Cuando acaban de cumplirse cien años del nacimiento de D.
Camilo José Cela, basta un vistazo a lo que nos rodea, o para ser más precisos
habría que decir que a lo que nos envuelve, y podríamos entonces proceder con
la confección no tanto de un retrato, pues de obrar en justicia sería más obvio
proceder con un paisaje, en el que tal y como en consonancia con su obra se
recomienda, el uso y abuso de la presencia casi caótica de personajes (digo
casi no porque no sean caóticos, sino porque el proceder de Cela les
proporciona siquiera la ilusión de orden) ayude a indagar no tanto en pos de
encontrar respuesta, como si más bien de hacer preguntas, pues tal y como
nuestro protagonista anunciara en un discurso allá por 1996: “No es mi papel
dar respuestas a las preguntas que queden enunciadas e invito a los políticos a
que trabajen con acendrado ahínco en pro de la solución de estos problemas
pendientes. Debe ser el escritor guía del político, nunca su estela.”
Retorno al presente, pues a diferencia de lo que ocurre con
otros, sumergirse, no ya en el pasado de Cela, como sí más bien en el
pasado de Cela, tiene profundas contraindicaciones; la primera de ellas, el
claro riesgo que corres de perderte. La segunda, que no cabe “volver”, pues
volver significa seguir siendo lo que una vez fuiste, y saber de Cela convierte
en imposible limitar la vivencia a un pútrido seguir siendo.
Con Cela te pierdes. Pero no te pierdes en él (sesenta años
de Letras), ni en su obra (“poco más” de catorce obras).
Te pierdes en ti mismo, o para ser más exacto habría que decir que hasta que
lees a Cela no puedes perderte. La razón de
tamaña sinrazón, resulta evidente
cuando sometemos la consideración a un silogismo: “Para perderse resulta
inexcusable, a la postre una mera cuestión
de orden saber quién es uno en realidad”. Y a menudo uno no sabe quién es,
o incluso quién ha sido, hasta que ha leído a Cela.
En cuanto a la segunda,
resulta de mayor complejidad, siendo ésta de carácter procedimental, que
no de fondo; pues de otro modo sería mentira, tal y como demuestra el hecho de
que a menudo no es sino en lo simple, donde encuentra el rigor su explicación
más sincera. Es a partir de ahí, o por ser más preciso a partir de entonces, cuando topamos con la ¿necesidad? de aceptar
o siquiera asumir que vivir es transitar. Nadie
puede bañarse dos veces en el mismo río. Dicho lo cual, podemos entender el
arte de vivir como un transitar, quién
sabe si hacia parte alguna; o podemos aspirar a un devenir, haciendo bueno el
discurso del propio autor cuando afirma: “Las aguas vuelven siempre a sus
cauces y los hombres, salvo en casos de muy amargos tropiezos, retornan siempre
a la querencia del paisaje que los vio nacer.”
Puestas nuestras esperanzas en no perdernos, si bien no apostando en la afrenta ni uno
de esos duros con los que Cela iba a pagar a un marinero renco para que
cumpliera su última voluntad en caso de que su hijo tuviera por muy doloroso
hacerlo; Lo cierto es que el silencio con
el que se ha despachado no solo
España sino el mundo en relación a la conmemoración de los cien años del
nacimiento de Camilo José Cela, ha de ser en sí mismo motivo no ya para dulcificar la gracia, como sí más bien
para darnos una idea de la magnitud del evento a la persona referido.
Dice Séneca que el
primer acuerdo entre el amor y la razón pasa por sentir la ausencia y no
manifestarla…Pero tranquilos, de poder hallar en éstas las reflexiones causante
o a lo sumo destinadas a justificar el silencio, lo cierto es que me daría por
satisfecho. Satisfecho de no tener que buscar en otros espacios, o incluso en
otros tiempos, la causa de estos silencios. Me ahorraría así la desazón de
toparme con miserias como la representada por el libro que Umbral publicó
estando todavía el cuerpo de Cela caliente “Cela: Un cadáver exquisito”,
pudiendo entonces aspirar a ocultar,
pues ignorarla seria poco sincero, una de las grandes verdades que circunda
pues no rodea (rodea es perimetral, y en este caso “se mete” dentro de España y
los españoles). Una verdad que más que definir cuantifica a los españoles;
tiene que ver con la envidia y con el sacrosanto odio. En fin, para qué
continuar…
Dice VERLAIN que no es el infierno sino la ausencia. Y es Teófilo
GAUTIER el encargado de llamarnos al
orden cuando prestos de melancolía tendemos
a obviar la certeza en base a la cual: “todo parece más hermoso cuando
se ve a distancia, así las cosas cobran un relieve especial si se observan en
la cámara del recuerdo”.
Alejémonos pues de estos compromisos, que en tanto que
catalizadores de la pasión, amenazan con arrojar sobre nosotros la escoria de
la insatisfacción en forma de torticeras consideraciones enjugadas de los
restos del llanto famélico de la melancolía. Pongamos
entonces pies en pared, y entendamos
para ello la doble grandeza del genio, la que procede del sumatorio de los
elementos concurrentes a saber el primero, ser en realidad un genio; el
segundo, serlo en España.
Porque si bien es cierto que tal y como el propio Cela manifestara:
“Si se cae una piedra corred a levantarla, pues en más sencillo crear una
genialidad que resucitarla”, a pulso se ganó Cela lo de ser olvidado, pues parece que vino a desentrañar el misterio a cuya
contemplación nos invita Sándor MÁRAI en sus memorias cuando iluminando caminos afirma que: “los que
avanzan juntos en el tiempo en una misma dirección, de alguna manera nunca se
conocen; un contemporáneo no tiene rostro histórico.”
Dicho lo cual, pues de obligada aceptación resulta; seguir
escribiendo podría ser tomado por un insulto, cuando no por un desden toda vez
que la sinceridad viene siendo la espina
dorsal en la que redunda el viso de coherencia que al menos se le supone al
presente relato. Será Rafael GUMUCIO quien nos aporte la clave no ya cuando nos
dice que “Escapa así la prosa de Cela del gran vicio español de señalarte cada
dos párrafos quiénes son los buenos, y quiénes son los malos de la historia.
(…) Cela se comportó como el último gran señor del siglo XIX, quizás porque era
de los pocos escritores españoles que descubrió que vivir en el siglo XX no era
una decisión ni una propuesta sino una realidad
con la que había que contar, que había simplemente que contar.
Va así pues poco a poco pero como la marea, imparable;
conformándose una suerte de descripción que a título de paradoja, merece en sí
misma ser descrita. Pues es Camilo José Cela un escritor sobre el que merece, o
algún día merecerá; volver a escribir. Un escritor de cuyos escritos se puede
ser feliz sin entender, pues se entiende entonces de su prosa, de su novela,
que la función de un novelista es esconder lo que cuenta, para poder así
mostrar mejor a quien lo cuenta.
Aparece así pues una vez “superada” no tanto su obra, como
sí más bien la función de ésta, el hombre. Un hombre que en realidad siempre
fue y nunca dejó de ser, escritor. Lo fue tanto ejerciendo del censor censurado del Régimen, como
cuando en entrevistas propias de la tele
del corazón le desveló a “La Milá” “que era capaz de succionar por el culo
casi un litro y medio de agua”. (Eso sí, tenía el agua que estar templada).
Dicho lo cual, si para entender el odio que despertaba
necesitamos de alguna justificación, de algún añadido, será debido simplemente
a que habremos dejado de ser españoles. Porque
de cualquier otro modo, entenderemos en la
termita bajo cuya apariencia a menudo se refrenda la envidia, al ente
destinado a echar abajo el monumento a
Cela.
Y todo porque si fue Cervantes el llamado a destacar “porque
escribió como se escribía”, será Cela el llamado a ser pronto olvidado, y todo
por su afán de “escribir como se habla”. Porque se eso en el fondo se trató
siempre, de hablar. De hablar para contar. Y contar era lo que hacen las obras
destinadas a formar una visión de la realidad cuyo correlato plástico se encontraría
en las abarrotadas escenas populares de BRUEGHEL el Viejo, minuciosas y
sensuales, en las cuales, distrayendo la anécdota principal, los personajes
reclaman para sí toda la atención”.
Retornamos pues a Cela, porque como él mismo afirma, hallamos
en nuestro devenir, al final la certeza única en el deseo de volver. No creo que se refiera al Eterno Retorno, para los que eso crean
les lega un “acelerado premio Nobel”,
aunque para acelerado, el Planeta.
Prefiero yo quedarme con Alfaguara.
No tanto por lo publicado, como por lo que está por publicar porque, qué duda
cabe, lo mejor está por llegar.
La Yubarta, como todo
el mundo sabe, querido Camilo, no es el rorcual, sino la ballena jorobada. El
último de siete hermanos es lucumón y se vuelve lobo en ocasiones. La cantárida
reducida a polvo endurece la Pirola y se sumerge en las aguas del infierno, y
tú, querido Camilo, ¿crees en el infierno?
-Qué cosas preguntas
Ansón. Claro que creo, para los enemigos, sí.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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