Conmocionados, ¿cómo no? por el peso inhumano que sobre
nosotros descarga eso que llamamos responsabilidad,
un ente indefinible al que hemos
de aproximarnos con moderación pues de hacerlo de cualquier otro modo nos
veríamos sin duda persuadidos por los nuevos cantos de sirena, y al contrario que Ulises sí que estrellaríamos
gustosos nuestras naves contra los acantilados, siendo con ello al fin felices,
quién sabe si más por morir, lo que en el fondo supone dejar de buscar; que de
manera imperceptible dirigimos nuestros pasos por primera vez no hacia delante.
Es entonces cuando abrumados por primera vez no ya por el
peso de nuestro cuerpo, como sí más bien por el efecto que en nosotros causa el
ser conscientes de nosotros mismos, que nos damos cuenta de lo embriagador que
puede resultar el comenzar a descubrir a los demás, así como todo lo que les es
propio, o incluso impropio; a todo lo cual hemos accedido ni antes ni después
de ser dueños de nosotros mismos.
Pero es entonces, tras haber jugado apenas un poco con el nuevo
juguete que se nos ha proporcionado, que rápidamente nos aburrimos del
mismo. Tal vez aburrimiento no sea la palabra que mejor describe el cúmulo de
sensaciones que poco a poco irrumpen en nosotros, atenazando unas veces nuestro
alma con una brutal sensación de angustia, cuya superación, también regalada, no hace sino proporcionarnos
otro ejemplo de sensaciones brutales, sensaciones que como un cálido elixir, sirven para hacernos patentes no
ya de nuestra realidad, como sí más bien del miedo que a partir de ahora estará
siempre con nosotros, el miedo a perder lo que tenemos, el miedo a morir.
Si alguien sigue preguntándose, como más de una vez yo mismo
he hecho, en qué momento determinado el
homínido dejó de ser tal, para ser sustituido por el hombre; le invito a
que instaure en ese preciso instante, el momento que viene a rebelarse como la
respuesta a su pregunta. No en vano, uno no puede afirmarse dueño de algo,
hasta que el miedo a perderlo se hace patente, momento a partir del cual uno se
funde con el miedo a perder lo que se tiene, porque muy probablemente a tal
consideración queda reducida su propia existencia.
Tenemos para ser. He ahí lo que bien podría resumir de
manera escueta o incluso un tanto esquemática lo destinado a ser en sí mismo el
resumen de la vida de muchos. ¿Sería injusto decir que de la mayoría? Porque
para quienes vengan ahora a decirme que tener
no es igual a ser, que pongan por favor mucho cuidado de hacerlo sin faltar
al respeto a nadie, o cuando menos sin faltar al respeto al que aquí y ahora se
atreve a poner en duda la levedad de tales consideraciones; pues si algo he
aprendido de quienes tan abiertamente se consideran al margen de lo dicho, es a
poder asegurar que su certeza no procede, como
pretenden insinuar, de una mayor catadura moral, sino que procede de una
suerte de frustración procedente de la insatisfacción que proporciona el saber
que, efectivamente, su incapacidad redunda hasta el extremo de hacerles
conocedores de que nunca podrán ser, porque
no tienen lo que hay que tener.
Sea como fuere, lo único que parece objetivamente defendible
de todo lo expuesto hasta el momento puede no ser sino lo que redunde de la
constatación de que tanto las sensaciones descritas, como por supuesto la
esencia que circunda a los múltiples protagonistas que a lo largo de los siglos
bien han podido venir a redundar con su experiencia vital, en lo que viene a
erigirse en núcleo de nuestra deducción, podría sin necesidad de una gran
inversión en energía, convertirse en marco definitorio de lo que para muchos ha
venido a ser el espíritu vital, que a
lo largo de los tiempos ha impulsado el bajel de la vida por los inciertos
mares.
A semejante, o al menos a parecida conclusión debió llegar
el que hoy se erige en protagonista no ya de nuestras reflexiones, como sí más
bien de la práctica totalidad de las que en los últimos días se llevan haciendo
no solo en nuestro país, sino me atrevería a decir a lo largo y ancho de todo
el planeta. Con todo y con ello, redundando en el argumento, creo sinceramente
que el atisbo de grandeza que haya de serle supuesto a Miguel de Cervantes,
pues de él que no de otro procede la esencia que viene hoy a aportar lustre a
mis palabras, no ha de verse incrementado en el hecho de haber, efectivamente
haber hecho pensar a la vez a gentes del todo el mundo, pues sinceramente creo
de mayor valía la que procede de haber hecho pensar, sin duda por primera vez,
a muchos de los que con nosotros convergen en este lugar.
Puestos, cuando no incluidos, en loas y conmiseraciones; que
el traer a colación la figura de Cervantes no ha por nuestra parte de suponer
homenaje, o no al menos en la forma y por ende en la medida en que otros,
probablemente la mayoría, habrán tenido por bien hacerlo. Se derivaría de tal
proceder, una suerte de redundancia, procedente ésta de saber que caeríamos en
la repetición, pues de los múltiples procederes que al respecto de la misma se
han tenido, seguro que se ha redundado sobradamente en la vida y milagros del sin duda genio; quedando pues por ello solo al
alcance del que se revele como poco humilde el pensar que científica o siquiera objetivamente, se halla en disposición de
aportar nada nuevo al argumento.
Queda con ello nuestro espacio reducido al de la
imaginación, lugar en el que sin duda las connotaciones dejan de ser abrumadas,
para convertirse más bien en abrumadoras, pues solo de ellas pueden
desprenderse como las esencias de los jazmines al atardecer, las sutilezas que
dotadas de carácter propio en unas ocasiones, e impropio en otras, vienen a
aportar luz allí donde otros apenas fueron capaces de vislumbrar oscuridad,
privando quién sabe si a la Humanidad de uno de los placeres más majestuosos de
cuantos estamos en disposición de llegar a disfrutar, ya sea como protagonistas
de nuestra vida, o enrolados como personajes en la aventura que puede
devengarse una vez superada ésta.
Porque la genialidad de Cervantes puede apreciarse en multitud
de ocasiones, muchas de las cuales están todavía por llegar. Sin embarbo pocas
o siquiera ninguna serán capaces de amoldarse a la que sin duda ya se ha puesto
de manifiesto ante nosotros en alguna ocasión pues, ¿Acaso nadie ha sentido que
no es sino Don Quijote el personaje real, pudiendo bien ser D. Miguel tal vez
el personaje ficticio?
No dedicaré pues un solo instante a elogiar al autor ni a su
obra, o por ser más exactos si bien no por ello más justos, no lo haré
recurriendo a una sola de las artimañas que a menudo emplean los pobres mequetrefes que presos de la sensación
de desamparo en la que a menudo sume la ignorancia, se ven apresados en la
desolación cuando han de fingir que saben de lo que hablan, cuando para su
desgracia se habla del Ingenioso Hidalgo.
Mas en contra de lo que pueda parecer, tal situación se
presenta de manera más habitual de lo que pensamos, pues la vida pone ante
nosotros con más frecuencia de lo que pensamos situaciones perfectamente
rutinarias. ¿Qué dónde reside entonces la genialidad del personaje, y por ende
del autor? Pues precisamente en lo especial de los métodos que convergen en
aras de satisfacer la demanda que la propia vida hace en forma de encomienda.
Genialidad que subyace al hecho de comprobar que por primera vez no basta con salir del apuro, sino que resulta
imprescindible hacerlo con una suerte de clase
que resulta del todo perceptible dentro de lo ignoto del concepto propio
del recuerda Sancho que hemos venido a
deshacer entuertos.
Se describe pues a sí mismo D. Quijote en lo exclusivo de su
esencia, y nos hace patente lo esencial de
aquél que se revela como su hacedor, si
bien puede que tan consideración no sea del todo justa, pues de merecer ser
tenida en cuanta la misma nos abocaría a la consideración de tener que aceptar
que D. Quijote no hubiera sido posible sin D. Miguel, y aceptar tal hecho
supondría asumir que ni el uno ni el otro hubieran sido posible sin la
interacción que de ambos se devenga, lo que no supone sino una suerte de
excepción para todos aquellos que participamos de la convicción de que la
mayoría de las cuestiones que por su carácter
estructural determinan al Hombre, lo hacen desde una consideración de
influencia de contexto es decir, que al estar
causadas, se han de dar de manera
necesaria, reduciendo a contingente tanto el momento, como en este caso la
persona llamada a ser protagonista.
A pesar de todo, o tal vez con todo, me resisto a pensar que
Don Quijote de la Mancha fuera un
proyecto viable, en las manos o en la mente de cualquier otro ser humano;
de parecida manera a como no me creo que Cervantes hubiera podido vivir una
vida como la que tuvo, de no haber sido por el
caballero de la triste figura.
Porque no creo que haya nadie que a estas alturas esté
dispuesto a aceptar que una obra como la mentada puede realmente escribirse. Una obra de la magnificencia
de D. Quijote de la Mancha se pergeña. A
la respuesta de cómo, se responde: viviendo. A la respuesta de cuánto, se
responde: a lo largo de toda una vida.
Es por ello que a título de conclusión, aunque desde luego
sin ánimo de concluir; que podemos afirmar y no como un problema, que Cervantes
y D. Quijote no es que se hayan unido. Cervantes y D. Quijote siempre fueron
uno. Uno y siempre. Llamados a poner fin al problema de la responsabilidad del
Hombre, pues se erigen en respuesta a muchas de las preguntas entre ellas, las
vinculadas al infinito, en su forma de eternidad.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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