Porque no me digáis que, visto así, no suena bien. De
partida, cuenta con los atributos imprescindibles con los que ha de contar
cualquier historia que en el seno de España quiera triunfar a saber,
disponibilidad evidente para ser objeto de las envidias ligadas al éxito si
éste llegara a producirse; pero por supuesto el contar a su disposición con una
pista lo suficientemente expedita como para garantizar la huída de todos los
vinculados al ya te lo advertí, se
unan de manera abierta al cuadro de
plañideras que celebre el funeral posterior a tu fracaso.
Y con todo ello, excepto con las bendiciones previas, contaba Juan Ramón JIMÉNEZ cuando Moguer
convencido como estaba de que a pesar de todo, y por supuesto, de todos;
contaba entre sus efectos con la obligación casi ética de dar cumplido
merecimiento al éxito forjando con tiempo, como ha de hacerse con la espada
bien templada, de la que era una temprana vocación en este caso ligada
inequívocamente a la poesía.
Porque sin duda venían tiempos en los que una espada bien
templada resultaría imprescindible, unas veces para atacar, y las más, para
defender.
Si bien entre “Platero y Yo”; y Juan Ramón JIMÉNEZ se da el
curioso efecto no desconocido por el que una obra llega a trascender a su
creador; lo cierto es que tal acontecimiento alcanza en este caso tal grado de
intensidad, que merece sinceramente ser tenido especialmente en cuenta.
Así, no se trata ya tanto de si Platero existió o si no lo
hizo. No se trata tan siquiera de analizar en pos de lograr el establecimiento
de una disquisición vinculada a si JIMÉNEZ necesitaba o no a Platero. Lo único
cierto es que si bien el fenómeno mediante el cual una obra, o incluso un
personaje, superan a su creador; no
supones, ciertamente, un caso único; no es menos cierto que en el caso que hoy
nos ocupa el grado de la injusticia cometida a partir de tamaño desliz es,
eventualmente, imperdonable.
Y lo es, porque si bien fruto de la misma la figura de Platero no puede ser,
ciertamente, engrandecida; no resulta menos cierto que en cualquier caso, es la
figura de su autor la que resulta en
alguna forma deteriorada. Algo que, sinceramente, no podemos ni por
supuesto debemos, consentir.
Encontramos en Juan Ramón JIMÉNEZ los considerandos a
ultranza de un Hombre de su Época, si
bien de la mencionada no se extrae sino la paradoja de comprobar que los mismos
serán coordinados en pos de generar una suerte de rebeldía nunca dormida, destinada
a consensuar una suerte de revolución destinada a ser comprendida tan solo una
vez conciliados los tiempos y las formas perseguidas, redundando con ello en
una postura silenciosa.
Es así JIMÉNEZ un Hombre de su época pero, ¿cuál es
precisamente su época?
Revisando por enésima vez este año ante lo nombrada de la
cita los orígenes del Siglo XX, redundamos una vez más en la constatación de
que el mencionado comienzo de siglo resulta inexistente, siendo por ende una
suerte de plagio del anterior. Cadáver vetusto aliñado con la suerte de contar
con atributos nuevos que, a la sazón de cómo ocurriría por vestir a un viejo
con ropa nueva, ésta no serviría de nada a la hora de disimular el miedo a la
proximidad de la muerte, albergada en la profundidad de sus ojos.
Y si esto resulta evidente en Europa, en España resulta
especialmente sangrante.
Las evidencias no tanto de necesidad de modernidad, como sí
más bien de ruptura con el pasado, se dan de bruces con un cambio de siglo introducido de manera insidiosa toda vez que el
intento de encontrar el menor síntoma de cambio que vaya más allá del inferido
a partir del sugerido por las hojas del calendario, choca de plano con una
realidad que en todos los planos, pero especialmente en el político, se da de leches con cualquier intento de
modernización.
En un periodo legítimamente entendido dentro del reinado de
Alfonso XIII; y con continuidad en la Dictadura de Primo de Rivera hasta 1930;
lo cierto es que se conciliaban todos los elementos para corroborar las viejas
tesis según las cuales España es diferente en todo. Y obviamente la manera de
vivir y afrontar el cambio de siglo, no iba a suponer una verdadera excepción.
Dos serán los Grandes
Asuntos que vendrán a copar los titulares de la nueva época. A saber, la
crisis de la monarquía, destinada a copar el periodo 1917-31 que tendrá en dos
sus causas fundamentales a saber, los conflictos sociales vinculados de manera
estructural a la conflictividad laboral; y la ineficacia de los poderes
políticos así como de las estructuras creadas en pos de lograr su promoción y
desarrollo. Por otro lado, aunque inequívocamente ligado a tenor tanto de sus
causas como por supuesto de sus consecuencias, la inexistencia en España de una
verdadera Política Económica tiene en el caso del fracaso industrial fruto de la no
Revolución
Industrial que
se halla pendiente en España, la evidente incapacidad del país para hacer
frente tanto a las demandas como por supuesto a las formas mediante las que
éstas se desarrollan, para las que el país se muestra del todo incompetente a
la hora de discernir los verdaderos acordes de libertad que tras ello se
ocultan. Acordes por otro lado inequívocos y a la sazón inevitables.
Periodo en todo caso grandioso, irrepetible sin duda, que
nuestro protagonista vivirá apostando en un primer momento por impulsar el
Modernismo, celebrándose como sin duda, el gran renovador de la poesía
contemporánea de España, lo que será sin duda causa importante a la hora de ser
decidido como justo para contar con el Premio Nóbel de Literatura, al que
accede en 1956, cuando la muerte ya emerge en la lontananza.
Pero antes, todo, absolutamente todo queda inscrito en un
proceso que se inaugura con la apuesta que hace en pos del Modernismo más
brillante, aunque salpicado de tonos grises. Es el periodo de Elejías, y por supuesto, de Arias Tristes. Un
periodo que culmina con el monumento a la prosa poética que es Platero y yo, publicado precisamente estos
días hace cien años.
Frases de tonos grises, intimistas, propios del fervor por
la belleza trasladada a la naturaleza, en libros todos ellos destinados a hacer
grandes a los Hombres, partiendo de la
posibilidad de hacer que se encuentren a sí mismos, retrocediendo a los
momentos en los que podían ser niños.
Se traduce así pues todo esto en la paradoja magnetizadora
en la que se convierte Platero y Yo. Una obra que parece para niños, pero que
en realidad está escrita para adultos. Unos adultos que a su vez han de volver
a ser niños si quieren descubrirla en todo su esplendor. Esplendor que a su vez
aporta el fulgor que les permitirá descubrirse a sí mismos.
Se consolida así una obra que refrenda de manera categórica
los que habrán de ser los elogios principales a los que han de esperar optar
tanto los autores, como por supuesto las obras que les son propias; a saber, la
capacidad para hacer frente al momento que les ha tocado vivir, salpicando por
ello aunque sea con brevedad, algunos ejemplos entre los que se puede denotar
cierto aire de crítica social, la cual
en este caso se halla inmersa en algunos capítulos del libro.
Y todo ello, en el seno de una poética sin duda compuesta
para adultos, aunque absolutamente propia de la lógica de un niño, lo que se erige en constituyente imprescindible
a la hora no tanto de comprender el pronto éxito del libro, como sí más bien de
lo duradero del mismo.
Un éxito propio tan solo de un país como España porque
¿Dónde si no un burro habría de ser más famoso que el más bravío de los
corceles de guerra?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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