sábado, 26 de abril de 2014

DE ISABEL, DEL SIGLO XV, Y QUIÉN SABE SI DEL INCIPIENTE NACIMIENTO DE ESPAÑA.

Rebuscamos hoy por hoy presos de la ausencia en la que redunda nuestro presente, y solo la desolación hace presa en nosotros al comprobar cómo, sin necesidad de elevar excesivamente el nivel de la demanda, y por supuesto sin ser maquiavélicos en el proceso una vez comenzado éste; no es sino cierto el sonrojo tras comprobar desde el sentido desaliento, la más que brutal falta de grandes personajes, cuando no de ciertas épicas, que circunda si no rodean, nuestro funesto presente.

Vivimos un presente ausente. Un tiempo carente de toda épica, en el que lo único que parece estar garantizado es por el contrario la certeza de comprobar una y hasta cien veces, la absoluta renuncia a participar de su destino con la que la sociedad parece haber rubricado su destino. Un destino por otra parte insoportable.

Y bien puede ser por ello que, al igual que ocurre tras la aplicación de la cuestión sociológica de los contrarios; que la cada vez  más fragrante necesidad no solo de héroes, sino abiertamente de guías, nos lleva a descubrir no sin cierta sensación de sofoco, cuando sí incluso abiertamente de envidia, la grandeza de algunos de los que nos precedieron.

Hombres y mujeres, personajes todos ellos, que vienen no tanto a conformar un escenario idílico, pero que no obstante sí ven ampliada su sombra ante lo que podríamos considerar ausencia de otros árboles en el derredor.
Parecen así pues confluir innumerables fuerzas, todas ellas empecinadas en albergar de manera sintomática los preceptos, que no los prejuicios, destinados a constatar la posibilidad de tener que ir dando por cierta la cuestión resumida en el aforismo en base al cual cualquier tiempo pasado fue mejor.

Y es entonces, cuando sumergidos de lleno en la paradoja, convencido de la necesidad de romper una lanza por aquéllos que se niegan a perderse en el encantador romanticismo eternamente presente en lo histórico, que es cuando uno topa con la figura de Isabel I de Castilla.

Aunque para ser más exactos, con una figura de la magnitud de la que gasta Isabel I de Castilla es imposible toparse. A lo sumo darse de bruces puede describir con más precisión el encuentro.

Es parida Isabel en la madrugada del Jueves Santo del año 1451, cuya festividad está aquel año ligada al 22 de abril, en la localidad abulense de Madrigal de las Altas Torres; pequeña villa de realengo en la que por entonces reside con carácter meramente circunstancial su madre, Isabel de Aviz.

No tanto el nacimiento en Tordesillas de su hermano Alfonso, como sí el que había acontecido años atrás del que será su hermano por parte de padre, y que gobernará desde la muerte de éste (Juan II de Castilla); bajo el título de Enrique IV; concitan un escenario y en definitiva un marco contextual tan aparentemente difuso de cara a conjeturar la menor de las aspiraciones al respecto de suponer importancia alguna a la niña, que incluso la fecha, incluso el lugar de nacimiento de Isabel, han sido objeto de cuestionamiento.

Mas en cualquier caso y por tales juicios, lo cierto es que a priori solo lo inusual del nombre (el de Isabel no es un nombre habitual en Castilla en tales calendas, procediendo lógicamente de el de su madre), parecen hacer presagiar algo de lo verdaderamente poco habitual de cuantas conductas, procederes y logros acaben por jalonar la vida de la que será sin el menor género de dudas no solo una de las figuras más relevantes de la Historia de España, como sí igualmente una de las figuras regias más reconocidas dentro de la mencionada Historia.

Pero por no caer en contradicción con la certeza de los hechos, y en pos y lo que sería más peligroso, por no acabar siendo víctimas del mal de la profecía autocumplida, lo cierto es que habremos de hacer gala de un cierto grado de respeto hacia la cronología, e interpretar así los primeros años de la futura reina como los que proceden de una niña cuyo destino está por entonces absolutamente velado por el devenir de una serie de circunstancias tan complicadas como inabordables, las cuales solo serán comprensibles si hacemos uso de ardides a veces del todo carentes del honor que al menos en principio ha de serles presupuestos a estos niveles, y que en todo caso no redundarán sino en el agravamiento de la complejidad del asunto.

Y mientras, a todo esto, y en principio absolutamente indolente ante los asuntos que se iban inexorablemente fraguando, una chiquilla que vive junto a su madre, desde hace algún tiempo en los aprecios más hospitalarios que les ofrece la villa de Arévalo, sumida de manera nunca sabremos si consciente o inconsciente, el inexorable proceso de hundimiento en la locura que ha hecho presa en la Isabel madre, y que como es de suponer terminará imprimiendo cierto grado de sello tanto en la personalidad, como por supuesto en la manera de conducirse de una Isabel que ya da muestras de algunos de los rasgos de carácter que siempre la acompañarán, confiriendo una más que fuerte personalidad, regida por una autoconfianza ingente, y un ego descomunal. Todo lo cual, combinado, dará paso a algunos de los episodios en torno de los cuales se concitarán grandezas y miserias de España, tales como el Descubrimiento de América, o la expulsión de los Judíos de territorio español.

Es así pues que en exquisito cumplimiento de los que por entonces son los cánones de conducta, Isabel es prometida cuando apenas cuenta tres años de edad con Fernando de Aragón. Si bien dar por hecho que la magnitud dinástica de los acontecimientos que tal compromiso, unido por supuesto a los volúmenes de territorialidad que el mismo traería aparejado eran ya conocidos, supondría sin duda un ejercicio de excesiva licencia; lo cierto es que tanto el giro que los acontecimientos pronto comenzarían a dar, como la constatación de sucesos inesperados y que van desde la increíble por tremenda “Farsa de Ávila”, hasta la muerte, quién sabe si envenenado, del propio Alfonso; terminan por conferir a Isabel un papel a presente y a futuro ya imposible de obviar.

Será así pues que con el inconcebible hasta aquel momento, ejercicio de desobediencia hacia la Corona que protagonizará una nobleza levantisca que ve en la debilidad del por entonces rey Enrique IV tanto un problema como una solución a las cada vez más evidentes pretensiones de poder y que será escenificada en el episodio de Ávila (5 de junio de 1465); hasta la muerte del propio Alfonso en Cardeñosa en los albores de 1468; pasando por el terrible detrimento de honor que para la Casa Trastámara tiene en general la cuestión de La Beltraneja, lo cierto es que sin llegar a creerlo, pero sin dejar de desmentirlo, Isabel se ve cada vez más cerca de la corona. Y lo que es peor, empieza a considerarlo seriamente.

La firma, que no consolidación, de la concordia entre Isabel y Enrique, reflejada en Los Pactos de los Toros de Guisando, firmados a mediados de septiembre de 1468, dan lugar a un conato de paz dentro del espacio de guerra pública aunque no declarada que comienza a ser cada vez más franca y abierta, entre ambos hermanos.
Aunque en cualquier caso, la historia, o si se prefiere, el devenir de los acontecimientos, parece verdaderamente dispuesto a jugar con nuestros dos protagonistas.

Así, la especie de vuelta atrás que al respecto de los compromisos de legítimo derecho a la corona sufren los acuerdos ya mencionados una vez que Enrique IV decide reconsiderar no solo el que Juana no sea hija suya, sino que de manera alguna ella no sea la destinada a gobernar; obligan ahora ya sí sin disimulos, remilgos ni miramientos a Isabel a comenzar una ardua partida de ajedrez cuya bolsa asociada a la victoria lo constituye la ya por entonces nada despreciable Corona de Castilla.

Como efecto colateral al expolio conceptual en el que parece verse sumido el rey, lo cierto es que otra de las cuestiones que se ve puesto en tela de juicio es el de los acuerdos matrimoniales en los que se encontraba sumida la futura reina. Así, no se trata ya tanto de que Enrique no vea con buenos ojos la unión dinástica con la Casa de Aragón. Se trata más bien de ver la posibilidad de explorar cotos que puedan aportar mayor riqueza al propio monarca. Indagando por ello en casas como la de Francia, y la propia de Portugal.

Pero tales ardides lejos de funcionar, no logran sino el efecto contrario al aumentar en Isabel el deseo de ser reina, ahora ya empecinadamente junto a Fernando de Aragón, de un territorio que será mucho más que el resultado de una fusión de tierras, será el nacimiento de una verdadera Nación.

El 19 de octubre de 1469 se celebra casi a escondidas el matrimonio de los que pasarán a ser conocidos como “Los Reyes Católicos”

A la muerte de Enrique IV, y en base a la cita del Concierto de los Toros de Guisando, Isabel se proclama Reina de Castilla en las postrimerías del año 1474.


La Edad Moderna ha llegado.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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