sábado, 23 de abril de 2016

DEL INFINITO A LOMOS DE UN BURRO. DE CERVANTES Y SU PLUMA COMO RESPUESTA A PREGUNTAS DEL FUTURO.

Conmocionados, ¿cómo no? por el peso inhumano que sobre nosotros descarga eso que llamamos responsabilidad, un ente indefinible al que hemos de aproximarnos con moderación pues de hacerlo de cualquier otro modo nos veríamos sin duda persuadidos por los nuevos cantos de sirena, y al contrario que Ulises sí que estrellaríamos gustosos nuestras naves contra los acantilados, siendo con ello al fin felices, quién sabe si más por morir, lo que en el fondo supone dejar de buscar; que de manera imperceptible dirigimos nuestros pasos por primera vez no hacia delante.

Es entonces cuando abrumados por primera vez no ya por el peso de nuestro cuerpo, como sí más bien por el efecto que en nosotros causa el ser conscientes de nosotros mismos, que nos damos cuenta de lo embriagador que puede resultar el comenzar a descubrir a los demás, así como todo lo que les es propio, o incluso impropio; a todo lo cual hemos accedido ni antes ni después de ser dueños de nosotros mismos.

Pero es entonces, tras haber jugado apenas un poco con el nuevo juguete que se nos ha proporcionado, que rápidamente nos aburrimos del mismo. Tal vez aburrimiento no sea la palabra que mejor describe el cúmulo de sensaciones que poco a poco irrumpen en nosotros, atenazando unas veces nuestro alma con una brutal sensación de angustia, cuya superación, también regalada, no hace sino proporcionarnos otro ejemplo de sensaciones brutales, sensaciones que como un cálido elixir, sirven para hacernos patentes no ya de nuestra realidad, como sí más bien del miedo que a partir de ahora estará siempre con nosotros, el miedo a perder lo que tenemos, el miedo a morir.

Si alguien sigue preguntándose, como más de una vez yo mismo he hecho, en qué momento determinado el homínido dejó de ser tal, para ser sustituido por el hombre; le invito a que instaure en ese preciso instante, el momento que viene a rebelarse como la respuesta a su pregunta. No en vano, uno no puede afirmarse dueño de algo, hasta que el miedo a perderlo se hace patente, momento a partir del cual uno se funde con el miedo a perder lo que se tiene, porque muy probablemente a tal consideración queda reducida su propia existencia.

Tenemos para ser. He ahí lo que bien podría resumir de manera escueta o incluso un tanto esquemática lo destinado a ser en sí mismo el resumen de la vida de muchos. ¿Sería injusto decir que de la mayoría? Porque para quienes vengan ahora a decirme que tener no es igual a ser, que pongan por favor mucho cuidado de hacerlo sin faltar al respeto a nadie, o cuando menos sin faltar al respeto al que aquí y ahora se atreve a poner en duda la levedad de tales consideraciones; pues si algo he aprendido de quienes tan abiertamente se consideran al margen de lo dicho, es a poder asegurar que su certeza no procede, como  pretenden insinuar, de una mayor catadura moral, sino que procede de una suerte de frustración procedente de la insatisfacción que proporciona el saber que, efectivamente, su incapacidad redunda hasta el extremo de hacerles conocedores de que nunca podrán ser, porque no tienen lo que hay que tener.
Sea como fuere, lo único que parece objetivamente defendible de todo lo expuesto hasta el momento puede no ser sino lo que redunde de la constatación de que tanto las sensaciones descritas, como por supuesto la esencia que circunda a los múltiples protagonistas que a lo largo de los siglos bien han podido venir a redundar con su experiencia vital, en lo que viene a erigirse en núcleo de nuestra deducción, podría sin necesidad de una gran inversión en energía, convertirse en marco definitorio de lo que para muchos ha venido a ser el espíritu vital, que a lo largo de los tiempos ha impulsado el bajel de la vida por los inciertos mares.

A semejante, o al menos a parecida conclusión debió llegar el que hoy se erige en protagonista no ya de nuestras reflexiones, como sí más bien de la práctica totalidad de las que en los últimos días se llevan haciendo no solo en nuestro país, sino me atrevería a decir a lo largo y ancho de todo el planeta. Con todo y con ello, redundando en el argumento, creo sinceramente que el atisbo de grandeza que haya de serle supuesto a Miguel de Cervantes, pues de él que no de otro procede la esencia que viene hoy a aportar lustre a mis palabras, no ha de verse incrementado en el hecho de haber, efectivamente haber hecho pensar a la vez a gentes del todo el mundo, pues sinceramente creo de mayor valía la que procede de haber hecho pensar, sin duda por primera vez, a muchos de los que con nosotros convergen en este lugar.

Puestos, cuando no incluidos, en loas y conmiseraciones; que el traer a colación la figura de Cervantes no ha por nuestra parte de suponer homenaje, o no al menos en la forma y por ende en la medida en que otros, probablemente la mayoría, habrán tenido por bien hacerlo. Se derivaría de tal proceder, una suerte de redundancia, procedente ésta de saber que caeríamos en la repetición, pues de los múltiples procederes que al respecto de la misma se han tenido, seguro que se ha redundado sobradamente en la vida y milagros del sin duda genio; quedando pues por ello solo al alcance del que se revele como poco humilde el pensar que científica o siquiera objetivamente, se halla en disposición de aportar nada nuevo al argumento.

Queda con ello nuestro espacio reducido al de la imaginación, lugar en el que sin duda las connotaciones dejan de ser abrumadas, para convertirse más bien en abrumadoras, pues solo de ellas pueden desprenderse como las esencias de los jazmines al atardecer, las sutilezas que dotadas de carácter propio en unas ocasiones, e impropio en otras, vienen a aportar luz allí donde otros apenas fueron capaces de vislumbrar oscuridad, privando quién sabe si a la Humanidad de uno de los placeres más majestuosos de cuantos estamos en disposición de llegar a disfrutar, ya sea como protagonistas de nuestra vida, o enrolados como personajes en la aventura que puede devengarse una vez superada ésta.

Porque la genialidad de Cervantes puede apreciarse en multitud de ocasiones, muchas de las cuales están todavía por llegar. Sin embarbo pocas o siquiera ninguna serán capaces de amoldarse a la que sin duda ya se ha puesto de manifiesto ante nosotros en alguna ocasión pues, ¿Acaso nadie ha sentido que no es sino Don Quijote el personaje real, pudiendo bien ser D. Miguel tal vez el personaje ficticio?

No dedicaré pues un solo instante a elogiar al autor ni a su obra, o por ser más exactos si bien no por ello más justos, no lo haré recurriendo a una sola de las artimañas que a menudo emplean los pobres mequetrefes que presos de la sensación de desamparo en la que a menudo sume la ignorancia, se ven apresados en la desolación cuando han de fingir que saben de lo que hablan, cuando para su desgracia se habla del Ingenioso Hidalgo.

Mas en contra de lo que pueda parecer, tal situación se presenta de manera más habitual de lo que pensamos, pues la vida pone ante nosotros con más frecuencia de lo que pensamos situaciones perfectamente rutinarias. ¿Qué dónde reside entonces la genialidad del personaje, y por ende del autor? Pues precisamente en lo especial de los métodos que convergen en aras de satisfacer la demanda que la propia vida hace en forma de encomienda. Genialidad que subyace al hecho de comprobar que por primera vez no basta con salir del apuro, sino que resulta imprescindible hacerlo con una suerte de clase que resulta del todo perceptible dentro de lo ignoto del concepto propio del recuerda Sancho que hemos venido a deshacer entuertos.

Se describe pues a sí mismo D. Quijote en lo exclusivo de su esencia, y nos hace patente lo esencial de aquél que se revela como su hacedor, si bien puede que tan consideración no sea del todo justa, pues de merecer ser tenida en cuanta la misma nos abocaría a la consideración de tener que aceptar que D. Quijote no hubiera sido posible sin D. Miguel, y aceptar tal hecho supondría asumir que ni el uno ni el otro hubieran sido posible sin la interacción que de ambos se devenga, lo que no supone sino una suerte de excepción para todos aquellos que participamos de la convicción de que la mayoría de las cuestiones que por su carácter estructural determinan al Hombre, lo hacen desde una consideración de influencia de contexto es decir, que al estar causadas, se han de dar de manera necesaria, reduciendo a contingente tanto el momento, como en este caso la persona llamada a ser protagonista.

A pesar de todo, o tal vez con todo, me resisto a pensar que Don Quijote de la Mancha fuera un proyecto viable, en las manos o en la mente de cualquier otro ser humano; de parecida manera a como no me creo que Cervantes hubiera podido vivir una vida como la que tuvo, de no haber sido por el caballero de la triste figura.

Porque no creo que haya nadie que a estas alturas esté dispuesto a aceptar que una obra como la mentada puede realmente escribirse. Una obra de la magnificencia de D. Quijote de la Mancha se pergeña. A la respuesta de cómo, se responde: viviendo. A la respuesta de cuánto, se responde: a lo largo de toda una vida.

Es por ello que a título de conclusión, aunque desde luego sin ánimo de concluir; que podemos afirmar y no como un problema, que Cervantes y D. Quijote no es que se hayan unido. Cervantes y D. Quijote siempre fueron uno. Uno y siempre. Llamados a poner fin al problema de la responsabilidad del Hombre, pues se erigen en respuesta a muchas de las preguntas entre ellas, las vinculadas al infinito, en su forma de eternidad.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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