sábado, 7 de mayo de 2016

PUEDE QUE YA NADIE HABLE ASÍ.

A pesar de lo cual, de lo único de lo que podemos estar seguros es de que todos seguimos pensando así. Que por qué estoy tan seguro, pues porque el corazón, a estas alturas lo único que al menos en apariencia sigue uniéndonos a todos, se mantiene firme, aunque solo en eso, en seguir marcando el rumbo, en cuyo caso actuará como una brújula, o quién sabe si contando el tiempo (el que nos queda), en cuyo caso actuará como un reloj; o en el peor de los casos como un cronómetro (en cuyo caso la lectura será en retroceso, y la cuenta atrás que registra no será sino el tiempo que nos queda, como especie).

Constituye el Hombre en sí mismo, así como especie, sin aditamentos, una estructura realmente curiosa, yo diría que útil, en tanto que tal. Ya sin añadidos, sin modificaciones ni matices, su mera presencia concebida dentro del inmenso vacío que paradójicamente viene a constituir el Cosmos, o en el mejor de los casos la parte de éste que creemos conocer, se manifiesta ante nosotros erigiendo su grandeza como denominador común a la vez que como exigencia de la más dura de las pruebas: la que surge como resultado de la incipiente responsabilidad que el Hombre asume no ya cuando se atreve a imbuirse en la búsqueda de las claves destinadas quién sabe si a descifrar en tiempo y forma los múltiples enigmas que el Universo nos regala. La verdadera clave, el verdadero éxito, pasa por entender el brutal ejercicio de responsabilidad que el Hombre asume cuando presenta como aval para conocer el mundo todo el compendio de acepciones que parten de un solo hecho aparentemente banal, y por ello grandioso: El asumir que puede conocerlo todo una vez ha ganado su particular duelo con el Universo precisamente porque ha alcanzado con éxito la más difícil de las metas, la que pasa por comprender lo que significa “tener noción de uno mismo”.

Conocerse uno mismo, mirarse al espejo y sonreír. Acciones aparentemente inocuas, y que tal y como ocurre con la mayoría de las cosas que hoy en día sacuden, cuando no conforman nuestra rutina diaria, y que en realidad parecen estar destinadas a alejarnos de nosotros mismos, para alejarnos de los demás. Porque en el fondo de eso se trata, de lo que se oculta tras el experimento de:
 El gato que se  mira al espejo:
Cuando un gato “se mira” a ante un espejo, obviamente no puede saber que la imagen proyectada responde a su reflejo. Es precisamente tras esa obviedad, o por ser más preciso, tras el sentido que se esconde en lo convencional del uso del concepto “obviedad”, donde se esconde la “clave” de todo el razonamiento; pues el desarrollo del mismo no hace sino amparar la certeza que todos compartimos de que efectivamente, el gato no puede saber que la imagen es una proyección porque de saberlo, el gato tendría conciencia de sí mismo, de su esencia; de ello se trasladaría un correlato en forma de noción del contexto, y de ahí al establecimiento de relaciones con el contexto externo bien distintas a las que son habituales, habría solo un paso…

Si bien el Hombre no tiene nada que temer, quiero decir, aún falta mucho tiempo para que los gatos se erijan en un potencial peligro descrito a partir de la potencialidad que pueda derivarse del hecho de que puedan llegar a organizarse en una Comunidad Consciente; de lo que por otra parte no estaría nada mal que el Hombre empezara a preocuparse es de cuestiones tales como la que pasa por considerar en su elevada forma el motivo por el que para adentrarse en el cuestionamiento de consideraciones cuya observación habría de resultar vital para la supervivencia del Hombre, hay que llevar a cabo un ejercicio de hermetismo a base de subterfugios, como si el interés del Hombre por el propio Hombre hubiera decrecido. Como si en esta nueva etapa, una etapa al menos en apariencia tan importante como la que en su momento se consolidó bajo la forma de El Humanismo, no sea sino el escapismo, la habilidad del Hombre para escapar de sí mismo, de negar su existencia; lo que marque el nuevo designio.

Muchas y muy intensas han sido las ocasiones en las que hemos descrito la importancia del Siglo XIX para el Hombre. De las mismas muchas han sido las lecciones no me atrevo a decir que aprendidas, bastará con que hayan sido escenificadas, representadas. La mayoría de ellas con un marcado carácter histórico, bastarían para hacer enmudecer a cualquiera. Así, muchos de los que ya sois amigos, aunque solo sea porque tenéis a bien emplear vuestro tiempo vital leyendo estas sencillas notas, escritas a menudo como mapa (destinado no a mostrar rumbo alguno, su mayor virtud pasa sencillamente la manera de no perderme); sabréis de la satisfacción que me causa poder redundar sobre el periplo que en sí mismo constituye el propio siglo. Ateniéndonos simplemente a la consideración de las consecuencias que para el devenir de los tiempos se devengará del usufructo que cuestiones tácitas al propio siglo tendrán a la hora de trazar el futuro; lo cierto es que entrando sin más en consideraciones de uso político, la centuria del 1800 conforma dentro de sí, o subyace en su derredor, una suerte de consideraciones implícitas de las que en multitud de ocasiones hemos hablado, y cuyo mejor resumen bien puede figurar en esa afirmación varias veces sostenida, incluso en ocasiones redundada, en base a la cual, el propio Siglo XX, ese que tan orgullosos nos hace sentir a los que al menos en parte hemos visto discurrir nuestros pasos por la invisible senda que lo discurre; bien puede quedar reducido a la consideración de mero apéndice del Siglo XIX, no haciendo méritos para desprenderse de tan vulgar consideración hasta prácticamente bien cumplida su primera mitad.

Pero la verdad es que el XIX, como tal, no es más que tiempo. Una mera acumulación de horas, minutos y segundos, carentes del menor valor de no darse las condiciones mínimas necesarias para contrarrestar el frío que generalmente resulta patente ligado a tales consideraciones a saber, las que proceden de la vivencia, del aporte de vida, en una palabra.
Es así que serán las personas y su discurrir, los éxitos y los fracasos, o cuando menos las crónicas que de las mismas se lleven a cabo, relegando con ello a la posteridad la existencia de muchas de ellas, las que acaben no ya por rellenar los huecos, sino más bien por conformar una por una las losas llamadas a constituir el sólido suelo llamado a sustentar una sólida generación.
Es entonces cuando una vez más, y sublevándonos otra vez contra la rutina, que obviaremos los sobreentendidos y, no dando nada por sentado consolidaremos una por una las tesis de ese gran enunciado llamado a consolidar la que bien podría ser conclusión fundamental, la que pasa por asumir que son las personas, por medio de su vida, las llamadas a consolidar como digna a una época.
El siglo XIX es grande, y lo es precisamente por la talla y la valía de las personas que contribuyeron por medio de la más importante de las aportaciones, la que procede de la propia vivencia, a que así fuera.

Personas que han alcanzado por sí mismos y por el mérito de sus acciones, el rango de inmortales, la mayoría de las cuales coinciden en hacer de este mes de mayo la excusa perfecta para ser recordados, ya sea por el peso que su propia vivencia trae aparejado, o por la trascendencia alcanzada por las acciones que desarrollaron.
Personas como Napoleón, muerto el 5 de mayo de 1821; Karl MARX, nacido el mismo día, apenas tres años antes. Freud, nacido el 6 de mayo de 1856. En definitiva, elementos que ya sean tomados por separado, o como consecuencia o parte de esa suerte de reacción a la que tan brillantemente colaborarán hasta dar como producto final lo que más allá de la cronología denominaremos Siglo XIX, merecerán por sí solos ocupar todo el espacio de nuestras reflexiones…

Sin embargo, volvamos al gato, al que dejamos dudando de cómo debía reaccionar ante los aparentes aunque poco eficaces ataques promulgados desde la extraña figura que no le quita ojo.
Tras un rato observando sus maniobras, es más que probable que decidamos tomar partido, máxime si necesitamos usar el espejo. Es entonces cuando extendemos nuestros brazos y, sin el menor titubeo, cogemos a nuestra mascota para poner así fin al dilema. Sin embargo, una vez más la rutina, el mejor escondite al que aspiran los sobreentendidos, nos juega una mala pasada al permitir que pase inadvertido un hecho por otro lado fundamental. El que subyace al hecho de que si hemos podido coger al gato es porque tenemos una consideración clara de su existencia, una noción que procede no tanto de considerarlo como elemento propio, sino como algo que es ajeno a nosotros, toda vez que la noción de todo lo que nos rodea es de carácter extrínseco es decir, las cosas existen en la medida en que no son nosotros mismos.

Será así pues la dimensión destinada a desarrollar el concepto del Hombre, ya sea como Ego (Freud), o como Superhombre (Nietzsche), lo que nos lleve hoy a destacar nuestros pasos por el Siglo XIX. Un siglo XIX destinado a albergar una nueva suerte de Humanismo, o por ser más precisos, la más importante de las categorías del Humanismo, la que lleva a erigirse al Hombre en noción consciente de sí mismo.

Es por ello que algunos vemos en el XIX, más concretamente en su representación conceptual propicia, la que responde al movimiento de “El Romanticismo”, la más firme y pródiga de las acciones, toda vez que la misma contiene todas y cada una de las circunstancias que llevaron a hacer grande al Humanismo; y algunas de ellas elevadas a una potencia mayor.
Por ello, preferimos hoy traer a colación, como marco de referencia, las onomásticas de hombres como TCHAIKOVSKY o BRAHMS, hombres no ya del XIX, sino pioneros del Romanticismo. Hombres imprescindibles no tanto para entender una época, como sí más bien para poder seguir traduciendo el devenir de los hombres.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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