
Es el tiempo algo crónico,
algo necesario (toda vez que es en sí
mismo), hasta el punto de que ni siquiera el Hombre ha sido todavía capaz no ya de descifrar sus secretos, ni
siquiera de definir lo que a priori es
más que evidente, eso si haciendo un esfuerzo aceptásemos que el tiempo tiene algo evidente, pues no en vano tan
solo sus residuos, o lo que por
piedad llamamos sus efectos, sobre
todo los causados en nosotros, resultan a la sazón evidentes.
Cansado pues el Hombre de correr tras el conejo blanco, símbolo otrora de nuestro permanente fracaso, que
haciendo uso de ese poder cercano a la prestidigitación, y contra cuyo abuso
fue alertado por los mismos magos que de tal le proveyeron, que en un oscuro
giro destinado quién sabe si de manera inconsciente a poner de manifiesto esa
conocida predisposición al suicidio como terapia romántica contra la
incompetencia para asumir sus incapacidades, que el Hombre juega a poner puertas al campo sustituyendo el miedo que el intrínseco infinito del tiempo le causa,
por un solícito placebo cual es el de confiar su alma al diablo. Se juega pues el todo por el todo, y apuesta erigiendo
en su mejor baza lo que no es sino una mera posibilidad, que pasa por aceptar
que el conocimiento termine por tornarse en dominio, esperando pues que
considerar una época es una opción más
manejable en la medida en que la inclusión de variables culturales (no en
vano tiempo y época se diferencian en
el hecho de que la última es en cierto modo un
esqueleto temporal, vestido con los aditamentos de subjetividad que la
cultura vierte desde el estilo).
Pero pase lo que pase, la grandeza de este duelo, el llamado
a enfrentar al Hombre contra lo que no es sino una de sus percepciones, radica
precisamente en la certeza de que tal vez por primera y quién sabe si por única
vez, es un duelo que no se puede ganar; sencillamente porque el tiempo, como
tal, no puede ni definirse ni percibirse más allá de la constatación de sus
resultados. El tiempo no es aprensible en ninguna de sus maneras. El Hombre no
puede hacer nada con el tiempo, salvo resumir su esencia en un término:
inexorable.
Para quien vea en esta lucha, o incluso en esta aparente
derrota, una atisbo de la debilidad del Hombre, sin duda habrá que decirle que
está equivocado pues todo aquel que esté buscando una prueba de la grandeza del
Hombre, es aquí que la encontrado ya que ¿cuántas especies son conocidas
capaces de elucubrar no ya con otra certeza similar? Qué decir entonces del
poder de quien intuye como verosímil la existencia de entes o estructuras
superiores a sí mismo.
En resumidas cuentas, bien podríamos haber descrito una
parte importante de ese proceso cuya explicación antropológica se nos escapa
por compleja, pero que en lo que concierne a su vertiente filosófica puede
quedar siquiera esquemáticamente cifrada en la consideración de que a partir de
esa capacidad para percibir la existencia de entes o estructuras superiores, es
desde donde el Hombre elucubra una transición que acaba por erigir a un ente
externo en la imagen y semejanza a sazón
de la cual entender el resto de la existencia, comenzando siquiera por la suya
propia.
Y no es sino el tiempo, junto al resto de derivadas
coyunturalmente descritas, el llamado a poner de manifiesto esa relación toda
vez que su condición, aparentemente impersonal, faculta un trato más frío, o si
se prefiere menos subjetivo, lo cual limita el grado de implicación humana o
sea moral, que para tal discusión es cuando menos recomendable.
Resumiendo, el tiempo viene a materializar, o al menos a
hacer más congruente, el proceso por el cual el Hombre accede al conocimiento
de esos reductos cuya apariencia etérea dificulta cuando menos a priori todo
intento de congruencia. Por así decirlo, el
Mito de Dios se hace patente en el Tiempo.
Si la grandeza de el tiempo radica en su innata tendencia al
infinito, la de la época se manifiesta al contrario, precisamente en su
búsqueda de lo estático. El tiempo no es propio del Hombre, que por el contrario
se encuentra muy cómodo en la época, tanto que de hecho convive en estrecha
simbiosis con ella. Probad si no definir una época sin acudir a las acciones,
igual da que éstas sean verídicas o no, llevadas a cabo por los Hombres que de
hecho les son propias. Y ahí,
precisamente ahí se encierra la otra parte de la ecuación ya que si como hemos
dicho no hay época sin Hombre, éste
queda definitivamente descrito a la par casi limitado cuando decimos que una
manera muy eficaz de determinar la profusión del Hombre pasa por dilucidar a
qué época está adscrito.
Encontrar así pues hombres capaces de transcender no ya a la
época que les es dada, despojándose de las
vestimentas que ésta les impone, no solo es difícil, sino que es a menudo
presagio de épocas turbulentas. Encontrar como en el caso que nos ocupa a uno
de la talla de Richard WAGNER, que no solo las desprecia sino que además las
sustituye por las suyas propias, a la sazón más elaboradas y modernas es, sin duda, la constatación de la
superación del prejuicio.
Porque más allá de consideraciones estéticas, sobre las
cuales no cabe deliberación alguna toda vez que los principios llamados a
definir las mismas escapan por su naturaleza a toda pretensión que vaya más
allá de lo subjetivo (inhábil a toda pretensión verificable); lo cierto es que
la aportación que WAGNER hace no ya a la Música, más bien al tiempo y a la
época que le es propia, supera con mucho cualquier intento que para limitarlo
cuando no para criticarlo estemos en disposición de hacer.
Wagner es conocedor de todo lo expuesto hasta el momento.
Todo lo que configura su presente, y por supuesto la procedencia de éste o sea,
su pasado, son inteligibles para Wagner ya sea en una percepción congruente con
la realidad, o en otra diferente, quién sabe si solo para él manejable.
Es por ello que no solo es capaz de obtener de la época
llamada a serle propia conceptos, emociones y desarrollos que al resto de sus
contemporáneos resultan inaccesibles, sino que luego, en otro ejercicio mágico,
es capaz de desbordar todos los límites que en este caso se concentran en el
Lenguaje y en las técnicas hasta ese
momento consideradas como adecuadas, para edificar otras del todo originales y
en comparación mágicas, llamadas a superar todos los obstáculos que de haber
persistido sin duda hubieran hecho del todo imposible la construcción de lo que
bien podremos denominar el Mundo de
Wagner, dentro de lo que igualmente por su originalidad puede ser concebido
como La Época de Wagner.
Porque si hemos de ser consecuentes con el desarrollo
destinado a marcar la génesis de la presente reflexión: Wagner fue capaz de
intuir antes que la mayoría de sus contemporáneos el fin de la época que les
era propia. Hasta ese momento, situaciones similares, es decir las que se
ponían de manifiesto cuando alguien por sus especiales habilidades era capaz de
anticiparse al pánico que en definitiva se desata ante la certeza de lo que no
es sino un drama apocalíptico; tenían
como desenlace un drama aterrador pues el
genio había de sucumbir al peso de la realidad haciendo frente al doble
dilema que supone conocer no solo la naturaleza del desastre, sino la de la
propia incapacidad para superarla.
Pero con WAGNER es distinto. WAGNER es el primero que se
siente con fuerzas no ya para construir el armazón llamado a soportar el peso
de la nueva sociedad, del nuevo hombre; sino que además se afirma
autosuficiente para redactar las pautas que habrán de definir las nuevas
conductas cuyo éxito supondrá a la larga el
resurgir del nuevo Hombre.
Encontrar así pues los paralelismos no es nada difícil,
cuando sí además muy recomendable. Que WAGNER coincida con otros como NIETZSCHE
no solo no es una casualidad, sino que atendiendo a los preceptos descritos
podríamos llegar a cifrar como de inevitable tan aparente coincidencia. Porque
ambos son complementarios, es más tal complementariedad es imprescindible, y ha
de darse por más que entre ellos ni siquiera lleguen a coincidir. Y todo porque
ambos son no ya la superación de un tiempo, sino que responden más bien a una
nueva necesidad, la que faculta al Hombre
Moderno para no acudir inerme a la destrucción que hasta este momento ha
supuesto toda cita que con la Historia se ha dado de esta magnitud, en la que
la decadencia no hacía sino presagiar el fin.
Se trata de un salto
conceptual comparable con el que varios milenios atrás se dio con la
superación de las deidades. Es un nuevo Paso
del Mito al Logos.
WAGNER supera la condición estoica que incipiente se halla
en toda conducta llamada a asumir el drama de la pérdida intrínsecamente
enclavada en toda superación de un ciclo. WAGNER cree en algo así como un Hombre con Memoria, y nos lo regala
en su Obra de Arte Total. (Gesamtkunstwerk),
El Hombre es así pues libre para seguir creciendo.
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