sábado, 10 de marzo de 2012

DEL ARTE COMO ÚLTIMO REFUGIO.


Unas de las circunstancias más peculiares y características de nuestra especie, pasa por verificar lo anormal de la relación que se establece entre ambos sexos, en tantos que manifestaciones diferentes de una misma realidad.

Del hecho de que no haya en el planeta otra especie que maneje de manera tan complicada y espectacular las evidentes diferencias existentes entre sus distintos congéneres, llegando hasta el punto de convertir esas diferencias en materia de disociación, cuando no de flagrante escándalo; llevan a participar de manera explícita la posibilidad de que el fenómeno de la segregación asociada a la condición sexual constituya en realidad una respuesta evolutiva, o sea, una manera de canalizar la forma de enfrentarse a las diferencias estructurales conforme a las que la realidad se manifiesta según sea hombre o mujer el receptor de la misma.

Todas estas diferencias, así como las distintas formas de sobrellevarlas, han estado presentes de manera inequívoca en la historia de la Humanidad. Es más, la forma mediante la que esas diferencias se han manifestado, y más concretamente los procedimientos seguidos para canalizarlas, o en su defecto superarlas, han constituido en realidad uno de los más importantes termómetros respecto de los cuales tomar la temperatura del nivel de evolución de las distintas civilizaciones, así como de su nivel de desarrollo.

Semejante análisis, tiene su cabida y nivel de implantación en todos y cada uno de los elementos que componen la estructura social de una civilización. De esta manera el arte, en tanto que estructura multidisciplinar, atemporal y, por supuesto, pilar fundamental de cualquier civilización, en tanto que manifestación última de su pensamiento estético, tiene mucho que decir a la hora de otorgarse un papel dentro del planteamiento que estamos desarrollando.

El arte, o más concretamente el papel que la mujer juega dentro de las distintas manifestaciones de ese arte; se configura como uno de los más importantes medidores dentro del grado de evolución de una sociedad.

Como elemento implícito a un determinado estado, el arte no puede mostrarse ajeno a las coyunturas a partir de cuya suma se ven conformadas las distintas realidades sociales. Así, el machismo como instrumento, o más concretamente como herramienta social de supervivencia del macho; ha de estar inevitablemente presente dentro del fenómeno artístico, manifestándose desde sus orígenes, y a la postre evolucionando junto a él.

Con ello, a partir del cuadro conformado, no es difícil anticiparse al grado de machismo necesariamente imperante en las sociedades clásicas. Así, en la Grecia del periodo heleno, resulta inconcebible la aparición de una mujer sobre un escenario. Los papeles femeninos que, evidentemente existían, eran interpretados por actores masculinos convenientemente caracterizados.

Lo mismo o parecido ocurre con la evolución directa que constituye a partir del griego, el teatro romano. Como derivada indiscutible del mismo, criterios como el anterior se mantienen vigentes, si bien otros se relajan de manera más que evidente, de manera que el acceso de mujeres al graderío, como espectadoras, no sólo deja de estar mal visto, sino que abiertamente se promueve. Este primer contacto de la mujer con el arte, traerá aparejado el desarrollo de su ingente sentido estético, alimentado por su mayor disposición hacia la percepción, y de lo sensible.

Se va desarrollando con ello el vínculo entre mujer y papel escénico. Las invasiones bárbaras del Imperio Romano, protagonizadas por pueblos francos y suevos, aunque también normandos y bretones tienen mucho que decir, arrastran a una ingente cantidad de personas hacia las fronteras del norte. No se trata tan sólo de que las legiones se desplacen, se trata más bien de una movilización generalizada de la población por medio de la puesta en práctica de levas que prácticamente dejan despobladas de elemento masculino a grandes núcleos urbanos.

Es la gran oportunidad para la mujer. La incipiente industria del teatro de Roma no puede parar. Por ello, se sortean los impedimentos antes argüidos, y se promueve el ascenso de la mujer al plano de la interpretación escénica.

A partir del momento descrito, la guerra como fenómeno será una constante en Europa. De ahí que la incipiente llegada de la mujer al plano de lo artístico acabe constituyéndose en una normalidad forzosa. Su distinta conformación estética, así como su diferencia conceptual, traerán, por otro lado, una evolución mucho más rica de las ramas propias del arte, superando con ello las expectativas que hubieran sido propias en caso de haber perseverado la realidad del hombre como único agente activo.

Por ello, el salto de la mujer a las demás ramas del arte, superando el original del teatro, es una necesidad. Si bien en mosaicos de la antigua Grecia se observa a formas femeninas tocando el arpa y la lira, no será hasta la Baja Edad Media que la mujer se inicie formalmente en la música. Más concretamente será en el manejo de instrumentos de cuerda, en función de señoritas de compañía que usan esos conocimientos en sus relaciones con señoras que pasan su tiempo solas porque sus maridos se hallan lejos, practicando el arte de la guerra.

En los orígenes de la Edad Moderna, la mujer se relaciona con los instrumentos a partir del vínculo que las posiciona con absoluta ventaja a la hora de posicionarlas como las mejores maestras de música para los niños que habrán de formar el grueso de la sociedad nobiliaria de los siglos XVIII y XIX. Toda buena institutriz ha de poseer amplios conocimientos de música. De esta manera, si bien el salto de la mujer a la interpretación como solista o concertino en lo concerniente a las Orquestas Sinfónicas es algo lejano, no es menos cierto que se van dando las premisas adecuadas, y lo que es más, en el orden adecuado como para poder anticipar que la irrupción de la mujer en el mundo de la música será ya algo imparable, a la par que definitivo.

Algo debían saber, o al menos intuir, compositores como Wagner el cual por ejemplo, en composiciones como Sigfrido, pone a personajes como Isolda en una contraposición que parece estar específicamente designada para provocar al absoluta irrupción de la mujer en la escenografía operística.

Efectivamente, si los recalcitrantes procedimientos proclives al machismo se mantienen en las escuelas sinfónicas, la realidad es que el otro gran campo de acción de la composición clásica, a saber, la ópera, cae rendida ante las implicaciones que trae aparejado el ascenso de la mujer a las tablas de escenarios como los de Milán, Moscú, Londres o el propio Nueva York.

No se trata tan sólo de que aquello que era un secreto a voces esto es, que la tesitura imprescindible para la ejecución algo más que adecuada de algunas arias es territorio vedado al sexo masculino, se vea por fin superado por la acción de la mujer. Se trata más bien de poder reconocer y apreciar el hecho de que la especial y diferente sensibilidad de la mujer para el arte, acabe por impregnar todos los rincones, en especial los de la ópera romántica del siglo XIX, y regalarnos con ello los que sin duda constituyen algunos de los momentos más maravillosos de la historia de la composición musical no ya del hombre, o de la mujer, sino definitivamente del Ser Humano.

Ha nacido una nueva escuela, la de la ópera de mujeres como CALLAS, CABALLÉ, O BARTOLI. En definitiva, la historia vuelve a escribirse.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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