A pesar de lo cual, de lo único de lo que podemos estar
seguros es de que todos seguimos pensando así. Que por qué estoy tan seguro,
pues porque el corazón, a estas alturas lo único que al menos en apariencia
sigue uniéndonos a todos, se mantiene firme, aunque solo en eso, en seguir
marcando el rumbo, en cuyo caso actuará como una brújula, o quién sabe si
contando el tiempo (el que nos queda), en cuyo caso actuará como un reloj; o en
el peor de los casos como un cronómetro (en cuyo caso la lectura será en
retroceso, y la cuenta atrás que registra no será sino el tiempo que nos queda,
como especie).
Constituye el Hombre en sí mismo, así como especie, sin
aditamentos, una estructura realmente
curiosa, yo diría que útil, en tanto
que tal. Ya sin añadidos, sin modificaciones ni matices, su mera presencia
concebida dentro del inmenso vacío que
paradójicamente viene a constituir el Cosmos,
o en el mejor de los casos la parte de éste que creemos conocer, se
manifiesta ante nosotros erigiendo su grandeza como denominador común a la vez que como exigencia de la más dura de las
pruebas: la que surge como resultado de la incipiente responsabilidad que el
Hombre asume no ya cuando se atreve a imbuirse en la búsqueda de las claves
destinadas quién sabe si a descifrar en tiempo y forma los múltiples enigmas
que el Universo nos regala. La verdadera clave, el verdadero éxito, pasa por
entender el brutal ejercicio de responsabilidad que el Hombre asume cuando
presenta como aval para conocer el mundo todo el compendio de acepciones que
parten de un solo hecho aparentemente banal, y por ello grandioso: El asumir
que puede conocerlo todo una vez ha
ganado su particular duelo con el Universo precisamente porque ha alcanzado con
éxito la más difícil de las metas, la que pasa por comprender lo que significa
“tener noción de uno mismo”.
Conocerse uno mismo, mirarse al espejo y sonreír. Acciones
aparentemente inocuas, y que tal y como ocurre con la mayoría de las cosas que
hoy en día sacuden, cuando no conforman nuestra rutina diaria, y que en realidad parecen estar destinadas a alejarnos de nosotros mismos, para
alejarnos de los demás. Porque en el fondo de eso se trata, de lo que se oculta
tras el experimento de:
El gato que se mira al espejo:
Cuando un gato “se mira” a ante un espejo, obviamente no
puede saber que la imagen proyectada responde a su reflejo. Es precisamente
tras esa obviedad, o por ser más
preciso, tras el sentido que se esconde en lo convencional del uso del concepto
“obviedad”, donde se esconde la “clave” de todo el razonamiento; pues el
desarrollo del mismo no hace sino amparar la certeza que todos compartimos de
que efectivamente, el gato no puede saber
que la imagen es una proyección porque de saberlo, el gato tendría
conciencia de sí mismo, de su esencia; de ello se trasladaría un correlato en
forma de noción del contexto, y de
ahí al establecimiento de relaciones con el contexto externo bien distintas a
las que son habituales, habría solo un paso…
Si bien el Hombre no tiene nada que temer, quiero decir, aún
falta mucho tiempo para que los gatos se
erijan en un potencial peligro descrito a partir de la potencialidad que pueda
derivarse del hecho de que puedan llegar a organizarse en una Comunidad Consciente; de lo que por otra
parte no estaría nada mal que el Hombre empezara a preocuparse es de cuestiones
tales como la que pasa por considerar en su elevada forma el motivo por el que
para adentrarse en el cuestionamiento de consideraciones cuya observación
habría de resultar vital para la supervivencia del Hombre, hay que llevar a
cabo un ejercicio de hermetismo a base de subterfugios, como si el interés del
Hombre por el propio Hombre hubiera decrecido. Como si en esta nueva etapa, una
etapa al menos en apariencia tan importante como la que en su momento se
consolidó bajo la forma de El Humanismo, no
sea sino el escapismo, la habilidad del Hombre para escapar de sí mismo, de
negar su existencia; lo que marque el nuevo designio.
Muchas y muy intensas han sido las ocasiones en las que hemos descrito la importancia del Siglo
XIX para el Hombre. De las mismas muchas han sido las lecciones no me atrevo a
decir que aprendidas, bastará con que hayan sido escenificadas, representadas.
La mayoría de ellas con un marcado carácter histórico,
bastarían para hacer enmudecer a cualquiera. Así, muchos de los que ya sois
amigos, aunque solo sea porque tenéis a bien emplear vuestro tiempo vital
leyendo estas sencillas notas, escritas a menudo como mapa (destinado no a
mostrar rumbo alguno, su mayor virtud pasa sencillamente la manera de no
perderme); sabréis de la satisfacción que me causa poder redundar sobre el
periplo que en sí mismo constituye el propio siglo. Ateniéndonos simplemente a la consideración de las
consecuencias que para el devenir de los tiempos se devengará del usufructo que
cuestiones tácitas al propio siglo tendrán a la hora de trazar el futuro; lo
cierto es que entrando sin más en consideraciones de uso político, la centuria del 1800 conforma dentro de sí,
o subyace en su derredor, una suerte de consideraciones implícitas de las que
en multitud de ocasiones hemos hablado, y cuyo mejor resumen bien puede figurar
en esa afirmación varias veces sostenida, incluso en ocasiones redundada, en
base a la cual, el propio Siglo XX, ese que tan orgullosos nos hace sentir a
los que al menos en parte hemos visto discurrir nuestros pasos por la invisible
senda que lo discurre; bien puede quedar reducido a la consideración de mero apéndice del Siglo XIX, no haciendo
méritos para desprenderse de tan vulgar consideración hasta prácticamente bien
cumplida su primera mitad.
Pero la verdad es que el XIX, como tal, no es más que
tiempo. Una mera acumulación de horas, minutos y segundos, carentes del menor
valor de no darse las condiciones mínimas necesarias para contrarrestar el frío
que generalmente resulta patente ligado a tales consideraciones a saber, las
que proceden de la vivencia, del
aporte de vida, en una palabra.
Es así que serán las personas y su discurrir, los éxitos y
los fracasos, o cuando menos las crónicas que de las mismas se lleven a cabo,
relegando con ello a la posteridad la existencia de muchas de ellas, las que
acaben no ya por rellenar los huecos, sino
más bien por conformar una por una las
losas llamadas a constituir el sólido suelo llamado a sustentar una sólida generación.
Es entonces cuando una vez más, y sublevándonos otra vez
contra la rutina, que obviaremos los
sobreentendidos y, no dando nada por sentado consolidaremos una por una las
tesis de ese gran enunciado llamado a consolidar la que bien podría ser conclusión fundamental, la que pasa por
asumir que son las personas, por medio de su vida, las llamadas a consolidar
como digna a una época.
El siglo XIX es grande, y lo es precisamente por la talla y
la valía de las personas que contribuyeron por medio de la más importante de
las aportaciones, la que procede de la propia vivencia, a que así fuera.
Personas que han alcanzado por sí mismos y por el mérito de
sus acciones, el rango de inmortales, la mayoría de las cuales coinciden en
hacer de este mes de mayo la excusa perfecta para ser recordados, ya sea por el
peso que su propia vivencia trae aparejado, o por la trascendencia alcanzada
por las acciones que desarrollaron.
Personas como Napoleón, muerto el 5 de mayo de 1821; Karl MARX,
nacido el mismo día, apenas tres años antes. Freud, nacido el 6 de mayo de
1856. En definitiva, elementos que ya sean tomados por separado, o como
consecuencia o parte de esa suerte de reacción
a la que tan brillantemente colaborarán hasta dar como producto final lo
que más allá de la cronología denominaremos Siglo
XIX, merecerán por sí solos ocupar todo el espacio de nuestras reflexiones…
Sin embargo, volvamos al gato, al que dejamos dudando de
cómo debía reaccionar ante los aparentes aunque poco eficaces ataques
promulgados desde la extraña figura que no le quita ojo.
Tras un rato observando sus maniobras, es más que probable
que decidamos tomar partido, máxime si necesitamos usar el espejo. Es entonces
cuando extendemos nuestros brazos y, sin el menor titubeo, cogemos a nuestra
mascota para poner así fin al dilema. Sin embargo, una vez más la rutina, el
mejor escondite al que aspiran los sobreentendidos, nos juega una mala pasada
al permitir que pase inadvertido un hecho por otro lado fundamental. El que
subyace al hecho de que si hemos podido coger al gato es porque tenemos una
consideración clara de su existencia, una noción que procede no tanto de
considerarlo como elemento propio, sino como algo que es ajeno a nosotros, toda
vez que la noción de todo lo que nos rodea es de carácter extrínseco es decir, las cosas existen en la medida en
que no son nosotros mismos.
Será así pues la dimensión destinada a desarrollar el
concepto del Hombre, ya sea como Ego (Freud), o como Superhombre (Nietzsche),
lo que nos lleve hoy a destacar nuestros pasos por el Siglo XIX. Un siglo XIX
destinado a albergar una nueva suerte de Humanismo, o por ser más precisos, la
más importante de las categorías del Humanismo, la que lleva a erigirse al
Hombre en noción consciente de sí mismo.
Es por ello que algunos vemos en el XIX, más concretamente
en su representación conceptual propicia, la que responde al movimiento de “El
Romanticismo”, la más firme y pródiga de las acciones, toda vez que la misma
contiene todas y cada una de las circunstancias que llevaron a hacer grande al
Humanismo; y algunas de ellas elevadas a una potencia mayor.
Por ello, preferimos hoy traer a colación, como marco de
referencia, las onomásticas de hombres como TCHAIKOVSKY o BRAHMS, hombres no ya
del XIX, sino pioneros del Romanticismo. Hombres imprescindibles no tanto para
entender una época, como sí más bien para poder seguir traduciendo el devenir de los hombres.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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