sábado, 16 de mayo de 2015

DE LA CECA A LA EU. ¿CRÓNICA DE UNA ESTAFA ANUNCIADA?

Inmersos como pocas veces en la debacle conceptual y procedimental en la que se convierte el fervor con el que estos tiempos nos obligan a vivir, no resulta para nada extraño, de hecho la situación creada adquiere tintes reveladores, cuando detenidos un instante al borde de la senda que recorremos, constatamos a menudo con sorpresa, que circunstancias incluso de mérito y resonancia han pasado no solo desapercibidas, sino que han quedado abiertamente olvidadas.
Es entonces cuando la constatación no ya del hecho, como sí más bien de la reflexión generalmente funesta que le acompaña, viene a ponernos en la tesitura de, necesariamente, abordar de manera presta la labor de recomponer los fragmentos en los que aquello, sea lo que sea, que se ha roto, pueda volver a lucir espléndido, sea cual sea el lugar que en justa medida sin duda haya de ocupar.

Pero hay cosas que una vez rotas,  desgraciadamente, no se pueden arreglar. Existen cosas cuyos fragmentos, una vez esparcidos por el suelo, no se pueden recomponer. Hay olvidos que una vez cometidos, resultan imposibles de permutar.

Por eso, comprobar hasta qué punto el nueve de mayo ha pasado desapercibido y lo que es peor, constatar cómo el efecto de la crisis ha tapado con su negra sombra el azul de la bandera europea, debería hacernos reflexionar no solo en pos de cuestionarnos si efectivamente tenemos un problema. La cuestión a estas alturas es ya comprobar si estamos en condiciones de resolverlo.

En el 65º aniversario de la presentación formal de la Declaración Schumann, hecho que formalmente tiene lugar el nueve de mayo de 1950, y que a efectos constituye la consagración formal de un proceso destinado a lograr la gestión común del carbón de, en un primer momento la por entonces República Federal Alemana y Francia, creando especialmente un espacio al que después podrán ir adhiriéndose el resto de países; lo que viene es a quedar de facto constituido el primer ensayo de proyecto de desarrollo extranacional que viene, no obstante no a delimitar sino a poner de manifiesto las potencialidades de beneficio y crecimiento que para todos los países contenidos físicamente en el Viejo Continente, tendría la concepción y posterior puesta en marcha de medidas y proyectos concebidos a la sazón a partir de ideas consolidadas desde la grandeza que a priori promete el consoldar un espacio de desarrollo común, a partir del cual pergeñar primero y después desarrollar, un modelo de desarrollo no solo común, sino que abiertamente trascienda a las fronteras, ya sean éstas de carácter físico o conceptual.

La impresión que el proyecto sigue causando hoy, cuando como decimos han transcurrido ya 65 años desde el primer acto en el que el mismo vio la luz; puede sin duda servir para hacernos una idea de la magnificencia del concepto. Un concepto que se ha visto afectado, ¡cómo no! por el paso del tiempo. Aunque lo que sin duda se ha visto afectado por el tiempo ha sido sin duda, el procedimiento mediante el cual llevar a cabo la consecución de los objetivos que al menos en principio, constituían el motivo de su génesis.

Se constituye ante todo aquella CECA, germen insistimos no solo de la actual EU sino más bien de todos y cada uno de los macroproyectos de consolidación transfronteriza en los que se ha embarcado el Viejo Continente, al cual hasta ese preciso instante solo podíamos referirnos de manera común desde un punto de vista estrictamente geográfico; como el primero de los sin duda numerosos e intensos esfuerzos que habrán de ser llevados a cabo en pos de lograr una suerte de coordinación arbitrados en pos de la consecución de arbitrios comunes para lo cual, lo más sencillo sobre todo a efectos de lograr una justificación práctica, pasa por centrar los mencionados esfuerzos en torno a proyectos y desarrollos certeramente identificables como de económicos.

Porque resulta una obviedad que sin lugar a dudas en justicia ha de ser mencionada, es la Economía, y nada más que la Economía la que pasa por hacer comprensible el que la energía desde la que se alimentó el proyecto destinado a resucitar a la Diosa Europa para ayudarla a cumplir la misión que le había sido encomendada; pasaba inexorable y certeramente por la contraposición de una serie de cuestiones cuya consideración obedecía en principio a cánones escuetamente económicos. Puede resultar frío, pero paradójicamente de tal frialdad, escueta y científica, podemos extraer las causas principales a partir de las cuales explicar la superación de los múltiples impedimentos que sin duda jalonaron el proyecto.

Una Economía que resulta especialmente adecuado recordar, tenía por aquel entonces el para nada desdeñable apellido de “de guerra.”

Europa está devastada. Más allá de que técnicamente todavía no se haya despejado en su totalidad el humo que vuelve tan inexorable como difuso el horizonte hacia el que habrá de tender no tanto el continente, como sí más bien sus gentes, el eco de una guerra que ha dejado una estela de más de sesenta millones de muertos, entre los que en términos de Pirámide Demográfica se encuentran el 67% de los que habrían de estar destinados a constituirse en la mano de obra destinada a reconstruir un continente que además ha visto arrasado todo su compendio económico, ha de enfrentarse además a una serie de consideraciones imprescindibles las cuales tienen además efectos similares a los que en otras épocas que podrían haber sido olvidadas tendrían, no obstante, alguno de los fenómenos epidemiológicos o destructivos que tantas veces habían recorrido Europa.

Con la mano de obra desmenuzada, los territorios esquilmados, las reservas en mínimos o directamente desaparecidas; la única opción que a Europa le queda no tanto para reconsiderarse, como sí más bien para sobrevivir, pasa inexorablemente por reinventarse.

Porque de reinventarse, o al menos de iniciar un proceso cuya inversión en términos de energía habrá de ser igual, cuando no mayor, es de lo que hablamos en tanto que lo que se pide es algo sintetizable en pos de una suerte de renuncia a, nada más y nada menos que, la esencia nacional.

En un territorio, o por expresarse de manera más precisa, en un continente, que todavía tiene frescas cuestiones que lejos además de encontrarse en la base del conflicto reseñado pasan por formar parte imprescindible de las estipulaciones a partir de las cuales se conminan no tanto la certidumbre de los territorios, como sí más bien la sensación de pertenencia a algo de sus habitantes; lo cierto es que resulta difícil promover un cisma traumático como pocos en un lugar en el que aún siguen frescas tanto las fronteras como por supuesto el modus vivendi del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Es por ello que, a medida que vamos asumiendo las consecuencias de semejante escenario, vamos no solo entendiendo, como sí más bien elevando al rango de categoría existencial, los procedimientos sin los cuales hubiera sido imposible primero gestar, y finalmente desarrollar, los cánones que han terminado por alumbrar esto que hoy consideramos como nuestro proyecto europeo.

Pero hablando con sinceridad, y mostrarnos excesivamente apocalípticos: ¿Tenía Europa alguna otra posibilidad?

1950 no ya tanto como fenómeno cronológico, sino más bien contemplado desde el punto de vista del contexto en el que se halla implícito, nos muestra una Europa no ya solo devastada en presente, como sí más bien arruinada en futuro.
Con todo absolutamente hipotecado, la única opción pasa, asumiendo procedimientos casi escatológicos, por aceptar las condiciones que los vendedores estipulen, a la hora de firmar cuanto antes los criterios de la rendición. ¿Pero cómo, acaso los países aliados integrados en el continente no resultaron victoriosos? Puede que así fuera, pero lo cierto es que el precio que pagaron se traduce, en términos de destrucción, que el estado de conservación (más bien de destrucción) en el que quedaron sus infraestructuras, difería poco del que se podía observar en los territorios vencidos.
Y lo que en términos objetivos era ya un hecho incuestionable, la verdad es que adquiría tintes dramáticos cuando lo poníamos en contraste con respecto a los países miembros de la coalición aliada, por ejemplo los EE.UU los cuales, por su posicionamiento geográfico, estaban intactos. Y lo que es más importante para lo que nos ocupa, deseosos de poner su maquinaria productiva a trabajar.
Porque es en tal consideración donde se ubica la base del actual razonamiento: Europa se había convertido en la principal receptora de producto acabado, reactivando con ello un mercado en el que además colaborábamos por partida doble, al ser su proveedor de materia prima, lo único de lo que a la sazón disponíamos.

Así, y con la ventaja tramposa que proporciona la perspectiva del tiempo, podemos decir que el Plan Marshall había ya herido de muerte desde su incipiente nacimiento, al Proyecto Europeo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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