sábado, 18 de febrero de 2012

DEL CARNAVAL Y LA RISA, COMO PRECURSORES DEL DESORDEN.


El orden que imagina nuestra mente es en realidad como una red, o una escalera que se construye para llegar hasta algo. Pero después hay que arrojar la escalera, porque se descubre que. Aunque haya servido, carecía de sentido

¿Pero cómo puede entonces existir un ser necesario, totalmente penetrado de posibilidad? ¿Qué diferencia hay entonces entre Dios y el caos primigenio? Afirmar la absoluta omnipotencia de Dios, y su absoluta disponibilidad respecto de sus voluntades. ¿No equivale a decir que Dios en realidad no existe?

Como sin duda habrá deducido ya el atento lector, una vez más aprovecharemos las enormes posibilidades que nos brinda el calendario, así como su amable compañera, la rutina, para dilucidar de nuevo al respecto de las implicaciones que tiene para el Ser Social, acudir a una de las celebraciones más importantes e históricas que al respecto existen. Nos estamos refiriendo, como no podía ser de otra manera, al Carnaval.

La festividad del Carnaval, hunde sus raíces en lo más profundo de la fenomenología humana. Se trata de una celebración que no hace distinción en lo que concierne a épocas, siglos, culturas o razas, manifestándose como una realidad extemporal a la far que afín a cualquier cultura. Por ello, hemos de buscar su justificación en la localización de algún fenómeno cultural universal y no sujeto a los declives del tiempo. En consecuencia, tal fenómeno necesariamente tiene que estar ligado al propio hecho social, a la par que hacerlo desde el principio, porque desde el principio las costumbres paganas se han hecho eco de las celebraciones ligadas al carnaval. Por ello, el Carnaval ha de estar, directa y necesariamente ligado al orden social, más concretamente, al hecho de burlarse y parodiar las mencionadas órdenes.

Burla, Parodia, son las prebendas que dan origen a la Comedia Griega, a saber, el primer método ordenado encaminado a regir, a su vez, los procedimientos del humor como fenómeno exclusivo y propio de la Naturaleza Humana. Porque ningún animal, ajeno al propio Ser Humano, tiene la facultad de reír.

Y es así como la Risa, en su condición de fenómeno exclusivamente humano, se convirtió durante siglos en uno de los caballos de batalla por excelencias de las luchas entre los seguidores del orden conforme a los preceptos divinos, sostenidas contra aquellos que creían más eficaces los métodos de disquisición filosófica. La Guerra entre Religión y Filosofía entraba en una nueva batalla, encaminada a su decisión última, erigirse como paladines del orden natural de las cosas.

La Risa es, en su condición conceptual, manifestación por excelencia de las cualidades de excepcionalidad del Ser Humano. No se trata tan sólo de que ningún animal pueda reír, se trata en realidad de que ningún animal puede llevar a cabo un pensamiento tan complejo que le permita concebir un escenario mental de semejante complejidad simbólica que acabe por poder reducir a lo jocoso incluso la más dramática o rigurosa de las situaciones que podamos llegar a conceptualizar. Se trata en consecuencia, de un procedimiento mental que, por ser propio del Hombre, habría de ser considerado como del agrado de Dios.

Pero e aquí que la risa es la debilidad, la insipidez, la muestra del caos, propia de nuestra naturaleza atada a la carne. Es la distracción del campesino, la licencia del borracho. Es así que, en su sabiduría, incluso la Iglesia la ha autorizado en momentos de fiesta. Así el carnaval se constituye como el momento de polución diurna, que permite descargar los humores, impidiendo luego que se ceda a otras tentaciones mayores. Pero mientras se de en estas condiciones, la risa sigue siendo algo inferior, vacío propio de la plebe, al amparo de los simples. Misterio vaciado de valor sacro alguno.

Ya lo decía el Apóstol. En vez de arder, casaos. En lugar de rebelaros contra el orden querido por Dios, reíos y divertíos con vuestras inmundas parodias, creados al amparo de ese mismo dios al que insultáis. Puesto que mientras lo hagáis dentro de la convicción de que el carnaval cubre vuestros actos, una vez acabadas las celebraciones que le son propias, una vez vaciadas las jarras y botellas, consumido el vino, y pasados los tiempos de la fiesta. Una vez elegido al Rey entre los tontos, perdidos en la liturgia del cerdo y el asno, jugados a representar las propias saturnales. Una vez acabada la comida, volveréis a la conceptualización del orden verdadero, el querido por Dios. Y además, vuestro concepto de culpa os hará volver con más pasión si cabe. Porque la risa, mientras así permanezca, ajena al control del Hombre, no será peligrosa.

Pero he aquí que Aristóteles, dentro de su obra La Poética, dedica presumiblemente la segunda parte a la Risa, más concretamente a su función en lo que al orden de las cosas humanas, en tanto que de su disposición en la forma de La Comedia. Y es entonces que, según La Iglesia, la risa se convierte en algo pernicioso. En un peligro mortal para la permanencia de la institución. El motivo es evidente. Al elevar la risa a la categoría de arte, se le abren las puertas del mundo de los cultos y letrados, se la convierte en objeto de la Filosofía, dando pie a una pérfida teología. La Risa libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo parece pobre y tonto, pareciendo con ello controlable. La Poética enseña que librarse del miedo al diablo es un acto de sabiduría. Cuando ríe, cuando el vino gorgotea aún por su garganta, el aldeano ha invertido las reglas naturales del orden. El criado se siente amo.

La Iglesia puede soportar que durante la fiesta se asimilen herejías, siempre que éstas no encuentren traducción culta que las haga permanentes, esto es, mientras se consuman a si mismas sin dejar huella, como se consume el carnaval. Basta para ello con que el gesto no se transforme en designio, con que la lengua vulgar en que el desorden se origina, no encuentre traducción latina.

Y es así como la obra de Aristóteles se condena. La Iglesia sabe que el miedo es la mejor herramienta a la hora de hacer permanente la obediencia. Ese mismo miedo contra el que la Comedia lucha, ese mismo miedo que se disipa en el simple cuando la risa se manifiesta.

La risa es así manifestación original de libertad, demostración de que ese y no otro es el estado natural del hombre, como natural en tanto que original e intransferible del hombre es su condición y capacidad para reír.

El simple ríe, y mientras lo hace no le importa nada, ni tan siquiera morir. Imaginad qué hubiera ocurrido si de haber sobrevivido, el segundo Libro de la Poética de Aristóteles hubiera iluminado la posibilidad de haber vencido a la muerte a través de la emancipación del miedo a la muerte que pretende y consolida la visión rigurosa de la risa.

En ese momento, el Pueblo de Dios bien pudiera quedar reducido a una asamblea de monstruos eructados desde las profundidades de la terra incognita. Entonces, y sólo entonces, la periferia de la tierra conocida se hubiera convertido en el núcleo del mundo cristiano conocido. Los arimaspos estarían en el trono de Pedro. Los blemos ocuparían los monasterios. Los enanos barrigones y cabezudos propios de la obra blasfema escondida en la profundidad de las bibliotecas, se convertirían ahora en los guardas y custodios de éstas mismas bibliotecas.

La plebe carece de armas para afilar su risa hasta convertirla en un arma capaz de luchar contra la seriedad que impone el orden vigente. Y seguirá siendo así mientras no se les dote de un instrumento que les arme contra los pastores que han de guiarles hasta la vida eterna.

Por eso, La Comedia en tanto que manifestación formal, y la risa, en tanto que manifestación natural, se convierten en un arma demasiado peligrosa. El segundo Libro de La Poética de Aristóteles, del que sólo sabemos por terceros, como el Árabe Averroes que lo cita, o menciones del propio autor en su otra gran obra, La República, constituye para La iglesia un peligro demasiado inminente. Un peligro contra el que hay que desarrollar todo el poder, saltándose incluso el más fundamental que se habían atribuido en su condición de guardianes del saber, recordemos que durante la Edad Media, salvo gloriosas excepciones, La Iglesia en occidente se convirtió en la única tenedora del saber.

Por eso, no es de extrañar que éste libro se perdiera en el incendio que se declaró en la Abadía de Perussia, en 1327.

Y así como el libro segundo ardió, así arden durante unos días los cánones del orden establecido. Durante las saturnalias, el carnaval, las damas son fulanas, La Gran Vía es la Rue de las meretrices; el Rey se revuelca en el fango, llevando con él a la Monarquía, y la chusma supera sus miserias pensando qué, durante unos días, no se tiene que avergonzar de lo que pudiendo haber sido, nunca fue ni será.

¡Qué demonios, divertíos, es Carnaval!

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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