sábado, 12 de abril de 2014

DEL PROGRESO COMO CONCLUSIÓN, DE LAS CRISIS COMO MOTOR.

Sumidos como estamos en una malsana corriente naturalista, en base a la cual parece de obligado cumplimiento abrazar máximas tales como las que obligan a comulgar con tesis en base a las cuales el mero paso del tiempo lleva inexorablemente aparejado progreso; lo cierto es que resulta ahora, más que nunca, imprescindible el detenernos unos instantes en pos de observar nuestro derredor para, una vez adquirida la imprescindible perspectiva, poder retomar el hábito cuando no tanto de la emisión de conclusiones, si al menos el propio de la obtención de someras posiciones.

Inmersos en el trauma propio de la brusquedad con la que la realidad se ha cobrado su tributo, y una vez que todos empezamos a ser de nuevo conscientes de la que vuelve a ser de nuevo nuestra posición. Tras comprobar, no sin sorpresa todo hay que decirlo, que en realidad el mundo no ha girado más deprisa, ni por supuesto la Humanidad ha sido capaz de ir mucho más allá de donde en principio le correspondía según el recuento de medios desde el que partía, lo cierto es que bien mirado, la profunda desazón podría no ser la más adecuada de las fruiciones desde las que otear el horizonte que ante nosotros se abre, si bien en el caso de que decidamos venga a convertirse en la fuente desde la que partirán nuestras consideraciones, las mismas no será de justicia sean excesivamente criticadas por ello.

Porque una vez el mito ha vuelto a dejar paso al logos, y los cánones han sido restablecidos, lo cierto es que tal y como le ocurre al general que desde su colina de observación observa las consecuencias de la batalla; sea cual sea el resultado la responsabilidad le obliga a volver a plantearse si de verdad todo aquello fue necesario, si de verdad no había ciertamente otra forma de hacer las cosas.
Es entonces desde tales consideraciones, o más concretamente desde el momento en el que las mismas adquieren su rigor, desde donde podemos llegar a intuir, aunque en realidad sea vagamente, el escenario donde mejor se comprende el significado de términos como inexorable, inevitable, y si se me apura, imprescindible.

Términos enormes, magníficos todos ellos, y por ello si cabe más dignos de respeto. Pero términos igualmente que, soliviantados por el relativismo imperante, el cual no hace sino reducir el talante de los hombres ante su inexpresividad ante tales logros; poniendo de manifiesto la indolencia propia del cretinismo desde el que hoy por hoy parece observamos todo aquello que nos parece inaccesible.

Es así que, una vez desnortados, perdidos, sometidos al devenir de fuerzas que no acertamos a comprender, las cuales escenifican su magnitud dándose al desasosiego mordaz de la tropelía inicua; hemos de asumir lo inaccesible de afrontar por nuestros propios medios la salvedad de un futuro oscuro por incomprensible, en el cual los acontecimientos y su literal tránsito adoptan la postura del franco devenir, obligando al Hombre, al menos en principio, a asumir tal trasiego desde una resignación cuyos frutos cada día se parecen más a los que produce la hiel cuando es ingerida.
Es a partir de entonces cuando más necesario resulta, tanto para la salud del individuo, como para la pervivencia de la especie, remontar el largo río de la Historia y de la Moral, en pos de los conceptos, y no en menor medida de las consideraciones, en virtud de las cuales otros antes que nosotros afrontaron si no éstas, sí parecidas realidades. Unas realidades que sin duda, generaron en ellos parecidas, si no las mismas, emociones.

Los grandes conceptos: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Conceptos dueños de la eternidad, toda vez que sobre los mismos descansa la infranqueable certeza de la ausencia de efecto del factor tiempo. Conceptos que son atemporales, en tanto que de los mismos participa activamente la esencia del propio Hombre. Una esencia así mismo, atemporal en tanto que substancial.

Libertad, Igualdad, Fraternidad. Los conceptos por naturaleza. Definitivos, a la vez que definitorios. Presentes en toda categorización digna que de El Hombre o de su Obra desee hacerse; y que por ello han de estar presentes de una u otra manera, en un proceso como el actual. Un proceso dictado en pos de lograr no la continuidad del Hombre, sino su superación.

Un proceso que, en contra de lo que pueda parecer, o de lo que algunos pretendan hacernos creer, no solo no es nuevo, sino que más bien es indiscutible para cuantos pretendan comprender al Hombre en toda su extensión. Inexorable especialmente para cuantos crean poder hacerse un idea del Hombre Español, en su dimensión más absoluta.

Cuando Juan Bautista AZNAR-CABAÑAS entraba en el Palacio de Oriente de Madrid aquél 13 de abril de 1931 para celebrar en principio el habitual Consejo de Ministros, del cual era Presidente; fue interrogado por un periodista en relación a la aparente crisis que el resultado de las elecciones del día anterior podían haber suscitado. “¿Qué si habrá crisis? ¿Qué más crisis espera usted de un país que se acostó monárquico, y se ha levantado republicano?

Más allá de constatar lo periodístico del cometario, lo cierto es que el mismo resulta especialmente recomendable de cara a las tesis que hoy defendemos toda vez que en el mismo se encuentran maravillosamente dibujados los aspectos de redundancia temporal desde los que hemos comenzado a dotar de tesitura hoy nuestras observaciones.

Así, resulta evidente que una vez superado el shock que parece acompañar a un escenario en el que bien podría darse por hecho que nada parece más desaconsejable que imprimir velocidad, cuando no instantaneidad al devenir de los acontecimientos, lo cierto es que si a su vez somos nosotros los que nos damos unos segundos para proyectar la necesaria perspectiva, rápidamente acabaremos por comprobar cómo la supuesta velocidad con la que parecen precipitarse los acontecimientos no procede de los acontecimientos en sí, cuando sí más bien de la trascendencia de las fuerzas que participan en pos de los hechos.

Por eso aquel despertar republicano acontecido el 14 de abril de 1931 no puede ni debe ser analizado desde el punto de vista de un error, de una casualidad, ni por supuesto de una aparente transición de acontecimientos que a priori no podían desembocar en ninguna otra realidad.
Más bien al contrario aquel reencuentro con la Responsabilidad Republicana que España adoptó aquel domingo de abril de 1931, viene a representar una recapitulación que, en contra de lo que pueda parecer, no mira hacia el pasado sino al futuro. Un futuro de ilusión, de futuro y esperanza. Un futuro dedicado al hombre en su más amplia concepción.

Un futuro otrosí, predecible. Predecible, en tanto que inexorable. Un futuro que lleva a España a reconciliarse consigo misma, toda vez que viene a permitir la reconciliación de los españoles con ellos mismos, y con el propio país.
Un reconciliación que permite a España superarse a sí misma, en tanto que trasciende por primera vez los límites materiales que tiene como país, y que muestra los logros al ser la primera vez a efectos en la que se supera el endémico trauma en el que se debate el eterno presente de España y de los españoles.
Se supera así el ¡qué país! De Mariano José de Larra. Superamos el En este país…Ésta es la frase que todos repetimos a porfía. Frase que sirve de clave para todo tipo de explicaciones, cualquiera sea la cosa que a nuestro ojos choque en el mal sentido. ¿Qué quiere usted….? Decimos. ¡En este país! Cualquier acontecimiento desagradable que nos sucede, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: ¡Cosas de este país! Que con vanidad pronunciamos, y sin pudor repetimos.
Sustituyamos sabiamente a la esperanza de mañana el recuerdo del ayer y veamos si teníamos razón en decir a propósito de todo: ¡Cosas de este país!

Son estas palabras pertenecientes a LARRA, extractadas directamente de El Censor, en su edición de 1830, el más firme reflejo de otra de esas grandes paradojas que acompañan siempre no tanto a España, como sí al hecho de ser, y tener que conducirse, como español. Si bien y como el propio Larra había dicho ediciones atrás “….éste ha dejado poco a poco de ser un país donde conducirse como caballero.” Lo cierto es que una vez superados los condicionantes propios de la perspectiva, la cita nos devuelve a la certeza de que las grandes cosas son no ya tanto predecibles, como sí más bien necesarias. Necesarias, porque tienen efectivamente en sí mismas la causa última de su existencia, naturaleza ésta que les dota de la certeza imprescindible para superar el aquí y el ahora que pueden no obstante serles propio, y terminar desembocando en la generación de sus propias primacías.

Es así como la resignación, antaño síntoma de prejuicios dolosos, adopta ahora una tesitura mucho más imperturbable. La que precede a la certeza de que cuestiones y conceptos tales como Libertad, Igualdad y Fraternidad, bien podrían formar parte durante siglos del recuerdo, pero lo inexorable del vínculo que con el Hombre tienen, redunda en la certeza de que siempre, antes o después, han de terminar aflorando.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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