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25 de diciembre, festividad de Navidad. Pocos son, sin duda, los acontecimientos que logran poner de acuerdo a tanta gente, a lo largo y ancho de éste, nuestro mundo.
El nacimiento de Jesús, el llamado Cristo, no por indiscutible, en tanto que tratado como fenómeno estrictamente humano, alcanza tintes de hecho trascendental en tanto que, una vez acaecida su muerte, convergerán sobre él, de manera inevitable, a la par que notoria, multitud de acepciones entre la que destaca, qué duda cabe, la de Mesias.
Antes de centrar nuestro interés en el fenómeno individual, el de Jesús de Nazaret como hombre no obstante relacionado con Dios, consideramos se hace imprescindible proceder con la exposición de unas mínimas nociones, atinentes tanto a hechos metafísicos, como a otros escrupulosamente humanos.
Así, uno de los hechos fundamentales que convierte a Jesús en una figura de primera magnitud ya sea por el tratamiento humano, como por el trascendental, procede de la especial naturaleza con la que el mismo trató las circunstancias propias al fenómeno de la Creencia, en este caso concreto, de la creencia personalizada, en un solo Dios.
El concepto del monoteísmo, simplificado de manera suma en la convicción de que en realidad todo el Poder Divino que rige en última instancia nuestro destino mortal, pasa por una sola mano, es un concepto realmente complejo, no ya en tanto que revolucionario para la época, que lo es, como por el esfuerzo infausto que se hace imprescindible para poderlo concebir, en un tiempo, como el que tratamos, en el que las Culturas por excelencia, la griega y la romana, sistematizan su más que complejo marco de creencias en un intrincado mapa de deidades basadas así mismo en la convicción politeísta, esto es, en la existencia de un Poder Multidisciplinar, que afecta no sólo a la concepción que del Poder Divino se tiene como tal, sino incluso al reparto que del mismo se hace entre los diferentes dioses.
De esta manera, la concepción, defensa y posterior imposición de una Doctrina Monoteísta, requiere de unos condicionantes previos muy fuertes así como ampliamente anclados en las convicciones de aquéllos a los que va dirigida.
La Tradición Judía es, no sólo por pertenecer a uno de los pueblos más antiguos, una de las más ricas en este aspecto. A los datos conocidos en tanto que compartidos con el nuevo saber, el procedente del Cristianismo en tanto que ramas que proceden de un tronco común, la nueva doctrina bebe con la satisfacción del que sabe que puede saciarse, de las múltiples fuentes que le proporciona su raíz común, la que procede de la ingente documentación del Pueblo Judío.
En base a esto, El Mesías habrá de nacer en Belén de Judea, pequeña aldea distante apenas diez Kilómetros de la tumultuosa a la vez que imponente Jerusalén, centro por excelencia de la Cultura, la Política y resto de actividades que de importancia se realizaban en el Mundo Judio.
Pueblo orgulloso donde los haya, el Judaísmo, que no separa concepción religiosa, de concepción política, y que tiene en el Sagrado Consejo del Sanedrín al instrumento vertebrador de su orden, no puede soportar las continuas humillaciones a las que se ve sometido por parte de un Imperio Romano que, en su imparable avance, ha convertido a la soberbia Comunidad de Galilea en una mera y aparentemente sin importancia provincia del Imperio, entregada a un Gobernador incompetente, en tanto que prebenda en pago de algún favor.
La situación se ya insostenible. Acudiendo entonces a las mencionadas Escrituras, aquéllas en las que supuestamente el Pueblo Judío puede acceder al conocimiento de todo lo que se avecina, se encuentra una profecía que afirma que “…en Belén de Judea, y fruto de una descendiente de la “Tribu de David”, nacerá el Mesías, aquél que viene a liberar a su pueblo.”
Mesías puede conceptualizarse en términos religiosos como Salvador, pero en términos más humanos es igualmente el libertador. Si cogemos el potencial que esta segunda acepción presenta, y la sometemos a la consideración de un pueblo orgulloso de su Historia que, no obstante se encuentra sumido en la humillación de verse vago el yugo de Roma, tenemos todos los ingredientes para conciliar de manera bastante aparente la linealidad de acontecimientos que todos conocemos.
En lo atinente exclusivamente al hecho de la Natividad, hemos de decir que el único documento aceptado por la Iglesia Católica que se manifiesta a tal respecto, es el Evangelio según San Mateo. Dicho documento, está escrito, tal y como ocurre con la mayoría de documentación relativa a Jesús de Nazaret, y que viene a conformar todo el Catálogo de Referencia Sacra, a saber Las Sagradas Escrituras, bastantes años después de la muerte de su protagonista. En este caso concreto, la fecha de consolidación del Documento ha de ser asumida por referencias internas a hechos acaecidos en torno al año 70 d.C. Esto es. Más o menos en torno al momento en el que las Legiones de Tito arrasan Jerusalén, y el Templo.
Escrito en Arameo, la Lengua vernácula en la que se expresa el hombre medio de la Judea del momento, es rápidamente traducido al griego, como forma culta de Lengua una vez que el proceso de Romanización, todavía no instaurado, hace que otras, y no precisamente la imposición de una Lengua como el Latín, sean las que ocupen la cabeza de los dignatarios romanos.
El documento original se pierde, haciendo así imposible del todo su constatación, o más concretamente la del curioso hecho de que éste Evangelio sea el único que refleja los datos en relación al Nacimiento de Jesús. Entendiendo el mismo como un acontecimiento de tamaña magnitud, no parece lógico no ya que éste Evangelio sea el único que lo refiera, sino que lo sorprendente es, en si mismo, el hecho de que en ningún otro aparezca. De ahí la importancia de poder acceder al original en arameo, en pos de comprobar si en el mencionado se refleja tal y como lo hace en la copia griega, o si por el contrario se trata de una contaminación posterior, probablemente interesada.
Por ello, resulta especialmente sorprendente que la Iglesia Católica siga rechazando, por tacharlos de apócrifos, otros documentos, fundamentalmente griegos, en los que se hace mención específica al hecho, si bien evidentemente contado de otra manera, con otros personajes, y dando píe a otras conclusiones. Pero de eso, qué duda cabe, hablaremos en otro momento.
En cualquier caso, de lo que nadie puede dudar, es de que nos encontramos ante una de las más bellas fábulas de la Historia de la Humanidad.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.