sábado, 2 de agosto de 2014

LEEMOS PARA SABER QUE NO ESTAMOS SOLOS.

Para sumergirnos así, a través del drama que rodea a la supuesta ficción, en los secretos de una trama que poco importa si es o no más interesante que la nuestra. Solo que la nuestra es real, y además, qué demonios, viene a constituir lo poco, quién sabe si lo único, que tenemos.

Leemos para vivir, en la medida en que muchas veces solo leyendo podemos llegar a intuir lo vacío que se encuentra este mundo. Un mundo atroz, en el que solo la tenacidad, o quién sabe si el sinsentido, se apiadan de nosotros a la hora de confundirnos otra vez, logrando insuflarnos otro hálito, en pos de seguir caminando, en pos de seguir sufriendo. Y todo porque alguien se ha empeñado en que hay que morir con las botas puestas.

Pero lo cierto es que no hay nada honroso en morir. En eso la muerte se asemeja bastante a la más célebre de sus compañeras de conspiración, a saber, la muerte. “No hay guerras útiles, solo hay malditas guerras.” Entonces, aún cuando la guerra pueda afectar tan solo a los demás ¿tiene sentido el sufrimiento?
Dicen los que sufren hoy, y a pesar de todo disfrutarían sufriendo como lo hacían los antiguos, que el sufrimiento es el altavoz que usa Dios para despertar a los sordos. Entonces, ¿Por qué no se guarda Dios sus voces para aquéllos de los suyos que de verdad estén interesados en lo que tenga que decirles?
Si el sufrimiento es la manera mediante la que el Hombre, mediante la que todos los Hombres, incluso los que carecemos de la Gracia de Dios, maduramos, entonces sinceramente digo que prefiero permanecer algún tiempo más en mi árbol.

Porque se madura con la luz. ¿O era a través del conocimiento al que se accede por medio de tal luz? Lo cierto es que quienes carecemos de la luz, empeñamos nuestra vida en un viaje, un viaje que a menudo resulta funesto, toda vez que el mismo solo nos descubre que a lo máximo a lo que podemos aspirar, es a disfrutar del camino.

Caminos, carreteras. En definitiva lo mismo, con distinta sección. Ha de ser una vez más la fría objetividad manifestada a través de la ausencia de perspectiva, la que se encargue de traernos a la realidad, despertándonos del  sueño en el que a modo de liberación habíamos intentado caer.

¿Qué es saber? A menudo una cuestión de posicionamiento. Sí, de posicionamiento. Posicionamiento ante uno mismo. Posicionamiento ante los demás. Al final no tanto para comprender dónde estamos, como sí más bien dónde nos toca estar. Porque no depende tanto de dónde estés, como sí más bien del tiempo que necesites para llegar. Porque al final todo se trata en sí mismo, de un viaje.

Un viaje no de descubrimiento, como sí más bien de comprensión. De comprensión de aspectos importantes tales como los que proceden de saber que todo, tanto lo conocido como lo desconocido, se halla integrado dentro de nuestra realidad en base a la participación que hace de un hecho imprescindible como es el que pasa por saber que vivimos en una Tierra de Penumbras.

Vivimos en una Tierra de Penumbras. En una tierra sobre la que en realidad nunca ha brillado el sol. En una tierra en la que solo la tibieza del permanente anochecer, mantiene la ilusión de la vida.
Porque eso es a lo máximo a lo que pueden aspirar tanto una tierra que nunca ha visto el brillo del sol; como por supuesto aquéllos que nunca han sido sorprendidos por el incipiente sol de un amanecer.

Vivimos pues de la ilusión. De la ilusión que se materializa en no más que los nimios discursos pronunciados por nuestros Sabios, a los que la realidad se empeña en reducir a fulleros, toda vez que sus palabras son refutadas una y otra vez, incluso mediante el silencio, por la más cruel de las certezas, la que procede de la contumaz realidad.

Es entonces cuando acudimos a lo más recóndito de nosotros mismos, allí donde de verdad albergamos nuestra esencia. Allí donde conviven las preguntas y las respuestas, conocedoras ambas, y por ende nosotros con ellas, de que conocer llevaría aparejada nuestra destrucción. Por ello el caos, en forma de intelectual dialéctica, se apropia del escenario, para convencernos, una vez más, de que efectivamente en el viaje propiamente dichos se encuentran los placeres que de cualquier otra manera nos son negados.

Viajar, huir. Si existe diferencia, que alguien nos la desvele. Y haciendo del Tiempo el otro gran aliado, definido como el espacio que infiere entre una y otra definición, concluir que vivir no es tanto viajar, como sobrevivir para descubrir lo que hay detrás de la siguiente curva, más allá de la colina que dibuja, limitando con ello, nuestro horizonte.

Pero viajar tiene sus riesgos, los cuales ciertamente asumimos, aunque no por ello arrojándonos en manos de la imprudencia. Es por ello que contratamos a un guía, a alguien que no solo nos consta que conoce el camino, sino que sabemos que ha disfrutado transitándolo una y otra vez.

Antoine de SAINT-EXUPÉRY conocía todos los caminos. Tal hecho queda suficientemente demostrado desde el momento en que podemos constatar que conocía a los Hombres. Una demostración plausible de tal hecho pasa por comprender que sin duda por ello amaba el desierto, que como es sabido está libre de caminos trazados, y de hombres que los transiten.

Nacido en Lyon en 1900, en el seno de una familia abiertamente aristocrática, su amor por las matemáticas, unido a una insaciable curiosidad, conspirarán para hacer de él una suerte de hombre que guíe sus pasos hacia un permanente estado de desasosiego del que solo puede ser partícipe aquél que busca sabiendo que es mejor no encontrar. ¿Habla acaso de la Naturaleza Humana?

Sea como fuere, lo cierto es que con más de cuarenta años, y no sin tirar abiertamente de recomendaciones, logrará enrolarse en el ejército del aire, donde ingresa con el rango de capitán, en este caso para desarrollar su otra gran pasión. Volará ejecutando labores de reconocimiento destinadas a suministrar a los aliados información sobre el estado y movimientos de las tropas alemanas en sus movimientos por el continente europeo.

Su experiencia en ambos campos, por un lado había volado durante años cubriendo líneas por el norte del continente africano; por otra había estado como corresponsal de guerra en la Guerra Civil Española; le sirvieron no solo como atributos, sino que abiertamente le salvaron la vida en los varios accidentes aéreos que protagonizó.

Nadie dijo que hubiera de ser fácil.

Desde la perspectiva que aporta su afirmación: “la guerra no es una aventura, la guerra es una enfermedad. Como el tifus.” Bien podemos hacernos una idea en relación a su posicionamiento para con asuntos por ejemplo, de carácter ideológico.
Descontento siempre con todos, rechazó ofrecimientos como los que le ofrecían por un lado desde la Francia Libre, la que desde Londres dirigía DE GAULLE; como los que le hiciera el Gobierno del Mariscal PETAIN.
Al final, como suele ocurrir en estos casos, para acabar criando grandes enemigos a uno y a otro lado.

Desde la incomprensión de la vida a través de la imposibilidad de entender a los hombres. Tal vez buscando en la lógica del niño la respuesta a preguntas que se hacen los hombres; nuestro protagonista esboza a partir de 1943 El Principito, la historia del niño de cabellos dorados oriundo del pequeño planeta B 612 que a base de dar tumbos por el universo, acaba en la Tierra.

Objetivamente se trata del libro infantil más leído del Siglo XX. En realidad es un relato para adultos. Porque en sus moralejas, siempre difuminadas, éstos encuentran la motivación para seguir leyendo.

Los viejos soldados nunca mueren solo desaparecen. Proféticas palabras de un Antoine de SAINT-EXUPÉRY que el 31 de julio de 1944 es derribado cerca de las costas de Marsella mientras desarrollaba su misión de reconocimiento a bordo de un bimotor carente de armamento.

Hace poco se localizaron los restos de su avión, así como una pulsera en la que reza el nombre de su esposa, Consuelo, la que fuera la rosa de El Principito.
Su cuerpo no ha sido localizado. Simplemente ha dejado este planeta, como lo hiciera aquel principito de cabellos dorados del planeta B 612.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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