sábado, 14 de noviembre de 2015

DE CONSTATAR QUE TODO ES, A LO SUMO, UN TRÁNSITO.

De no ser así, en días como hoy ¿qué podríamos hacer? ¿A qué podríamos, ciertamente, aspirar?

Ha amanecido hoy un día extraño. Un día de otoño que ciertamente no parece de otoño, de hecho más bien parece como sí a estas alturas el otoño hubiera desertado, cuando no renegado directamente de sus funciones. Y si el otoño no quiere ejercer como tal ¿de qué ejercerá el poeta? Necesita el poeta de humanidad y, si de algo podemos hoy estar seguros, es de que de eso tampoco andamos sobrados.

Renunciamos pues un día más de manera voluntaria al excesivo pesar que nos depara la aparente obligación de transitar siempre por el largo y duro aquí y ahora que nos ha tocado vivir, los cuales vienen a conformar un contexto que no lo olvidemos, no ha sido elegido por nosotros; y proponemos un días más un ejercicio de tránsito estático y devenir inexistente que consiste, dicho de manera somera, en la búsqueda de un paseo solariego en un momento en el que la tormenta es lo único que abunda…
Buscamos una vez más respuestas en la Historia, y auque lo cierto es que no necesitamos que las mismas afloren ante nosotros con la modalidad clara y distinta con la que el sueño que supuso la catarsis lo hizo para DESCARTES tal día como hoy, de hace algunos trescientos treinta años, mentiríamos de manera casi vulgar si no dijésemos que estamos una vez más seguros de que la nuestra, si bien puede parecer una apuesta arriesgada está definitivamente encerrada dentro de un contexto absolutamente seguro.

Para los que piensen que éste no es el sitio adecuado para encontrar tales respuestas, les ofreceremos gustosos una consideración en apariencia elemental la cual, como suele ocurrir en la mayoría de los casos, suele contener en su interior un coeficiente de esencialidad que en un principio había pasado inadvertido así, aceptando que la violencia como concepto, y sus manifestaciones como procedimientos forman indudablemente parte de los componentes esenciales del Hombre, componen a priori su carga instintiva. ¿De verdad esperan encontrar en algún sitio mejor que donde se consolidan los aspectos emotivos respuestas a estas y a parecidas preguntas?

Resulta así que del estudio de la Música así como del contexto en el que ésta se genera, se hallan directamente implícitos muchos de los factores que pueden servir para, entre otras cosas, tratar de definir la huella que determina el contexto y la situación de quienes de una u otra manera influyeron en la concepción de la misma. Estamos así pues diciendo que en consonancia directa con lo que procede de aceptar que el contexto determina la naturaleza de la Música que en cada momento se compone, resulta por deducción evidente aceptar que del análisis de la Música que un determinado momento se compone, podremos concluir la naturaleza del contexto en el que la misma fue compuesta.

Asumimos así pues la vida como un transitar, un transitar denotado en pos de propiciar el ansiado descenso por los ríos, hasta conseguir el ansiado descanso una vez alcanzadas las quietas aguas de la ansiada mar. Un transitar que comienza en Alemania en noviembre de 1938, termina en París hoy, no sin antes haberse detenido unos instantes, esperemos que para algo más que para coger resuello, en la misma Ciudad de la Luz, en el París de hace justo ahora setenta y cinco años. ¿Les resulta difícil encontrar un principio común? Les facilitaremos la tarea ya que creo estarán de acuerdo conmigo en que no hay mejor nexo que el proporcionado por el propio Hombre, ni mejor componente que el aportado por el desarrollo de la conducta que le es propia la cual nos trae hoy aquí; la cual no es otra que la violencia alimentada ahora como en multitud de casos anteriores por el miedo procedente de la incomprensión de cuanto nos resulta desconocido.

9 de noviembre de 1938. Anochece en Alemania, aunque lo cierto es que en Alemania hace ya algunos años que el sol prefiere abstenerse de salir.
La acumulación de circunstancias que en los últimos años se empeña en sepultar para siempre tanto a Alemania como especialmente a su Historia tras un enorme e insalvable montón de fango, parece encaminarse en esta noche hacia una suerte de culmen de cuya implementación ya nunca podrá sobreponerse.
Del atento estudio y posterior comprensión de los parámetros que por aquel entonces vienen a componer el escenario vital que día tras día acompaña a cualquier alemán, podemos deducir una suerte de contexto que lejos de poderse considerar como agradable o ni tan siquiera atractivo, redunda sin resquemor en la manifestación evidente de una serie de carencias, la mayoría de ellas inaceptables, que terminan por conciliar variables otrora impensables en pos de consolidar un ambiente fácilmente inflamable.
Las estructuras políticas del momento, abiertamente incompetentes no tanto para elaborar una respuesta adecuada, siquiera para entender la magnitud de la cuestión asociada, terminaron en su profusión de fracaso por convertirse en la catapulta definitiva destinada a inmolar en los altares del nuevo poder a una figura cuya fuerza, lejos de procede de la eficiencia o a lo sumo del atento cumplimiento de los parámetros de lo que llamaríamos correcto proceder político, bastaría mostrase en realidad aptitudes más propias para la efusividad y el por qué no decirlo, mal llamado populismo.

Encontraron lo que buscaban, ¡vaya si lo hicieron! Y lo hicieron en la figura de un raquítico y algo melifluo niño austriaco en el que la perversión innata que conformaba ampliamente su carácter, se había visto reforzada por los efectos que una educación en la que la excesiva presencia femenina se hacían patentes; había terminado por destruir.
Una personalidad por otro lado ideal para otros menesteres, entre los que bien podrían citarse los de la predisposición para aceptar órdenes sin cuestionar su sentido ni su procedencia, generando con ello la perfecta máquina para servir en el ejército que Bohemia necesitaba para ir a la guerra, concretamente para estar en la I Guerra Mundial.

Pero las puñaladas que la actividad política muestra en Berlín no se parecen en nada al ejercicio que para esquivar balas resultaba imprescindible en las llanuras de Francia en 1915.

Con ello, las múltiples carencias que a efectos gubernamentales presenta nuestro Cabo Bohemio, quedan rápidamente patentes a la hora de tener que pergeñar no tanto estrategias destinadas a tomar una colina, como sí más bien de cara a la elaboración de unas Cuentas Generales o Presupuestos de un país que se encuentra no tanto al borde, como sí más bien completamente sumido en la Bancarrota.

Es entonces cuando la situación se presenta ante nosotros en toda su magnitud. Rehabilitando una vieja leyenda, alimentando una malversación conceptual de cuyas penosas consecuencias la Historia aún no se ha recuperado; Hitler no tiene que esforzarse mucho, pues no crea nada nuevo, para recuperar del baúl de los ancestros uno de los miedos legendarios que durante siglos ha campado por sus respetos a lo largo y ancho de la Vieja Europa. Europa, el continente por excelencia, el que se forjó a golpe de espada de caballero allí donde la razón no llegaba, y que acudió al oro para llegar todavía más lejos, se cobraba ahora la última de las deudas, la más peligrosa, la que procede de la envidia que se nutre del miedo de saber que nunca podrás pagar la deuda que tienes contraída. La deuda que la estabilidad de Europa tiene con los préstamos y con los empréstitos cuyos recibos, algunos de ellos sin duda en manos de sus acreedores desde hace generaciones, sirvieron para trenzar la soga que ahorcó a los judíos.

De esta manera, la envidia será la ponzoña que envenene el alma de aquél que por avatares del destino tendrá en su mano la potestad de terminar de incendiar Europa. Un incendio que comenzará precisamente en esa fatídica noche del 9 al 10 de noviembre de 1938. Un incendio cuyas brasas aún no se han extinguido del todo, como prueba el hecho de que cada vez que sopla brisa, los rescoldos vuelven a prender sobre la mecha que aún amenaza la estabilidad de nuestros sueños.

Pero la Vida, como la Música, se alimenta de paradojas. Y paradoja es la que se produce cuando justo dos años después, un 9 de noviembre de 1940 en París, tiene lugar el estreno de la tremenda obra que resulta ser “El Concierto de Aranjuez”.

Compuesta por el Maestro Rodrigo, la obra viene a ser la síntesis de los efectos cuando no de las interpretaciones emotivas que en este caso otra guerra, concretamente la Guerra Civil Española, provoca en el alma de su creador.
El Concierto de Aranjuez, sobre todo su adagio, constituye muy probablemente la más hermosa muestra del efecto reconciliador que la Música tiene. Un efecto que aplicado sobre los Hombres en tanto que integrantes de una especie propia y por ende tenedora de sus propias peculiaridades cuando no características, redunda en la satisfacción de devolvernos la esperanza en forma de satisfacción pues una especie capaz de converger netamente en un homenaje a la belleza de la calidad que se hace patente en el Concierto de Aranjuez no puede ser, al menos no necesariamente, mala.

Y en medio de todo esto, no sabemos bien si a causa de, o como consecuencia más bien, el Hombre moderno, Un Hombre que ha de lidiar con su Historia en la más amplia acepción del término, contando además con el hándicap de saber como nunca antes supo nadie de la relación casi equidistante que guarda respecto del bien, y del mal, prueba inequívoca de que unas veces puede vender su alma a dios, con la misma calidad con la que otras lo hace al diablo.

¿En qué parte de la cuerda estaremos ahora?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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