sábado, 10 de diciembre de 2011

ENRIQUE IV EL DISPLÁSICO EUNUCOIDE QUE DECIDIÓ LA CONSTRUCCIÓN DE ESPAÑA.


En pocas ocasiones la falta de acción, o más concretamente la inoperancia de un monarca, ha supuesto tamaña repercusión para el devenir histórico de un Pais. Enrique IV, rey de Castilla, representa sin duda ninguna el comportamiento que a más altas cotas puede trasladar esta acepción.

Muchos son los intereses que pugnan por convencernos a todos de que la Historia de la Verdadera España, que no la verdadera Historia de España, comienza con el legado de Los Reyes Católicos, aparentemente causantes directos de la unificación de reinos, y en consecuencia elementos determinantes a la hora de concebir con detenimiento los ciernes de lo que luego constituirá la unidad nacional propia de la futura España.

Sin embargo, lejos de caer en el juego tramposo de negar este hecho, sólo una salvedad ha de ser llevada a cabo. En condiciones normales, Isabel la luego llamada “La Católica”, jamás debió ascender al trono de la incipiente España.

El 28 de febrero de 1462, nace, fruto del matrimonio entre Enrique IV de Castilla y Juana de Portugal, la Princesa Juana, aquella a la que la historia conocerá burdamente como La Beltraneja.

Única heredera legítima al trono de Castilla, Juana verá desde muy joven ligada su trascendencia a la de su tía, la por aquél entonces infanta Isabel, hermana de su padre, al ser esta su madrina de bautizo.

Apenas comenzado mayo de ese mismo año, las Cortes, convocadas en la por entonces ya Villa de Madrid, trasladadas luego a Toledo, la juran como heredera de los reinos, dejando clara la excepción hecha para el caso de que no naciera hijo varón.

Sin embargo, la inoperancia apática de su padre, hecho éste que se manifestaba en todos los campos, incluido el de Gobierno, unido al continuo debilitamiento que provoca para con la institución regia, a la que debilita continuamente con el nombramiento de favoritos que sangran al Estado con la excusa de hacer lo que la corona no hace, acaba por confeccionar un marco magnifico para la creación de una nobleza militar que crece en poder de manera directamente proporcional a como lo pierde la propia corona.

La situación se hace insostenible, estallando de forma definitiva en 1464, cuando los nobles levantiscos, con Juan de PACHECO, Marqués de Villena a la cabeza, lanzan el Manifiesto de quejas y agravios, documento en el que por primera vez aparece reflejada la afirmación de que la Infanta Juana no es hija legítima del monarca, sino que procede de la acción de D. Beltrán DE LA CUEVA, otro de los favoritos del rey, y otro de los que luego le traiciona. Pero el manifiesto va mucho más allá. Afirma que, el juramento efectuado en Toledo, y que elevaba a Juana a su actual rango; no es ahora válido por producirse bajo coacciones del propio Beltrán.

Ejecutada ya la primera parte del plan, los magnates hostiles al monarca proceden de manera efectiva con la siguiente, que inexorablemente pasa por elevar al joven Alfonso de Castilla, hermanastro de Enrique IV, a la condición de legítimo heredero. Primero proceden con la llamada Sentencia de Medina del Campo, cuyo concepto y justificación no pasa tanto por llevar a cabo reformas en los reinos, como por debilitar de manera definitiva el poder y la autoridad del monarca.

Y a todo esto, ¿qué hace el monarca? A una reconocida ambigüedad sexual, certificada en documentos de la época, hay que añadir la igualmente justificada necesidad de la Reina, en este caso Juana de Portugal, de buscar “soluciones externas” a sus carencias, hecho este igualmente constatable en documentos de la época, que manifiestan un carácter abrumador, lo que hace si cabe más contradictorio todo lo explicado.

Por todo ello, y una vez que la manifiesta apatía del Rey es ya escandalosa, la nobleza insurgente pone en marcha el bochornoso espectáculo de La Farsa de Ávila. En el acto, un rey representado por un tentetieso es vapuleado uno por uno por todos los nobles, siendo finalmente depuesto simbólicamente como Rey por el propio PACHECO. Y ratificado el acto por el Arzobispo de Toledo, el belicoso Alfonso CARRILLO. Quedaba entonces designado como heredero al trono el joven Alfonso de Castilla, quien hubiera sido Alfonso XII.

Las condiciones para un encarnizado enfrentamiento civil estaban sobre la mesa. El bando regio, a falta de de la resolución de un monarca que defendiera sus derechos y los de su hija, estaban defendidos por linajes nobiliarios como los Mendoza. Los intereses de los revolucionarios, que como excusa enarbolaban la defensa de un joven de once años, parecían estar de enhorabuena.

Pero entonces, la peste acaba con la vida del niño en julio de 1468. Mas los intereses de la reforzada nobleza levantisca no decrecen, y continúan con sus pretensiones, ofreciendo la corona a una joven Infanta Isabel, que con 17 años presenta no obstante una fortaleza de carácter poco común, que hará mucho más difícil para los nobles manejarla, que como habían pretendido manejar al niño Alfonso.

Como prueba, septiembre de 1468. El Pacto de los Toros de Guisando firmado “en pos de sosiego y del bien del Reino”, sitúa definitivamente a Isabel como heredera legítima del trono. Enrique desiste de defender la honorabilidad y el derecho de su hija, amparándose no ya en su condición de bastarda, sino en lo ilegítimo del matrimonio para con Doña Juana de Portugal la cual, como dando efectividad a estas afirmaciones, lleva dos años alejada de la Corte, certificando que “de un año a esta parte no ha usado limpiamente de su cuerpo”, llegando a tener dos hijos con Pedro de Castilla.

Ante semejante comportamiento, las impredecibles aspiraciones de Isabel al trono, cogen fuerza. Demasiada tal vez, y por ello se produce un nuevo giro en los acontecimientos cuando la nobleza le vuelve la espalda, respaldando los derechos sucesorios de Juana, lo que ocurre en 1470, cuando Enrique y Juana de Portugal nombran a la infanta Princesa de Asturias, “que de allá adelante oviessen por princesa y legítima sucesora heredera a su muy amada hixa Juana y que la jurasen con aquella solemnidad que para el tal caso se requería.”

La muerte de Enrique IV, acaece en la noche del 11 al 12 de diciembre de 1474. Como su propia hija dice, “acaece por serle dadas yerbas y ponzoñas, de las que después falleció”. Deja un escenario propicio para una Guerra de sucesión entre una joven Juana de doce años, y una Isabel que rápidamente se proclama Reina. El acuerdo de Tercerías de Moura pone fin a las aspiraciones de Juana, en 1479, al obligarla a ingresar en un convento, en Lisboa. En esta ciudad vivirá hasta su muerte, acaecida en 1530, a los 68 años de edad.

De esta manera, una dinastía, la TRASTAMARA, cambia para siempre los designios de España.

Luis Jonas VEGAS.


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