sábado, 14 de mayo de 2016

CENTENARIO DE CJC. DEL SILENCIO COMO ÚNICA MUESTRA DE SINCERIDAD.

Cuando acaban de cumplirse cien años del nacimiento de D. Camilo José Cela, basta un vistazo a lo que nos rodea, o para ser más precisos habría que decir que a lo que nos envuelve, y podríamos entonces proceder con la confección no tanto de un retrato, pues de obrar en justicia sería más obvio proceder con un paisaje, en el que tal y como en consonancia con su obra se recomienda, el uso y abuso de la presencia casi caótica de personajes (digo casi no porque no sean caóticos, sino porque el proceder de Cela les proporciona siquiera la ilusión de orden) ayude a indagar no tanto en pos de encontrar respuesta, como si más bien de hacer preguntas, pues tal y como nuestro protagonista anunciara en un discurso allá por 1996: “No es mi papel dar respuestas a las preguntas que queden enunciadas e invito a los políticos a que trabajen con acendrado ahínco en pro de la solución de estos problemas pendientes. Debe ser el escritor guía del político, nunca su estela.”

Retorno al presente, pues a diferencia de lo que ocurre con otros, sumergirse, no ya en el pasado de Cela, como sí más bien  en el pasado de Cela, tiene profundas contraindicaciones; la primera de ellas, el claro riesgo que corres de perderte. La segunda, que no cabe “volver”, pues volver significa seguir siendo lo que una vez fuiste, y saber de Cela convierte en imposible limitar la vivencia a un pútrido seguir siendo.
Con Cela te pierdes. Pero no te pierdes en él (sesenta años de Letras),  ni en su obra (“poco más” de catorce obras). Te pierdes en ti mismo, o para ser más exacto habría que decir que hasta que lees a Cela no puedes perderte. La razón de tamaña sinrazón, resulta evidente cuando sometemos la consideración a un silogismo: “Para perderse resulta inexcusable, a la postre una mera cuestión de orden saber quién es uno en realidad”. Y a menudo uno no sabe quién es, o incluso quién ha sido, hasta que ha leído a Cela.
En cuanto a la segunda,  resulta de mayor complejidad, siendo ésta de carácter procedimental, que no de fondo; pues de otro modo sería mentira, tal y como demuestra el hecho de que a menudo no es sino en lo simple, donde encuentra el rigor su explicación más sincera. Es a partir de ahí, o por ser más preciso a partir de entonces, cuando topamos con la ¿necesidad? de aceptar o siquiera asumir que vivir es transitar. Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Dicho lo cual, podemos entender el arte de vivir como un transitar, quién sabe si hacia parte alguna; o podemos aspirar a un devenir, haciendo bueno el discurso del propio autor cuando afirma: “Las aguas vuelven siempre a sus cauces y los hombres, salvo en casos de muy amargos tropiezos, retornan siempre a la querencia del paisaje que los vio nacer.”

Puestas nuestras esperanzas en no perdernos, si bien no apostando en la afrenta  ni uno de esos duros con los que Cela iba a pagar a un marinero renco para que cumpliera su última voluntad en caso de que su hijo tuviera por muy doloroso hacerlo; Lo cierto es que el silencio con el que se ha despachado no solo España sino el mundo en relación a la conmemoración de los cien años del nacimiento de Camilo José Cela, ha de ser en sí mismo motivo no ya para dulcificar la gracia, como sí más bien para darnos una idea de la magnitud del evento a la persona referido.
 Dice Séneca que el primer acuerdo entre el amor y la razón pasa por sentir la ausencia y no manifestarla…Pero tranquilos, de poder hallar en éstas las reflexiones causante o a lo sumo destinadas a justificar el silencio, lo cierto es que me daría por satisfecho. Satisfecho de no tener que buscar en otros espacios, o incluso en otros tiempos, la causa de estos silencios. Me ahorraría así la desazón de toparme con miserias como la representada por el libro que Umbral publicó estando todavía el cuerpo de Cela caliente “Cela: Un cadáver exquisito”, pudiendo  entonces aspirar a ocultar, pues ignorarla seria poco sincero, una de las grandes verdades que circunda pues no rodea (rodea es perimetral, y en este caso “se mete” dentro de España y los españoles). Una verdad que más que definir cuantifica a los españoles; tiene que ver con la envidia y con el sacrosanto odio. En fin, para qué continuar…

Dice VERLAIN que no es el infierno sino la ausencia. Y es Teófilo GAUTIER el encargado de llamarnos al orden cuando prestos de melancolía tendemos  a obviar la certeza en base a la cual: “todo parece más hermoso cuando se ve a distancia, así las cosas cobran un relieve especial si se observan en la cámara del recuerdo”.
Alejémonos pues de estos compromisos, que en tanto que catalizadores de la pasión, amenazan con arrojar sobre nosotros la escoria de la insatisfacción en forma de torticeras consideraciones enjugadas de los restos del llanto famélico de la melancolía. Pongamos entonces pies en pared, y entendamos para ello la doble grandeza del genio, la que procede del sumatorio de los elementos concurrentes a saber el primero, ser en realidad un genio; el segundo, serlo en España.
Porque si bien es cierto que tal y como el propio Cela manifestara: “Si se cae una piedra corred a levantarla, pues en más sencillo crear una genialidad que resucitarla”, a pulso se ganó Cela lo de ser olvidado, pues parece que vino a desentrañar el misterio a cuya contemplación nos invita Sándor MÁRAI en sus memorias cuando iluminando caminos afirma que: “los que avanzan juntos en el tiempo en una misma dirección, de alguna manera nunca se conocen; un contemporáneo no tiene rostro histórico.”

Dicho lo cual, pues de obligada aceptación resulta; seguir escribiendo podría ser tomado por un insulto, cuando no por un desden toda vez que la sinceridad viene siendo la espina dorsal en la que redunda el viso de coherencia que al menos se le supone al presente relato. Será Rafael GUMUCIO quien nos aporte la clave no ya cuando nos dice que “Escapa así la prosa de Cela del gran vicio español de señalarte cada dos párrafos quiénes son los buenos, y quiénes son los malos de la historia. (…) Cela se comportó como el último gran señor del siglo XIX, quizás porque era de los pocos escritores españoles que descubrió que vivir en el siglo XX no era una decisión ni una propuesta sino una realidad  con la que había que contar, que había simplemente que contar.

Va así pues poco a poco pero como la marea, imparable; conformándose una suerte de descripción que a título de paradoja, merece en sí misma ser descrita. Pues es Camilo José Cela un escritor sobre el que merece, o algún día merecerá; volver a escribir. Un escritor de cuyos escritos se puede ser feliz sin entender, pues se entiende entonces de su prosa, de su novela, que la función de un novelista es esconder lo que cuenta, para poder así mostrar mejor a quien lo cuenta.

Aparece así pues una vez “superada” no tanto su obra, como sí más bien la función de ésta, el hombre. Un hombre que en realidad siempre fue y nunca dejó de ser, escritor. Lo fue tanto ejerciendo del censor censurado del Régimen, como cuando en entrevistas propias de la tele del corazón le desveló a “La Milá” “que era capaz de succionar por el culo casi un litro y medio de agua”. (Eso sí, tenía el agua que estar templada).
Dicho lo cual, si para entender el odio que despertaba necesitamos de alguna justificación, de algún añadido, será debido simplemente a que habremos dejado de ser españoles. Porque de cualquier otro modo, entenderemos en la termita bajo cuya apariencia a menudo se refrenda la envidia, al ente destinado a echar abajo el monumento a Cela.

Y todo porque si fue Cervantes el llamado a destacar “porque escribió como se escribía”, será Cela el llamado a ser pronto olvidado, y todo por su afán de “escribir como se habla”. Porque se eso en el fondo se trató siempre, de hablar. De hablar para contar. Y contar era lo que hacen las obras destinadas a formar una visión de la realidad cuyo correlato plástico se encontraría en las abarrotadas escenas populares de BRUEGHEL el Viejo, minuciosas y sensuales, en las cuales, distrayendo la anécdota principal, los personajes reclaman para sí toda la atención”.

Retornamos pues a Cela, porque como él mismo afirma, hallamos en nuestro devenir, al final la certeza única en el deseo de volver. No creo que se refiera al Eterno Retorno, para los que eso crean les lega un “acelerado premio Nobel”, aunque para acelerado, el Planeta.
Prefiero yo quedarme con Alfaguara. No tanto por lo publicado, como por lo que está por publicar porque, qué duda cabe, lo mejor está por llegar.

La Yubarta, como todo el mundo sabe, querido Camilo, no es el rorcual, sino la ballena jorobada. El último de siete hermanos es lucumón y se vuelve lobo en ocasiones. La cantárida reducida a polvo endurece la Pirola y se sumerge en las aguas del infierno, y tú, querido Camilo, ¿crees en el infierno?
-Qué cosas preguntas Ansón. Claro que creo, para los enemigos, sí.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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