sábado, 10 de septiembre de 2016

DE BORODINO A MOSCÚ, PASANDO POR TOLSTOI.

Puestos a buscar elementos si no conductas que sirvan o al menos en apariencia puedan servir, para establecer un protocolo tipo en torno al cual elegir un modelo de conducta cuya presencia, ya sea por reiteración o por intensidad, se erija en proceder válido a la hora de afirmar ante su mera presencia que, efectivamente, nos hallamos ante un proceder eminentemente humano, no resultaría en absoluto descarriado afirmar que éste, de existir, habrá de hallarse vinculado de una u otra manera a la que sin lugar a dudas se pone una y mil veces de manifiesto como la que es sin duda una de las actividades que por excelencia definen al Hombre precisamente a través de su comportamiento. Estamos hablando, sin duda, de la Guerra.

Se erige así pues la guerra, como la manifestación digamos, elegante, de una de las respuestas más naturales de las que el Hombre se sirve, a saber, la conducta violenta. Es entonces la Guerra algo inherente al Hombre, sencillamente porque como viene ocurriendo con todo lo que forma parte de éste, evoluciona con él, de manera que no somos objeto de desinencia alguna cuando afirmamos que la Guerra como elemento es el resultado pulido de la evolución del que hasta este momento solo podíamos reconocer como un instinto a saber, el de la violencia.

De esta manera, que recuperando la cuestión que ha dado hoy origen a nuestra reflexión, es la guerra, en tanto que medio a la vez que fin de uno de los procederes naturales del Hombre, objeto de otro de los grandes condicionantes que ante el mismo se muestran, calificándolo. Estoy hablando del concepto de la competitividad.
Somos animales competitivos. La afirmación no necesita de mucha explicación en tanto que la que se refrenda como la más eficaz de las demostraciones, la que se nutre del proceder práctico, revela sin lugar a dudas la conveniencia de tal afirmación. Somos eminentemente competitivos, y tal hecho no acontece por casualidad. Es la competencia uno de los mayores estímulos a los que puede recurrir quien actúa como mentor, una vez considera esgrimida la necesidad de que su pupilo quiera más. Porque en el fondo de eso y de poco más se trata. De querer más, pueda semejante algo más verse satisfecho por medio de entes materiales, o por el contrario necesite de la participación de estructuras de pensamiento, cuando no incluso metafísicas.

Por ello, cuando el alba comenzó a bañar los deslavazados territorios que circundaban la hasta ese momento desconocida aldea de Borodinó en aquel 7 de septiembre de 1812 nadie, probablemente ni siquiera los comandantes que por responsabilidad asumían ante la Historia la representación de todos los participantes, estaban en condiciones de poder afirmar que es iba a ser sin duda, la batalla más importante de todos los tiempos.

Enmarcada dentro de las Guerras Napoleónicas, y por contexto formando parte indispensable de lo que posteriormente se ha dado en llamar La Gran Guerra Patriótica; La Batalla del Río Moscova, como se la conoce desde el lado ruso, se erige por derecho propio como la gran vencedora dentro de esa clasificación que atendiendo a los escenarios descritos al principio, convierten en imprescindible para el Hombre el establecimiento de una suerte de categorizaciones destinadas no tanto a conciliar su puesto con la realidad, como sí más bien a tener más fácil la forma de referirse a esa misma realidad.

Ajenos a cualquier suerte de percepción, libres pues de tener que pagar el abrumador tributo que para la Historia suele suponer el verse abocado al terreno de la subjetividad; lo cierto es que ya solo las cifras abruman.
Como si quisieran dar prueba fehaciente del porqué de su nombre la Grande Armée, al frente por supuesto de Napoleón, inició la operación encontrándose exultante, lo que se traduce en una cifra de efectivos superior a los 700.000.
Muchas y de muy diversa relevancia son las causas que originan el que será enésimo intento de conquistar los territorios de Rusia, intento que como recuerda la Historia no será el último. Sin embargo, la mera mención de la cifra reseñada ha de hablar por sí sola de la intensidad de éste. Una intensidad que sin duda se ve solo superada por la determinación de quienes, unidos una vez más por la capacidad exultante de un líder, en este caso Napoleón, se lanzan de nuevo al choque contra un muro que la Historia ha revelado una y mil veces como algo más que inexpugnable.

Algo más que inexpugnable. En principio una frase inadecuada, pues en su aparente redundancia bien puede hallarse implícito el principio del fracaso que determine su error. Sin embargo de proceder así, craso error es el que estamos condenados a cometer, el mismo por cierto que cometió el general francés, cuando abrigó la menor esperanza de ver sucumbir a Rusia. Porque en el caso de que tal hecho pudiera acontecer: ¿A qué quedaría circunscrito el decaimiento de Rusia? ¿Bastaría con el efecto demoledor que se produciría a medida que el avance francés redundara en la pérdida de territorios? ¿La caída de Moscú redundaría en la metáfora de la tan deseada victoria?

La respuesta es, una vez más, negativa. Ningún Estado es en realidad su tierra, y no es descabellado decir que ni siquiera lo son sus gentes. Un Estado, una Nación, se conforma, crece, desarrolla y en el peor de los casos trasciende a su propia naturaleza, por la acción coherente que le proporciona su Cultura. Y si esto es cierto y resulta de aplicación para cualquier Estado, qué decir en el caso de tenerlo que aplicar a Rusia.
Rusia no era grande, inabarcable, por su gran extensión geográfica. Rusia es imposible de asumir simple, lisa y llanamente por lo descomunal de su acervo. Un acervo metafísico, pero no por ello insubstancial. Más bien al contrario, un acervo capaz de alimentar fuegos en condiciones en las que el resto de materiales dejan de ser inflamables, un acervo capaz de alimentar espíritus en condiciones en las que otros sucumben y volverán a hacerlo una y mil veces.

Por eso, para entender no solo las consecuencias, sino sobre todo las causas de la Batalla del río Moldova, no hemos de acudir a las estadísticas materiales. La única manera no ya entender, a lo sumo de percibir las consecuencias y la importancia de la Batalla de Borodino se encuentran implícitas en la obra del genial autor, de cuyo nacimiento se cumplen precisamente hoy 188 años; León Tolstoi.
“Guerra y Paz”, la descomunal e igualmente inabarcable obra, culmen donde los haya de tantas y tantas cosas, se erige en el caso que hoy nos ocupa como el más brillante catálogo al cual acudir cuando queramos no tanto entender, sino a lo sumo más bien asumir, la magnitud de lo que, como mucho, estamos empezando a intuir.
Rusia no es, o al menos no en los términos en los que primero Napoleón y cierto es que luego otros; algo mesurable. O al menos, de ser, no en una forma mesurable.
Así lo entendía el  Príncipe Mijaíl Barclay de Tolly, sobre cuyas espaldas descansó en principio la labor de defender a la Madre Rusia de Napoleón, en un contexto muy determinado, un contexto no lo olvidemos que queda tipificado desde el momento en que ésta es La Gran Guerra Patriótica.
Muchas y extendidas a lo largo de los decenios han sido las críticas vertidas por los estudiosos del Arte de la Guerra contra la en apariencia Política de Tierra Quemada empleada por Barclay. Los que iban un poco más allá, trataban de enmarcar esta aparente carrera hacia ninguna parte en la constatación de una teoría según la cual el general no podía sino seguir retrocediendo toda vez que lo descomunal del Teatro de Operaciones imposibilitaba la concepción de un punto de anclaje para la maniobra defensiva. Entonces, de ser ciertas tales afirmaciones, ¿qué cambió para que de repente un bastión residual como Borodinó se erigiera en suficiente?

La respuesta a tal cuestión es imposible, o lo es si para ello nos atenemos tan solo a las concepciones convencionales. Borodinó representó no tanto el dónde, como sí más bien el cuándo.

Lo que Barclay defendía no era algo material. Por eso no ardía, de ahí que las interpretaciones llevadas a cabo por los estudiosos que han reducido el quehacer de este hombre a un proceder basado en el establecimiento de un cerco de tierra quemada, están para siempre condenados a no entender nada. Lo que Barclay defendía era la certeza de que lo inmaterial se salvaría. Pero lo inmaterial tiene ha de sucumbir a los símbolos, y Moscú era un símbolo. Por eso hasta que no tuvieron certeza de que hasta el último moscovita estaba a salvo, hasta que no quedó duda alguna de que el acervo ruso estaba a salvo, no se dispusieron a las armas. Y eso ocurrió el 5 de septiembre.

Pero aún restaba el último sacrificio, sin duda uno de los más difíciles. Para nadie, y mucho menos para los combatientes, resultaría comprensible el hecho según el cual el general que literalmente les había hecho retroceder por todo el frente occidental ruso, dirigiera ahora la defensa. Barclay fue sustituido, sería Mijail KUTÚZOV el destinado a la gloria, o al desastre.

Napoleón, con fiebre, ordenó un ataque con un formato ajeno a lo que en él era habitual. El propio Murat lanzó una carga directa que al atardecer había roto las líneas enemigas, decidiendo así la suerte de la batalla, y quién sabe si de los rusos.
Días después, Moscú era pasto de las llamas. Era solo una ciudad, se reconstruiría.
La Gran Armée, y por supuesto Napoleón, nunca llegaron a recuperarse de aquella victoria. Una victoria cuyas verdaderas consecuencias solo pueden comprenderse desde el espíritu ruso, o disfrutando una vez más de la lectura de “Guerra y Paz”.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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