sábado, 23 de mayo de 2015

DE LA TOMA DE TOLEDO, ALGO MÁS QUE LA SATISFACCIÓN DE UNA MERA AMBICIÓN.


Cuando el 25 de mayo del año 1085, Alfonso VI planta su bandera de manera definitiva en Toledo, muchas y todas ellas de gran trascendencia son las circunstancias concurrentes, y todas en pos de garantizar a propios y a extraños que sin duda nos encontramos ante un hecho de los que, verdaderamente, hacen Historia.
Inmersos obviamente en el proceso reconocido a título genérico como de la Reconquista, no estará de más aunque pueda parecer redundante, retrotraernos unos instantes en pos de dibujar los escenarios que configuran el contexto de un momento sin duda, peculiar.

En un ambiente de segregación generalizada en lo que concierne a los conceptos desde los que cada uno confiere uno y distintos valores tanto en escala como en concepto, lo cierto es que solo si atendemos a lo referido a la tierra, esto es a la disposición de las fronteras y por ende de las ambiciones que tras sus permanentes modificaciones se ocultan, lo cierto es que únicamente la vinculación respecto de los territorios y su conservación es lo que se manifiesta como una suerte de valía a la hora de ayudarnos a entender no solo la vinculación de los hombres hacia la tierra, sino que éste será el único mecanismo válido a la hora de insinuar los procesos que vinculan incluso a los hombres entre ellos.

La Tierra es el Alma de los Hombres, reza un aforismo de absoluta vigencia en el momento. Incluso de las sociedades, podríamos atrevernos a generalizar, sobre todo si aceptamos el escaso o incluso nulo valor que la vida en tanto que posesión individual tiene para todos.
Todos estos sentimientos, en uno u otro sentido, y aplicados en una escala de intensidades en la que solo la posición que cada factor ocupa es lo que cambia con el tiempo (los valores en sí mismos sobreviven, cuando no que se refuerzan,) servirá para entender la plena vigencia de un escenario monocromático en el que difícil resulta ubicar las fidelidades, poco más allá de los rangos filiales. E incluso a menudo éstos mismos se ven cuestionados.

Obligados nos vemos una vez más, aunque en ocasiones el motivo como en el caso que nos ocupa se eleva la consideración al rango de imprescindible; de retroceder en el contexto histórico para comprender las composición del escenario en lo estrictamente físico, sin obviar evidentemente las consideraciones de rango etimológicamente cronológicos sin los cuales sería imposible no ya no perderse, sino simplemente osar entender algo.

Así, las especiales cuestiones que acompañaron, cuando no determinaron el proceso de caída del Imperio Romano de Occidente, y la especial consideración del escenario en el que desarrollarían su proceder el que será conocido e identificado como Reino Bárbaro de los Visigodos; ha de conciliarse dentro del contexto excepcional que ha de aplicarse a una caída, la del Imperio Romano queremos decir, que excepcionalmente en la Historia acontece no tanto por excelencia de los Pueblos Conquistadores, (obviamente los bárbaros en este caso, dueños de todas las connotaciones que creamos resulten de aplicación,) cuando sí más bien por una suerte de colapso atribuible a la incapacidad de las rancias y estereotipadas estructuras de un Imperio que fueron del todo incapaces de asumir las nuevas necesidades que venían con los nuevos tiempos.

Este modelo de colapso interno, al que podemos referirnos de manera un tanto superficial certificando que efectivamente, el Imperio murió de éxito, se erige como gran arquetipo a la hora de escenificar la proyección que el futuro de las estructuras sociales resultantes puede llegar a esperar. Así, una circunstancia se pone de manifiesto de modo casi evidente, sirviendo de guía y haciéndose a gala de cuantas cuestiones posteriores queramos extrapolar: por primera vez nos encontramos ante un caso de invasión en el que la socialización posterior y evidentes, lejos de llevarse a cabo por parte del conquistador sobre el conquistado, ocurre al revés, teniendo como consecuencia primaria y más espectacular el hecho de que pasadas unas generaciones, la huella esencial que había desaparecido no era como podía esperarse la de los conquistados, cuando sí más bien la de los supuestos conquistadores.

Todas estas peculiaridades, unidas a otras como aquellas de las que el propio Publio Cornelio “Escipión El Africano” ya había hecho constar en sus crónicas vinculadas al relato de sus incursiones contra los Cartagineses en el Contexto de las Guerras Púnicas; sirve para poner de manifiesto lo que con el tiempo se demostrarán como elementos incuestionables no solo para desentrañar la configuración de los modelos sociales que resultaron de tales, como sí más bien para tratar de hacernos un hueco en la mentalidad de sus protagonistas.

Vamos así poco a poco pergeñando el contexto cuando no la realidad en sí misma que se traduce en la implementación de un hábitat histórico que resulta de aproximación, en tanto que no definible, acudiendo para ello no tanto a la implementación de variables, cuando sí más bien a la categorización de las múltiples diferencias que respecto de lo que significa su medio más cercano y vinculante, sirven para diferenciarle radicalmente de éstos.

Son las estas mimbres de lo que luego será Castilla, un conjunto tan dispar y heterogéneo, que si bien será precisamente de tal consideración de donde finalmente surja su grandeza; no es menos cierto que se mostrará primero e igualmente como la máxima responsable de las mayores desgracias a las que habrá de hacer frente en toda su Historia. Unas desgracias que por otro lado se mostrarán en un grado de intensidad casi inconcebible, y que tendrán su mayor enjundia en los hechos que propiciarán el desarrollo y resultado de la Batalla de Guadalete, con todo lo que traerá aparejado.

Si bien el proceso de Conquista por parte de los Musulmanes merecerá el apelativo de relámpago, en apenas dos años serán dueños de la práctica totalidad del territorio peninsular; probablemente lo que más choque sea precisamente el largo, agotador y sin duda dura proceso que bajo el apelativo genérico de La Reconquista, aglutina todos los procesos, desarrollos y esfuerzos que hubieron de encomendarse en pos de recuperar no solo el tiempo y el territorio perdidos.

Es así que dentro de una absoluta incapacidad en lo atinente a ni tan siquiera considerar seriamente la posibilidad de ubicar un medio que sirva para dotar de uniformidad los procedimientos a habilitar por los que tenga a bien considerarse en pos de iniciar las acciones de recuperación mencionadas, o sea, a iniciar la Reconquista, que solo la Religión parecía reunir los requisitos tanto previos como evidentes en pos de consolidar una mera promesa de uniformidad.

Será precisamente el III Concilio de Toledo, celebrado en el año 589 el primero en tener carácter general, lo que nos permite con grado de certeza atribuirle de forma cierta la connotación de erigirle como el momento a partir del cual podemos afirmar que los territorios peninsulares son, efectivamente cristianos. Sin embargo, Sin embargo, en lo albores del siglo IV tendrá lugar en la ciudad de Lliberis (cerca de la actual Granada), el que a ciencia cierta podríamos considerar como el primer Concilio acontecido en nuestro territorio. El conocido como Concilio de Elvira.

Sea como fuere, y sobre todo en un periodo de tamaña heterogeneidad, que lo único evidente pasa por comprender y a la par conjurar los efectos que se hacen imprescindibles en pos de aglutinar a elementos del todo dispares, canalizando para ello la única fuerza que parecía ser obvia, y que a la sazón parece materializarse en torno a la máxima según la cual nada une más que la existencia de un enemigo común.
Porque en definitiva, de eso era de lo que se trataba. De la dificultad que en muchos casos existía para convencer a los propios conquistados, de que era imprescindible no solo recuperar el territorio perdido, cuando sí incluso expulsar al invasor.
La causa de esta en apariencia contradicción, hay que buscarla en la habilidad sin duda demostrada por los conquistadores, y que en líneas generales se define por la aparente inconsistencia de los procedimientos de conquista, sobre todo sí los comparamos con los desencadenados por los cristianos.
Es así que sin quitar un grado a la barbarie que unos y otros desataban sobres los lugares sobre los que posaban sus ojos, los cuales se iniciaban con la crueldad propia de un sitio, destinado como es sabido a promover la rendición de una ciudad o sitio por medio del hambre y la sed asociado al corte del suministro de recursos; hay que sumar finalmente la aberración que solía acompañar a la carga posterior y pertinente; lo cierto es que luego el Musulmán es mucho más concienzudo para con sus conquistados, tanto que en muchas ocasiones éste ni considera que vive como oprimido.

Libertad económica, mejoras técnicas, falta de presión social, e incluso en la mayoría de los casos libertad de culto, son algunas de las consideraciones que llevaron a los cristianos viejos que vivían bajo dominio del invasor africano a poco menos que olvidar lo necesario de la santa obligación de recuperar el territorio al moro, lo que se había traducido en una falta de tensión que había frenado la Reconquista de manera ciertamente embarazosa.

Si a esto le añadimos los problemas internos que los propios Reinos Cristianos presentaban en su derredor, y que se materializaban en los problemas que de cara a justificar su vigencia respecto de sus propios súbditos presentaban los reyes, podemos  entender, o al menos intuir, la importancia que la Toma de Toledo, el 25 de mayo del año 1085, tuvo para la comprensión de la futura Castilla, y por ende de todo lo que después habría de venir.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario