domingo, 1 de marzo de 2015

DE ROSALÍA DE CASTRO. DE LA SUPERACIÓN NO COMO FIN, SINO TAL VEZ COMO REFUGIO.

Porque una vez revisados los procesos que en la mayor parte de las ocasiones tienden a acompañar que no a crear a los héroes, lo cierto es que la conclusión a la que podemos llegar pasa por asumir que el héroe no es sino un resultado, y el acto heroico una suerte de conducta que en la mayoría de ocasiones no redunda sino en una especie de reacción, una suerte de conducta unívoca que poco o nada tiene que ver con lo que un héroe haría o diría, en un momento determinado, ante una cuestión decisiva.

Semejante disquisición, de tener sentido, y lejos por supuesto de querer arrebatar a nadie su uso o condición, se erige en el caso que nos ocupa no como conclusión, cuando sí más bien como herramienta, como argumentación, en pos en este caso de vertebrarse como cimentación a partir de la cual comenzar a erigir no tanto el edificio en el que alojar a los grandes de las “Letras Gallegas”, cuando sí más bien el escenario desde el que acertar a imaginarse, aunque solo lo ilusorio y no por ello menos legítimo del mismo sea lo máximo a lo que podamos aspirar.

Porque de mera cuando no vana ilusión podríamos a priori catalogar cualquier intento de sobrevivir, con ello ni mucho menos brillar, en la España del tumultuoso Siglo XIX, si pretendemos hacerlo acudiendo exclusivamente a las Letras. Siendo así pues, o entonces, ¿qué cabría decir de querer hacerlo escribiendo mayoritariamente en Lengua Gallega?

Lejos de entender que nuestra protagonista se formulara tan siquiera una sola vez de manera franca y directa la pregunta, lo cierto es que los preámbulos vitales con los que hace su presentación ante el mundo Rosalía de Castro son, cuando menos, impresionantes.
Nacida en Santiago de Compostela en la madrugada del 24 de febrero de 1837, aunque en su Partida de Nacimiento figura 1836; solo el frío de aquella madrugada parece aseverar si no la dureza, sí las especiales coyunturas que desde el primer momento y por ende para siempre habrán de estar presentes en el desarrollo de una vida tan peculiar, como característica.
Dureza conceptual, como la que es óbice de ser hija de un sacerdote, que habrá de poner en manos de su hermana los destinos de una niña de la que se hará en todo momento responsable, gozando para ello unas veces de más suerte que en otras; y cuya relación para una, misión para otra, comenzará a las pocas horas de ver la niña la luz del sol, al tener que erigirse ya como madrina al entregar a la niña al sacerdote para que proceda a la introducción en la Comunidad Cristiana procediendo a la instauración de los Santos Óleos, quedando además su vida marcada para siempre al figurar de modo igualmente sobre ella la pesada carga en la que acaba siempre por convertirse el epígrafe de Padres: Ignotos.

Parece así pues que ya desde el primer momento las circunstancias parecen converger en pos de constriñir las formas de cara a discernir un escenario en el que todos y todos jueguen ya sea de modo activo, o como meros acompañantes, una partida tan espectacular como única.
Porque soslayando al menos en principio, o en la medida en que nos sea posibles los aspectos concernientes a la descripción de los aspectos que se confabulan en pos de consagrar el esperpéntico escenario político de la España del 1800, lo cierto es que la mera aunque no por ello menos atenta observación de los aspectos exclusivamente culturales de la misma, proporcionan un cóctel lo suficientemente rico a la par que brillante en base al cual convenir la mayoría de las realidades de las que por otro lado proceden las visiones culturales.
Si bien es cierto y por ello aplicable a cualquier época que su Cultura es la mejor de las descripciones de una Sociedad a las que podemos aspirar hecha semejante consideración en el momento histórico en el que la aseveración resulta expresada, no es menos cierto que la misma alcanza cotas de certeza cuasi infinita si la misma se vehicula sobre los condicionantes del XIX.

Es el Siglo XIX el siglo donde eclosionan todos los proyectos en los que de una u otra manera se halla inmersa La Nación Española. Desde la Guerra de la Independencia, pasando por el susto de la huída de Napoleón de su confinamiento, hecho del que ayer se cumplieron dos siglos; hasta la pérdida en el 98 de los últimos vestigios para unos, de los últimos residuos para otros, lo cierto es que la Historia se empeña en hacer bueno a quienes afirman que la Historia de España se escribe a partir de la descripción de los acontecimientos que se dan entre periodos constitucionales.
Y lejos de ser conciliador, lo cierto es que en este caso el mencionado episodio parece adquirir especiales visos de certeza toda vez que el proceso regresivo en el que la Nación se pierde, y que queda suficientemente documentado al cuantificar los valores que van desde La Pepa, hasta las consagraciones de finales de siglo, pasando como no por la Gloriosa de 1868, no cabe interpretación, sino más bien mera justicia cuantitativa, para comprender hasta qué punto España se sume definitivamente en el sueño de los Justos.

Abandonados así en brazos de Fernando VII cuya presencia primero y alargada sombra después sirven mejor que nada para describir en exabrupto en el que se convierte España, nos vemos en la obligación casi de considerar como inexorable acudir a la salvación que los escenarios oníricos a los que tan propenso será el Romanticismo, en busca cuando no de la inalcanzable salvación (pues todos en mayor o menor medida eran culpables) sí al menos del placebo que en pos de una muerte solícita puedan proporcionarnos los mundos descritos en Las Orillas del Sar.

Porque en un alarde de esos tan nuestros, de los que nos llevan a atribuir carta casi de naturaleza existencial a cuestiones o conductas que en cualquier otro momento o lugar pasarían solo como residuales, aspirando a lo sumo a formar parte de los anecdotarios; aquí, siguiendo, ¡cómo no! los cánones de la exaltación a la que estamos tan acostumbrados, acabarán erigiéndose de nuevo en edificio que merecerán cualquier calificativo, salvo por supuesto, el de mera condición insubstancial.
Acudimos así pues al periodo que queda entre dos hechos imperturbables, a saber la publicación por parte de El Duque de Rivas de la obra “Don Álvaro y la fuerza del sino”, con la que podemos declarar formalmente inaugurado el Romanticismo en España, hecho que acontece en 1835; y el momento en el que Fernando de Rojas publica “La Gaviota”, obra que viene no tanto a extinguirlo, cuando sí  más bien a dar el pistoletazo de salida al Realismo; para comprender la valía de quienes hubieron de integrarse en un proceso tan intenso como efímero, para poder decir no que brillaron, cuando sí sencillamente que fueron dignos de tener algo que aportar no solo a un movimiento cultural, cuando sí más bien a la Historia de un País que entraba no en franco retroceso, sino más bien en declive peyorativo.

Es entonces, o tal vez a partir de la comprensión de los matices que tamaña sutileza atesora, cuando podemos no entender, a lo sumo intuir, la fuerza que sin duda había de convertir en magníficos a aquéllos que, como ocurre en el caso de Rosalía de Castro se volvieron merecedores de inaugurar, más bien de estrenar pues les fue dado de modo ex profeso un modo y un tiempo cultural propio a saber, el del Post Romanticismo.

Movimiento propio, particular, único, no puede por ello ser ni catalogarse como de excluyente, integrador o modulado. Es de cualquier modo el exceso su esencia. El virtuosismo intelectual su denominador común. La excentricidad, su vínculo mediador.

Es ahí, y ahora mejor que nunca dicho solo ahí, donde puede entenderse en todo su esplendor la grandeza de un escenario en el que el misticismo alejado por otro lado del dogma,  en el que la posibilidad de integrar el infinito en la realidad local se consolidan como certezas de una interpretación del mundo consolidado no solo a base de sueños, sino que ahora la forma de soñar tiene o adquiere casi la misma importancia que lo que es soñado.

Una forma de soñar, que a la hora de expresarse confiere especial importancia a la estética, momento en el que la musicalidad de la Lengua Gallega se erige en proceder eminente, haciendo de Rosalía de Castro Maestra de Maestra, colocando a la Mujer Gallega no ya solo en el escenario, sino en el centro del escenario.
Se convertirán así las Letras en mucho más que en una herramienta, en mucho más que en una manera de proceder. El escribir en Gallego se convertirá en una bella manera de revolucionarse. Una rebelión que lo abarcará todo, desde lo material a lo etéreo, desde lo formal hasta lo vagamente concebido, en pos siempre de iluminar marcando el camino de los sueños, la senda por la que habrán de transitar como uno solo desheredados y desterrados, inmisericordes y perdonados, en una palabra, todos los que por una u otra manera no tienen cabida en un mundo tan estereotipado como erróneo, el mundo del XIX que camina hacia su destrucción, arrastrando con ella la que bien podría ser la última verdadera memoria de España.

Y ahí está Rosalía de Castro, la última Romántica de España, llorando en silencio no por la memoria de España, sino por su propia memoria. La que nació un 24 de febrero de padre desconocido, y morirá en 1885 en Padrón. Si bien murió en 1881, cuando en una carta privada escribe:
“Alá van, pois, as Follas novas, que mellor se dirían vellas, porque o son, e últimas, porque pagada xa a deuda en que me parecía estar coa miña terra, difícil é que volva a escribir máis versos na lengua materna.”


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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