonista Heleno. Una tranquilidad que choca de plano con el estrés al que sin duda estaría sometido nuestro moderno protagonista cuando comprueba que su mayor conocimiento de las cosas no le diferencia de su homólogo más que en la necesaria comprensión de lo en apariencia absurdo de su búsqueda si es que ésta, de verdad alguna vez persiguió acercarse al conocimiento absoluto. ¿Podría esconderse tras semejante actitud una forma de desafío a Dios?

Es así pues que, lejos de cerrar el círculo, anunciamos la inconsistencia del procedimiento toda vez que atacamos con instrumentos contingentes, la resolución de conceptos que son enteramente necesarios.
Resultan así no solo comprensible, diríamos pues que casi inevitable, la adopción por parte del Hombre de una suerte de menesteres destinados no tanto a acercarle a Dios, como sí más bien a alejarle, aunque sea de manera estéril y baldía, de su propia condición de inexorable debilidad. Una debilidad que si bien resulta compartida con el resto de animales, resulta una anomalía excepcional en tanto que él y solo él es enteramente consciente de la misma a la vez que él es el único ente creado competente para ser consciente de sí mismo.

De esta manera podemos ahora sí concluir que el denominado Paso del Mito al Logos constituye un proceso mucho más costoso de lo que en un principio podríamos haber imaginado. Un proceso dinámico, en perpetua evolución, dentro del cual y a pesar o tal vez gracias a haber erigido al Hombre como Principio y Fin, hemos de terminar por asumir que de manera absolutamente natural, hayamos de acudir a Dios, de vez en cuando.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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