¿Qué es? O mejor aún. ¿Dónde radica lo que nos hace ser Hombres? Pues a la vista de lo deparado
por los tiempos, o siquiera ante la lectura de las consecuencias que han tenido
los actos que han sido protagonizados en los últimos tiempos, es más que
posible que hayamos de ubicar nuestras esperanzas no tanto en la posibilidad de
encontrar un Hombre Bueno, sino más
bien en la capacidad de éste para superar las desgracias.
Es así entonces que, de aceptar como buena la premisa inducida,
llegaremos más pronto que tarde a la conclusión de que no existe un Hombre Bueno en tanto que tal, sino
que el Hombre pone de manifiesto su
bondad en la medida en que la tesitura de las cosas, la disposición que adopta
la realidad, contribuye de una u otra manera a consolidar o cuando menos a
categorizar como buenos, o siquiera como idóneos, a los competentes a la hora
de reaccionar de manera ordenada ante disquisiciones o dudas.
Pero vive El Hombre, y
esto es indiferente de su condición, sumido a la par que condicionado en el contexto que le es propio.
Puestos a discernir, o más concretamente a reconocer nuestra
incapacidad para proceder de manera ordenada o cuando menos científica en el
momento en el que se requiere de tamaño menester; que una vez reconocido
nuestro sonoro fracaso en lo concerniente a la misión promovida en aras de
encontrar respuesta a la cuestión versada sobre la esencia del Hombre, resultará evidente anticipar otro fracaso, si
cabe más sonado, en lo concerniente a albergar alguna suerte de disposición
sobre la comprensión del contexto, y de las maneras mediante las que éste
influye en el devenir de tales.
Inmersos en el concepto, y ubicados cuando menos por
contexto dentro de la displicencia propia a las materias en las que ideas como
Tiempo y Espacio abandonan con serenidad el lugar que habitualmente les es
propio en el armario de lo abstracto, para
consolidarse como elementos imprescindibles de querer triunfar en la
aproximación que hoy planteamos; es cuando la amalgama en principio determinada
comienza a adoptar forma, una forma que rápidamente será reconocible, en cuanto
apliquemos los últimos toques.
Convencidos de la displicencia que para entender el presente
aporta el conocimiento del pasado, afirmamos que no ya solo para comprender el
instante que nos ha tocado vivir, como sí más bien para cumplir la única
obligación que en principio parece asumible, y que puede quedar definida dentro
de la premisa en base a la cual, la única explicación absoluta en lo
concerniente a las causas de la existencia de la muerte, pasa por aceptar que ésta solo afecta en realidad a las
personas que han vivido; podeos ir
poco a poco consolidando un escenario en el que no ya la comprensión del
presente, sino la comprensión de todos
los presentes nos está vedada toda vez que la mera asunción de la ilusión
por la que el tiempo es comprensible, pasa por el requerimiento de la falacia
según la cual podemos llegar a comprender al Hombre, a la sazón única medida de todas las cosas en tanto
que es el único elemento común a todas las cosas. Y eso incluye, por supuesto,
al Tiempo.
Elegido pues y no al azar el concepto crisis como el que en apariencia bien puede definir, yo creo
incluso que restringir el proceso de
comprensión del instante que, regalado, se
constituye en el Tiempo que nos es propio, me atrevo a decir que no es un
periodo de crisis sino el espacio temporal determinado entre dos fases
constatables de bonanzas.
¿Significa esto que la
crisis no tiene definición? Sencillamente no. Lo que la comprensión de la premisa viene
a significar es que la intransigente continuidad a la que se halla sometida
tanto la continuidad del tiempo como el mismo en tanto que tal, conforma en sí
mismo la línea de evacuación cuando no la excusa llamada a evitarnos el mal trago de definir no tanto el periplo
propio de una crisis, como sí más bien la naturaleza frustrada del Hombre que le es propio.
Sin embargo. ¿En qué medida es justo identificar la
frustración como la emoción predominante en El
Hombre protagonista de un periodo de crisis? ¿Significa tamaña afirmación
que el Hombre llamado a transitar en
mayor o menor medida por un periodo de crisis responde de una manera u otra a
condicionantes que en cierta medida “justifican o promueven” tales ciclos?
¿Existe una suerte de Hombre diferente, incluso inferior, propio a habitar en
un “tiempo de crisis”?
La aceptación de tales premisas devengaría rápidamente en la
consolidación de una tesis cuyo tremendo peligro redunda en consideraciones
tanto procedimentales como por supuesto morales. En lo atinente a éstas últimas,
decir que la aceptación de una suerte de Hombre
propenso a habitar los periodos de crisis, un Hombre que de seguir tales
premisas habrá de ser supuesto como débil, cuando no quebradizo; además de
constituir un serio detrimento en lo concerniente a las consideraciones de
igualdad, presenta sobre todo un obstáculo insalvable que se revela en toda su
magnitud cuando dirigimos el foco a las cuestiones prácticas o más bien de
procedimiento. De existir de manera efectiva un Hombre de la Crisis, la continuidad predecible en el modus operandi que habría de serle
propio repercutiría en la repetición de sus usos
y costumbres, lo cual se traduciría en la manifiesta incapacidad para
abandonar por sí solo cualquier periplo, ya fuera éste de crisis o de bonanza,
ya que como por todos es sabido, la
repetición a lo largo de todo su extremo de un determinado proceder no permite
anticipar solución o resultado diferente al que desde la primera vez se viene
repitiendo.
Deduciremos entonces de la conducta del Hombre, que no de la
mera resolución que a los distintos problemas haya de producir, la causa
inherente a las distintas configuraciones que el modo contexto acredita en cada
uno de los tiempos. De este modo, el elemento unitario, el destinado a aportar
coherencia en su modo de quehacer predecible se erige en torno al Hombre como
figura ahora ya indiscutible.
Abandonamos pues con paso firme la teoría del mero devenir del Tiempo, y apostamos
pues con paso firme y sin fisuras por la aceptación de la tesis por la que no
es sino el Hombre, y sobre todo la interpretación que en cada caso realiza en
pos de modificar la realidad en base a las premisas que le son propias, o que
le han sido proporcionadas, lo que convierte no solo en único, sino en
manifiestamente irrepetible, cada uno de los instantes que en función
respectiva de la percepción que cada uno de los llamados a considerarlo como
presente, el Hombre en ese instante coherente con la idea de presente, llevó a cabo.
Salta así pues por los aires la idea no ya de que el
presente, ni siquiera las interpretaciones que en apariencia están llamadas a
definirlo, pueden repetirse. El presente no resulta computable, siquiera por
aproximación, desde la comprensión del pasado. El porqué es evidente. El Hombre
es el elemento que consolida al presente en su faceta objetiva, y lo que es más
importante, lo hace también en su faceta subjetiva, la llamada a producir
sensaciones y emociones, muchas de ellas irracionales, no sujetas por ello a la
lógica y, lo que las hace irrepetibles a
demanda, lo que imposibilita la confección siquiera de manera experimental
de un campo o de un contexto idéntico a otro, cifrado en un pasado que por ser
coherente con el presente, resultara siquiera ilusoriamente un modelo de cuya
comprensión pudieran devengarse premisas destinadas a ser útiles en el
presente.
Relegada así a la nada la tesis por la que extrapolar la
sucesión de periodos como una medida óptima resultaría eficaz para explicar
tanto el progreso cuando perseguimos
la comprensión de factores morales, como
la madurez del individuo cuando el
campo de afectación resulta más propio de la ética; acabaremos por redundar en la certeza de que no solo la
calidad que define a los periodos, sino los periodos en si mismos, obedecen a
criterios de susceptibilidad mayores en todo caso a los de mero orden.
Es entonces cuando desestimamos del todo, tal vez por
reduccionista, la afirmación en base a la cual un periodo de crisis es tan solo
el tiempo que transcurre entre dos periodos de bonanza.
El Hombre, o más concretamente las reacciones que ya sea de
manera consciente o inconsciente habilita en pos de enfrentarse a ésta, resulta
esencialmente los responsables no solo de la superación de la crisis, sino de
la configuración del nuevo contexto que surge como fruto de tal superación.
En agosto de 1492, el Hombre asistía al fin del colapso
estructural llamado a poner en tela de juicio la mayoría si no todos los
conceptos que hasta ese momento habían
resultado de utilidad para explicar y comprender el mundo.
La salida desde el Puerto de Canarias de las naves que
capitaneadas por Cristóbal Colón, estaban destinadas a hacer Historia, lo
harían no solo por la magnitud cuantitativa que sus descubrimientos denotarían.
La realidad está en que esa misma magnitud implementaría en el Hombre del
momento una nueva percepción del mundo al menos en apariencia destinada a
cambiar el régimen vital del Hombre quien,
cansado de mirar hacia atrás, hacia el pasado, encontrará ahora en la capacidad
de proyectarse hacia el futuro la consecución de su máxima prioridad.
Agosto de 1945. El que en apariencia es el mismo Hombre,
lanza sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki el que sin duda será
el mayor ataque de la Historia.
Si se trata o no del
mismo Hombre es algo en principio inabordable, si bien la lógica nos incita a
decir que sí.
En consecuencia, la falta de perspectiva, identificada en
este caso en la ausencia de un lapso de tiempo suficiente, nos impide hablar
con propiedad al respecto de cifrar o no un cambio de época.
Sea como fuere, el Hombre, solo el Hombre, se erige en nexo
coordinante.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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