Una de las cuestiones cuya existencia pone en duda la sin
duda merecida tranquilidad del Ser Humano, es aquella que se formula en
relación a la necesidad que éstos tienen de los
monstruos. La causa de tal consideración es tan sencilla como atroz. Que
los monstruos sigan siendo necesarios determina que ellos y solo ellos seguirán
siendo responsables de todas aquellas aberraciones que por su crueldad, ya sea
en lo concerniente a la fase de planeamiento, o en la de ejecución, resulten
totalmente improbables de adjudicar al género
humano.
Resultará pues que el día en el que los monstruos sean
innecesarios, la Humanidad correrá sin duda un grave peligro.
Nada hay más aterrador para el Hombre, que la de encontrarse
a solas con una conducta monstruosa. Bien pensado, quizá una cosa, solo una
cosa, pueda resultar más aterradora; enfrentarse a ella sin miedo, porque en el
fondo se reconoce en ella.
Identificar la mirada de un monstruo supone, sin duda,
reconocerse en la monstruosidad. El
Hombre , a lo largo de la Historia, se ha pasado siglos y milenios
descifrando el terror, barrutándolo primero,
admirándolo después; para finalmente perseguirlo de forma indiscriminada.
Conforma el terror una de las más evidentes y a la sazón
primitivas formas de la a menudo poco venturosa relación que el Hombre ha
mantenido con el poder. El terror, ya
sea como procedimiento (destinado a conseguir el poder), o como concepto
(constituyendo en sí mismo una más que reconocible, evidente, forma de poder),
se ha erigido en sí mismo como acicate más que evidente de cuantos han
conformado la larga lista de protocolos que a lo largo del tiempo que
transcurre desde la consecución de la que denominamos Edad Moderna, han
presidido la forma de hacer, determinando con ello la forma de pensar, de todos
cuantos han supuesto algo, fundamentalmente
en Europa, pero por qué negarlo, también en todo el mundo.
Podremos así pues inferir sin excesivo riesgo de caer en
error, que el la búsqueda del poder, y su consecución violenta,
fundamentalmente mediante el desarrollo y la imposición violenta de procederes
o recursos, se halla de una forma u otra directamente implementada entre las
causas que con mayor definición pueden ayudarnos a dilucidar los motivos por
los que, por ejemplo, tantas veces hemos determinado cuando no tratado de
demostrar que el Siglo XIX no finalizó realmente en 1899. Y si no lo hizo fue
porque los complicados procederes sobre los que descansaban los complejos
conceptos que habían permitido averiguar el extinto siglo como uno de los más
importantes de toda la Historia de la Humanidad, necesitaban de una prórroga
para lograr la satisfactoria conclusión de sus méritos y deseos.
Sin caer en la contradicción propia de sobrevenir sobre la
conclusión vertida, inferir de la misma cualquier suerte de inferioridad en lo
concerniente a las propias capacidades del Siglo XX, llegar a pensar en el
mismo como un mero corolario de la
centuria anterior, al menos en lo concerniente a capacidad de gestación de
desasosiego, sobre todo cuando éste va directamente dirigido contra la propia
especie, supondría sin duda un ejercicio de bondad, cuando no de servilismo,
tan poco edificante como del todo innecesario, sobre todo si tenemos en cuenta
la desmesurada inversión en procederes destinados a desarrollar la maldad conservada desde el XIX, que se esmeró
en desarrollarse a lo largo del Siglo XX.
Todo lo expuesto vendría a resumirse en algo así como que la
incapacidad para establecer la frontera entre los siglos XIX y XX se encuentra
justificada a partir de la identificación primero, y aceptación después, de que
tal frontera, de existir, no supone más que un reducto conceptual, por ser los
límites absolutamente borrosos. La causa, parece evidente, pues no se trata ya
de que entre ambos periodos se puedan y deban establecer vínculos de
complementariedad, sino que mucho más que eso, la relación que une a ambos
periodos es inevitable a la par que unívoca. Ambos periodos se encuentran
vinculados por medio de unos lazos tan imprescindibles como por otro lado
inescrutables; dando con ello forma a una realidad conceptualmente solo
asimilable a la que procede de constatar la existencia de hermanos siameses: Las identidades de ambos son perfectamente
reconocibles, sin embargo la supervivencia de ambos depende de la concepción
que de ambos se haga como una estructura única e indivisible en términos de
funcionalidad.
Sin embargo, la independencia de las estructuras mentales,
garantiza independencia en los pensamientos. Aunque la relación, cuando no el
fuerte influjo, acabará manifestándose como una realidad imposible de negar.
Podemos por ello decir que las primeras décadas del Siglo XX
transcurrieron bajo una suerte de apatía que ni siquiera podemos catalogar como
propia, pues las causas, o por ser más concretos, los idearios cuya no
consecución se revelaban como la verdadera causa de la frustración de aquellos primeros hombres del Siglo XX, no les
pertenecían, toda vez que sus raíces se hundían en lo más profundo del XIX.
Habremos pues, si de verdad queremos no ya conocer sino como
mucho intuir, las verdaderas causas que acabaron por traducirse en las
motivaciones de estos hombres; de retroceder en el Tiempo hasta el Siglo XIX,
pues allí y solo allí se encuentran las respuestas a las preguntas que
contestan a la mayoría de las atrocidades que la búsqueda del poder, y el
desarrollo que en pos del mismo se hizo de la terrible máquina del terror, nos
llevan a redundar en el XIX las competencias propias del XX.
NIETZSCHE, FREUD, WAGNER, BISMARCK (del que mañana se
cumplen 201 años de su nacimiento), se erigen pues en mucho más que personajes,
en manuales de instrucciones cuyo
desarrollo conceptual resultará determinante para comprender los cauces por los
que esta suerte de simbiosis establecida entre el XIX y el XX empezó a ser de
carácter mutualista, pero pudo acabar siendo un fracaso parasitario.
La causa de tamaña desazón: Adolf HITLER. O para ser más
precisos, la concatenación de desastres conceptuales que acabaron por auparle
como una suerte de catalizador, destinado
a convertir en plausible el resultado
de la combinación química otrora imposible que pudiera devengarse de los
principios resultantes en caso de hallar la manera de combinar los procederes y
los pensamientos de los protagonistas arriba mencionados.
Adolf HITLER, o para ser más precisos, lo que a partir de
ahora pasaremos a denominar el asunto A.
HITLER se muestra ante nosotros como algo cuya complejidad ha de ser
entendido como algo más que el resultado de una mera o siquiera accidental concatenación de situaciones contextuales o
vitales, para pasar a ser considerado como una suerte de enmienda a lo
explicitado hasta el momento:
Nacido en el XIX, será sin duda la suerte de protección que
del mundo le será brindada por lo especial,
algunos dirán que enfermizo de la educación recibida en el ambiente
familiar, materno por ser mas precisos;
lo que redundará en una personalidad que más allá de cualquier consideración
que siempre a posteriori podamos llevar a cabo, promoverá de forma activa la
consecución del ideal conceptualizado en el XIX, tomando para ello todos y cada
uno de los mecanismos que a título de procedimiento,
le serán proporcionados por el Siglo XX.
Vendrá pues HITLER no ya a unificar las exigencias
conceptuales de los personajes del XIX. Lo que es peor, identificará de forma
plena en el arranque del XX el cúmulo de circunstancias capaces de permitir la
inclusión de forma ordenada de todas las premisas llamadas a conformar el
escenario desde el que llevar a cabo la consecución de todos y cada uno de los sueños de poder que hasta entonces no
habían visto satisfechas sus demandas. Y lo que es peor, observó la plena
competencia de cara a la construcción y puesta en marcha de la mayor máquina de terror que hasta ese momento
había contemplado la Humanidad.
Abrumados pues por el exceso
de equipaje, renunciamos siquiera a cambiar
el contexto temporal. Tan tremenda era la tarea, que resultaba más
ventajoso cambiar a los protagonistas, antes que enfrentarse a la modificación
del escenario. ¿El porqué? Sencillo: El contexto no era nuevo, pertenecía, como
decimos, a un pasado cercano, tan cercano que ni siquiera se había extinguido
del todo. Resultaba por ello mucho más sencillo iniciarse en las labores destinadas
a hacer sucumbir al Hombre. O más bien al contrario, a reforzarlo en sus tesis
de origen.
Comienza así el drama de la gestación tramposa del Hombre
del Siglo XX. Una farsa toda vez que la misma no trata sino de la
transfiguración del que habitó, con todas sus consecuencias, en el XIX.
Como tal, en el mismo son del todo reconocibles las acciones
del nuevo Doctor FRANKENSTEIN. Y como
tal, en el mismo resultan perfectamente reconocibles las consideraciones
propias de un engendro. Si el monstruo es el resultado de la unión incoherente
de retales procedentes de la muerte, materialización suficiente del que se
supone mayor fracaso del Hombre; nuestro Hombre del XIX resulta de una unión,
no mucho más afortunada, de elementos incoherentes entre sí:
FREUD parecía destinado a surtir de esencia al monstruo. Una
personalidad propicia para sustituir la ausencia dejada por la incomparecencia
de un alma.
NIETZSCHE vendría a aportar la conciencia, elemento
imprescindible para hacer al monstruo consciente de lo que le rodea.
WAGNER era el responsable de la estética, a saber, un baldío
sustituto de la conmiseración, cuando por sus actos ni siquiera de tal es digna
el Hombre.
Y mientras Europa callaba expectante, siendo testigo y por
ello cómplice del que se gestaba como el mayor tabú al que la historia moderna
nos abocaba; los sucesos del 30 de abril de 1945 vinieron quién sabe si a
salvarnos, toda vez que nos enfrentaron con nuestros miedos, toda vez que nos
permitieron identificarlos, haciendo por ello posible que hoy los reconozcamos
de nuevo.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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