sábado, 11 de febrero de 2012

DEL AMOR, Y OTRAS COSAS QUE NOS HACEN HUMANOS.


Puestos a devanarnos la cabeza, si en algo estaremos sin duda de acuerdo la mayoría, será en el hecho de que pocos son los asuntos atinentes tanto a lo divino como a lo humano sobre los que pese a haberse escrito tanto en todas las épocas, no somos sino más ignorantes cada día.

Certeza para algunos, duda eterna para otros, lo único real es que el amor es un de esas extrañas cosas que, definido conceptualmente desde el principio de los tiempos, no es menos cierto que su constatación, que no su comprensión, depende de cada uno, en su derecho de percepción subjetiva. Más, llegados aquí, conviene hacer ya la primera gran matización puesto que, considerar el aporte subjetivo como fuente de procedencia única del sentimiento, no sería del todo acertado ya que, tal y como resulta fácilmente constatable, su percepción y constatación única no es algo que cambie tan sólo de una persona a otra, sino que, y ahí radica lo excepcional del caso, cambia en la propia persona, según el estadio de madurez en el que se encuentre.

Es el amor, sin duda, una de las premisas excepcionales que necesariamente han de estar presentes en cualquier definición seria que del Hombre quiera hacerse. Constatación inequívoca de excepcionalidad, el amor y su comprensión, o más concretamente su incomprensión real en tanto que resulta imposible de definir si no es mediante la descripción empírica de sus efectos; constituye en sí mismo una de esas excentricidades sin las cuales sería imposible definir al Hombre si queremos no dejar desnuda una de sus percepciones fundamentales.

Y como tal, y acorde a semejante transcendencia, pocos por no decir ninguno, son los asuntos humanos que tanto análisis y debate han suscitado a lo largo de la Historia. De su análisis se han ocupado todas las épocas, y a su comprensión se han lanzado con entusiasmo los mejores de cada época, en pos de su comprensión, para acabar asumiendo, uno tras otro, época tras época, que resulta del todo imposible someter a análisis de cualquier orden, humano o trascendental, todos o alguno de los parámetros que lo componen, condicionan y determinan.

Por ello, tras asumir su fracaso, al Hombre sólo le ha quedado la opción de atenderlo desde su aspecto netamente estético. Sólo podemos intuir lo que nos ocurre, pintando lo que sentimos, o creemos que sentimos, mientras dura ese anonadado episodio que hemos dado en llamar enamoramiento, o sea, “andar en amores”.

Pocas, por no decir ninguna, son las áreas que han resultado tan prolíficas de cara a la generación de manifestaciones, en éste caso artísticas y de ornato, una vez asumida la incapacidad para dirigirnos al mencionado desde capítulos científicos o técnicos.

Desde El Cantar de los Cantares de El Antiguo Testamento, hasta el movimiento Romántico del XIX, pasando por los Cantos de Trova de la Alta Edad Media; el amor, su desarrollo y la constatación práctica de sus efectos, se ha convertido en el terreno abonado en el que la Música ha encontrado su lugar por excelencia. Porque una vez ha quedado clara la imposibilidad de comprender las nociones del corazón, igualmente claro es aceptar que la Música se convierte en el mejor, por no decir único lenguaje competente a la hora de expresarse en coherencia con él.

Es el amor uno de los elementos que más concretamente unifica aspectos específicamente humanos los cuales por otra parte permanecería inequívocamente separados, o abiertamente aislados. Como enunciado de elementos diferenciadores, el amor constata de manera unívoca una de las diferencias esenciales que nos posiciona por encima del resto de animales con los que compartimos escala evolutiva. Esta diferencia no es otra que la de poder separar reproducción de comportamiento afectivo. El amor es, por encima de todo, emoción, deseo, armonía y comunicación, entre dos almas.

Y si ya El Cantar de los Cantares manifestaba esta diferencia, estableciendo por motivos estrictamente moralistas las definiciones de sexualidad humana, marcando claramente el terreno de las diferencias de comportamiento que nos son propias en tanto que nos diferencian de los animales; será posteriormente, esto es con los Cantares de Trova, e incluso con las Cantigas de Amigo y de Amor posteriormente, donde se desarrollará uno de los aspectos fundamentales y por qué no decirlo más bonitos de toda la producción cultural de la Humanidad, cual es aquélla que sirve para dejar constatación manifiesta de la gran diferencia antes aludida, la del Amor Romántico.

Manifestación exclusiva de un sentimiento humano por excelencia, el Amor Romántico tiene consecuencias ineludibles de cara no sólo a definir al Ser Humano de una época, sino abiertamente propias cuando nos enfrentamos a la labor de definir una época en si misma.

Así, Amor Romántico y Edad Media tejen juntos un entramado maravilloso en el que, definitivamente, resulta imposible separarlos sin causar pérdida inevitable de concepto a uno, o al otro.

Es el Amor Romántico, el objeto al que ha de dedicarse casi a condición exclusiva no ya sólo la Literatura de la época, sino que habrá de hacerlo la totalidad de la producción estética de sus futuros. Así, una de las formas inequívocas de asumir cualquier análisis de una época, o de valorar su riqueza, pasa por someter a criterio los episodios más relevantes que ha dedicado al análisis del amor, y de sus represalias en el hombre de cada una de esas épocas.

La Literatura, la Estética, incluso la Ciencia, cuando se dedica a intentar comprender las emociones humanas, (dedicando para ello los esfuerzos de la Psicología), han de fracasar necesariamente, a la hora de intentar dar forma a algo tan especial como es el Amor. Capricho de Dioses, o a saber, tal y como lo expresaban los antiguos mitos paganos, manifestación de dioses en sí mismo, hay que plantearse abiertamente la posibilidad de que el amor, o más concretamente los efectos que el mismo suscitan en el gnos humano, sean uno de los más valiosos catalizadores de los que la especia dispone una vez se enfrenta a la posibilidad de superarse a sí misma, en tanto que especie, mediante la superación de las debilidades que como individuo cada uno arrastra.

Por ello, puede resultar curioso, aunque para nada contradictorio, acudir a Francisco de Asís para encontrar un poco de luz en semejante amasijo de conceptos. Éste, asumiendo las tesis del eminente erudito de la época Angélico, constata que”…es así como el amor pasa por reconocerse a uno mismo a través del objeto amado, amor facit quod ipsae res quau amantar, amanti aliquo modo uniantur et amor est magis cognitivus Quam cognitiun. O sea, que el verdadero amor es aquél en el que se promueve el bien de la cosa amada, logrando a partir de la consecución de éste bien, la satisfacción posterior del bien propio. “ Se trata en consecuencia de una concepción del amor como permanente sacrificio. Nos identificamos satisfechos en la medida en que el objeto deseado se nutre a sí mismo de nuestra propia satisfacción.

He ahí sin duda ninguna una de las definiciones más acertadas que se ha hecho del amor. La que manifiesta que uno ama lo que reconoce, se enamora de lo que identifica, convencido de que el amor es el vínculo encaminado a lograr las satisfacciones del otro, satisfaciendo en ello su propia necesidad.

En definitiva, el amor como eterna pregunta, o como eterna respuesta en tanto que define, mejor que nada, nuestra condición de seres específicos de la creación.

Somos lo que somos, en tanto que somos capaces de reconocer el amor.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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