sábado, 9 de abril de 2016

DE LA MÚSICA, EL TIEMPO, Y TAL VEZ POR ACCIDENTE…DEL INFINITO.

Si ahora, de repente, por supuesto sin venir a cuento, y desde luego sin ningún aviso previo, me cruzara en su camino y, abusando de la deferencia que me guardan osara dirigirme a ustedes para interrogarles en relación a qué es eso que tan importante parece, tanto que condiciona sus vidas al formar parte de la cadena de pensamientos que ya sea de manera consciente o inconsciente les lleva a ocupar cada una de las horas, minutos y segundos que están destinados a formar éste nuevo día; es más que probable que la mayoría de ustedes sea del todo incapaz de proporcionarme una respuesta no digo ya correcta, sino coherente. Y lo peor de todo es que esa falta de coherencia sería algo que no yo, sino más bien ustedes, serian los responsables de determinar.

Detengámonos un instante. No, no me refiero a que dejen de moverse acaso lo estuvieran haciendo. Por supuesto, no solo no es necesario que dejen de pensar, sino que incluso pueden seguir haciéndolo en cualquiera que fuera la cosa que en este preciso instante les tenía abducidos.
Sigan por el contrario a sus cosas, pero pasados uno minutos, quizá un rato, quién sabe si varios días, reto a cualquiera de ustedes a que me describa la situación o el concepto que de nuevo, en ese momento, volvía a ser tan importante como para ser digno de incinerar lo único preciado que tenemos, el tiempo.

Es el tiempo no ya una paradoja, sino la forma que adopta la paradoja por excelencia. Pueden creerme si les digo que he reflexionado mucho sobre él, y a lo único que he llegado es a una aproximación por comparación. Así para mí, el tiempo, o más concretamente la relación que con él tenemos es muy parecida a la que guardamos con un niño pequeño de conducta un tanto díscola: no podemos determinar la naturaleza de su conducta, y sin embargo somos permanentemente conscientes de su existencia, siquiera por las consecuencias que su paso deja en nuestro derredor.

Es el tiempo, una de las ésas grandes cosas cuya comprensión, o más concretamente la asunción de nuestra incapacidad para lograrla plenamente, lleva al Hombre si no a poder definirse, tal vez sí a tener noción expresa de su capacidad de talante superior, en definitiva, a saber que la importancia que tiene el que llegue a definirse, hace que merezca la pena el tiempo que haya de emplear en tamaña misión.

Naufraga así pues el Hombre en ambas misiones. O tal vez no tanto. A la postre, podemos llegar a afirmar que El Hombre no es sino una recreación determinada de la Naturaleza incapaz de definirse a sí mismo, e incapaz también de definir El Tiempo.

Pero no es el hecho de naufragar sino una metáfora del fracaso, y es el fracaso, un concepto demasiado duro, demasiado necesario. Busquemos pues un término medio, algo en lo que todos nos sentamos más cómodos, siquiera menos presionados.
Muy probablemente, fruto de la calma, y curiosamente dentro de ese contexto de silencio resultado directo del escenario al que al principio de la presente reflexión les instaba; podamos llegar a tomar en consideración una suerte de fenómenos tales como los destinados a poner ante nosotros la percepción de que muy probablemente nuestros naufragios venían motivados no por una incapacidad procedimental, atribuible por ello al marco de las actitudes, como sí más bien por una elección errónea de los patrones de aptitud a partir de los cuales llevar a cabo nuestras indagaciones.

Efectivamente, el sentido o la falta de éste que a priori pudiera determinar el modo elegido para comenzar hoy nuestra disertación, ha condicionado su voluntad para seguir profundizando en la misma, en definitiva, para seguir leyendo. Sin embargo, resultará suficiente dediquen un segundo para darse cuenta de que no ha sido tanto el procedimiento, algo actitudinal; como sí más bien la creación de unas expectativas, que podían ser o no generosas, las que han influido hasta el punto de que incluso alcanzado este momento, no lo olviden, hablamos de tiempo; estén dispuestos a seguir empleándolo en lo que sin el menor rastro de escrúpulo, les estoy planteando.

Pudiera ser, retomando la conexión elaborada entre Hombre y Tiempo, que ésta fuera mucho más que algo casual, en tanto que fruto de un mero procedimiento, accidental en tanto que tal toda vez que la misma o su percepción no necesariamente tenían todas las garantías de llevarse a cabo; o incluso de existir, bien podría haber ocurrido en un momento en el que la transición que en forma de evolución enroló al Hombre en la Vida, no hubiese terminado aún el proceso; convirtiendo entonces en inútil el desarrollo del mismo, condicionando de manera nefasta todo lo que “estaba por venir”.

Pero afortunadamente la verificación más importante que existe, la que procede de la propia Realidad, nos indica que esto no ha ocurrido.
Queda pues esperanza. Una esperanza llamada emotividad.

Porque simplemente eso, la capacidad para emocionarnos, y para traducir a emociones el mundo que, compuesto por todo lo demás resulta del todo inaccesible al resto, sencillamente por carecer de la conciencia de la propia emotividad; es la que une para siempre y de manera inseparable la totalidad de parámetros que destinados a integrar en su orden la naturaleza del Hombre, eran inaccesibles desde cualquier otro punto de vista.

Hombre, Tiempo, Emotividad. Como en muchas otras ocasiones un mero listado de conceptos a cuya comprensión aspiramos, siquiera por medio de la intuición. La intuición de que sin duda, estamos ante algo grande.
Buscamos pues algo grande, y es entonces cuando recordamos que el todo es mayor que la suma de sus partes. No nos basta pues con acertar a definir por separado la naturaleza de cada componente de la sucesión. Hemos de acceder al recurso que de manera inteligible o no, dota de esa cohesión al sistema que ante nosotros surge; una cohesión que podemos percibir, pero que resulta por ello propensa a la intuición.

Intuimos, soñamos, nos identificamos en tanto que nos proyectamos, y son esos sueños  a menudo nuestra proyección, la muestra de que sin saberlo, somos permanente futuro.

Buscamos entonces un lenguaje de emociones. Un lenguaje que ha de ser capaz de hacer asequible al mundo de lo deducido, aspectos que solo pueden proceder del mundo de lo intuido.

Ahí están de nuevo, inasequibles al desaliento, imperturbables, las dos cuestiones procedimentales por antonomasia.
Constituye el método deductivo la aceptación de que todo el análisis de lo empírico es suficiente para proporcionar al Hombre las herramientas de acceso y manipulación del medio. El orden, como idea procedimental, proporciona el resto.
Es el método inductivo como podemos imaginar, el opuesto. Así, en una suerte de escalera, inducir es ascender desde lo material y por ende cambiante, en la búsqueda de un anhelo de orden infinito que por su propia naturaleza queda solo al alcance de lo absoluto, de la Idea.

Convergemos o a lo sumo hacemos converger, en nuestra interpretación del Mundo a entes y procedimientos otrora inconcebibles. Buscamos el orden de la emoción, y creemos haberlo hallado hasta el punto de ser capaces de representarlo.

Ascendemos y descendemos pues a nuestro antojo por  una escalera que nos lleva hasta las estrellas. Las estrellas, de las que tuvimos constancia cuando descubrimos su mensaje, lo cual no sucedió hasta que no estuvimos preparados para escuchar La Música que las estrellas llevan milenios regalándonos.

Porque en definitiva, de eso y nada más que de eso se trata. De aceptar más que de comprender que el cemento que mantiene unida la sucesión formada por Tiempo, Hombre y Emotividad ha de estar dotada de recursos capaces de hacer vinculante no el hecho de ascender o descender por la escalera. Se trata más bien de que tenga la capacidad de construir descansillos en cuyo tramo de escalera los Hombres podamos detenernos un instante, en cuyo transcurso podamos participar del excelso estado que sin duda ha de proporcionar el ser netamente consciente de las emociones que procedentes de entes incompatibles por inconmensurables, hacen de la sensación que producen su única mesura.

Y en medio, o más bien como conclusión, La Música. En la Música convergen todos y cada uno de los elementos descritos. Pueden hacerlo por separado. Pero lo más importante es que en su interior es donde mejor lo hacen de manera conjunta.

Constituye esta certeza algo que hace tiempo se manifiesta como uno de nuestros mejores recursos de cara no ya a enfrentarnos, sería más correcto decir que a hacer frente a la realidad. Lo creemos importante en tanto que útil. Por ello hoy se cumplen ocho años que domingo tras domingo tratamos de hacer partícipe del mismo a todo el que desea acompañarnos. Y precisamente por acompañarnos, ¡Gracias!


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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