sábado, 16 de febrero de 2013

DE LOS ACONTECIMIENTOS, SU GRADO, Y DEL VALOR DE LA INTERPRETACIÓN EN ESTA ÉPOCA DE “RELATIVISMO DESMESURADO”.



Me sorprendo una vez más, discutiendo no ya de las certezas de la verdad, sino más bien sobre el grado de influencia que para las mismas puede tener el mero hecho de que éstas sean sometibles a interpretación.
Son las certezas, una forma de Verdad. Tal vez, y es por ello que han de ser tratadas más que con respeto, con máxima deferencia, una de las más próximas a la Verdad en sí misma. Por ello, tal vez, es en las mismas donde ha de tenerse más cuidado a la hora de aplicar otras máximas igual de potentes en el terreno de la Moral. Es en ellas donde ha de cuidarse de forma extrema el efecto que el Relativismo imperante puede llegar a causar.

Y en semejante tesitura me sorprendo en la mañana de hoy, leyendo uno de esos Diarios a los que sólo me aproximo en los contados momentos en los que pequeños lapsos de fe (momentos en los que mi radicalismo se debilita), me llevan a pensar no ya que me hallo en posesión de la Verdad, de tal hecho me congratulo a diario en tanto que el peso que la misma me trasladaría en forma de responsabilidad haría mi camino del todo insufrible, sino que más bien se traducen en un grado de duda cercano a la posibilidad de aceptar que son los demás quienes realmente se encuentran más cerca de la ansiada Verdad que yo.

Me enfrento así, de manera ante todo humilde, y con la capacidad analítica dispuesta, emplazada ésta en los términos descritos por Descartes, a una nueva realidad en la que acontecimientos aparentemente nuevos, se presentan ante nosotros poniéndonos de nuevo ante la ya conocida tesitura que, por un lado nos hace estremecer de emoción al valorar la magnitud de los instantes en los que nos vemos embarcados; en tanto que un viento frío, presagio inminente del miedo a lo desconocido, nos hace comprender de manera eficaz que nada, absolutamente nada, volverá a ser igual.

Pocas, por no decir ninguna persona, tienen no ya acceso, sino mera capacidad de comprender el excelso, magno, estructural y definitivamente brutal Poder que se acumula en el anillo del pescador. Es la condición de Sumo Pontífice que en el mismo se concentra, la preconizadora de una serie de conceptos e ideas que cristalizan de manera única de pensar ya que sólo compartiendo esa línea de pensamiento puede concebirse el calado de lo expuesto.

Y todo ello, el Poder, y las múltiples concepciones que del mismo se liberan, presas en realidad en la voluntad de un solo hombre. Porque por más que sea El Papa, es, en realidad y por encima de todo, un hombre.

Un hombre con sus certezas, con sus limitaciones. Con sus virtudes y sus defectos. Y puede que ahí, precisamente ahí, sea donde en realidad radique el hecho que dé si cabe mayor vehemencia al hecho concebido y a la par ejecutado. El del Relativismo llevado a la máxima de las ejecuciones en tanto que el pescador, el llamado a ser el representante de Dios en La Tierra, reconoce de manera explícita su incapacidad para seguir aceptando sobre sus  hombros el peso de la responsabilidad de ser nada más, no me atrevo a decir que nada menos; el legítimo portador del mensaje de Dios en la Tierra.
¿Significa eso que Dios se ha equivocado?

Inequívocamente ligados ya desde este momento al delicado mundo del Relativismo, me hallo en la mañana de hoy leyendo con suma atención un artículo de opinión, mal vestido de elemento científico por más que su autora se empeñara de deslizar una dilatada lista de hechos históricos, en el que lo que de verdad me lleva a sacarlo a colación es el giro conceptual que la autora logra hacer para lanzarnos, y digo lanzarnos porque tras estas líneas la mencionada ya me considerará miembro de ese grupo al que ella afirma denostar; a la certeza de que la renuncia de Ratzinger ha “desatado toda una ola de ataques desusados por parte de aquéllos que se empeñan en no reconocer que Europa debe prácticamente toda su  historia moderna a la participación que de la misma hace el Pensamiento Católico, (…) incluyendo entre los mayores logros hitos tales como La Democracia, o la Declaración Universal de los Derechos Humanos.”

Evidentemente, la sorpresa se ve superada por el desasosiego que me causa comprobar una vez más cómo el Absolutismo, manifestado en esta ocasión en forma de dogma en tanto que sólo así se puede comprender que la defensa de una cosa y su contraria sin caer en el absurdo, sean no ya sólo posible, sino que además del mencionado ejercicio se extraen conclusiones dignas de ser publicadas; es definitivamente algo para lo que no estoy preparado. Tal cosa sólo puede hacerse desde la concepción propia del que se ve a sí mismo dotado de la fuerza de La Razón (dicho sea en sus más diversas acepciones).

Es en realidad el debate suscitado, otra más de las múltiples formas que adopta la sin par discusión eterna donde las halla. La que se plantea una vez más entre Fe y Razón. Por ello, acudo a la fuente, a saber a la Historia, para toparme con uno de los hechos fundamentales que pueden aportar luz a toda esta situación.

El 13 de febrero de 1633, La Iglesia Católica ordena el apresamiento de Galileo GALILEI.

Es la historia de por sí, sobradamente conocida. Por ello, lejos de reproducirla, nos limitaremos a dejar constancia de algunos de los hechos, que no por ser categóricamente los más interesantes, no es menos cierto que en realidad delimitan perfectamente el marco en el que se dirime esta lucha que durante siglos enfrenta a Fe y a Razón. Y el premio, verdaderamente lo merece, por tratarse, nada más y nada menos, que de apropiarse definitivamente de la fuerza de la que emana la condición propia de las distintas concepciones de todo lo que existe, incluyendo por supuesto, de nuestra propia existencia.

Pero enfrentarse a semejante catálogo de consideraciones, es complicado. Y hacerlo de tal guisa, lo convierte en algo todavía más peliagudo. Por ello los contemporáneos del siglo XVII necesitaban algo más substancial, algo más directo. Y por ello la discusión astronómica, les vino verdaderamente como anillo al dedo.

Casi cien años atrás. Nicolás COPÉRNICO había esperado a morir para poder publicar con calma “De Revolutiunibus orbium coelestium”. Obra brutal donde las haya, en tanto que como suele ocurrir con todas las grandes cosas, necesita de la maceración propia, inexorablemente ligada al tiempo, para dar todo su ser. De la mencionada obra, o más concretamente de la lectura atenta de la misma, se extraen mucho más que análisis o incluso conclusiones. Se procede a la rememoración de un catálogo completo de novedades cuya comprensión trae inexorablemente aparejada una auténtica revolución no sólo conceptual, sino más bien estructural ya que lo único netamente constatable tras la misma es la superación no ya de los preceptos, sino absolutamente de los cánones en los que se desarrolla el quehacer del Hombre y de la Iglesia dentro del por entonces siglo XVI.
Estamos hablando del que se ha dado en llamar Giro Copernicano-Kantiano. Uno, sin duda de los pilares en los que se asienta no ya Europa, sino probablemente el mundo, si lo tratamos a efectos de consideraciones sociales, políticas y por supuesto morales.

La situación que se plantea pues para la Iglesia, supera con mucho a la que se podría considerar de hacerlo considerando exclusivamente el corolario de preceptos astronómicos. A expensas de las afirmaciones hechas por Apellest Lattem en realidad Pseudónimo del Jesuita Cristhop ESCHREIRNER “nos hallamos inmersos en una cuestión filosófica de rango máximo al ser la fuente del saber, o más concretamente el sentido de la procedencia del mismo, y con ello el cuestionamiento de la emanación de la santa voluntad de Dios, de todo lo que, ha sido y será creado, siempre según los designios del altísimo.”
Efectivamente, el Jesuita tiene, una vez más razón. La Teoría Heliocentrista propuesta por Copérnico, y ratificada ahora de manera indirecta por las observaciones de Galileo, supera con mucho las consideraciones propias de un hallazgo astronómico. Suponen en realidad la puesta en tela de juicio de todas las consideraciones filosóficas en las que la Iglesia sustenta sus consideraciones antropológicas. Es, en consideraciones  más certeras, la discusión efectiva de las concepciones deductivas, frente a las concepciones inductivas. Tal hecho cuestiona el sentido o la dirección de las concepciones y de las relaciones humanas. Una herejía certera resumida en la cuestión máxima: ¿Dios crea al Hombre, o por el contrario es La Idea de Dios una elucubración humana?

De nuevo, las grandes consideraciones, son las que siempre, en un sentido o en otro, dan forma al hombre, en forma  de dialéctica.
En aquél febrero de 1633, la Inquisición toma partido, y silencia al osado que cree estar por encima de la Fe, alimento imprescindible.
Hoy, el que fuera Máximo responsable de la “Congregación para la Doctrina y la Fe” Se ve obligado, quién sabe si en un acto ético, o por el contrario moral, a reconocer que la Iglesia está, en realidad, formada por Hombres. Imperfectos, falibles, y en esencia, mortales.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.




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