Si ahora, de repente, por supuesto sin venir a cuento, y
desde luego sin ningún aviso previo, me cruzara en su camino y, abusando de la
deferencia que me guardan osara dirigirme a ustedes para interrogarles en
relación a qué es eso que tan importante parece, tanto que condiciona sus vidas
al formar parte de la cadena de pensamientos que ya sea de manera consciente o
inconsciente les lleva a ocupar cada una de las horas, minutos y segundos que están
destinados a formar éste nuevo día; es más que probable que la mayoría de
ustedes sea del todo incapaz de proporcionarme una respuesta no digo ya
correcta, sino coherente. Y lo peor de todo es que esa falta de coherencia
sería algo que no yo, sino más bien ustedes, serian los responsables de
determinar.
Detengámonos un instante. No, no me refiero a que dejen de
moverse acaso lo estuvieran haciendo. Por supuesto, no solo no es necesario que
dejen de pensar, sino que incluso pueden seguir haciéndolo en cualquiera que
fuera la cosa que en este preciso
instante les tenía abducidos.
Sigan por el contrario a
sus cosas, pero pasados uno minutos, quizá un rato, quién sabe si varios
días, reto a cualquiera de ustedes a que me describa la situación o el concepto
que de nuevo, en ese momento, volvía a ser tan importante como para ser digno
de incinerar lo único preciado que
tenemos, el tiempo.
Es el tiempo no ya una paradoja, sino la forma que adopta la
paradoja por excelencia. Pueden creerme si les digo que he reflexionado mucho
sobre él, y a lo único que he llegado es a una aproximación por comparación.
Así para mí, el tiempo, o más concretamente la relación que con él tenemos es
muy parecida a la que guardamos con un niño pequeño de conducta un tanto díscola: no podemos determinar la
naturaleza de su conducta, y sin embargo somos permanentemente conscientes de
su existencia, siquiera por las consecuencias que su paso deja en nuestro
derredor.
Es el tiempo, una de las ésas grandes cosas cuya
comprensión, o más concretamente la asunción de nuestra incapacidad para
lograrla plenamente, lleva al Hombre si no a poder definirse, tal vez sí a tener noción expresa de su capacidad
de talante superior, en definitiva, a saber que la importancia que tiene el que
llegue a definirse, hace que merezca la pena el tiempo que haya de emplear en
tamaña misión.
Naufraga así pues el Hombre en ambas misiones. O tal vez no
tanto. A la postre, podemos llegar a afirmar que El Hombre no es sino una recreación determinada de la Naturaleza
incapaz de definirse a sí mismo, e incapaz también de definir El Tiempo.
Pero no es el hecho de naufragar sino una metáfora del
fracaso, y es el fracaso, un concepto demasiado duro, demasiado necesario. Busquemos pues un término medio, algo en
lo que todos nos sentamos más cómodos, siquiera menos presionados.
Muy probablemente, fruto de la calma, y curiosamente dentro
de ese contexto de silencio resultado
directo del escenario al que al principio de la presente reflexión les instaba;
podamos llegar a tomar en consideración una suerte de fenómenos tales como los
destinados a poner ante nosotros la percepción de que muy probablemente
nuestros naufragios venían motivados no por una incapacidad procedimental,
atribuible por ello al marco de las actitudes, como sí más bien por una
elección errónea de los patrones de aptitud a partir de los cuales llevar a
cabo nuestras indagaciones.
Efectivamente, el sentido o la falta de éste que a priori
pudiera determinar el modo elegido para comenzar hoy nuestra disertación, ha
condicionado su voluntad para seguir profundizando en la misma, en definitiva,
para seguir leyendo. Sin embargo, resultará suficiente dediquen un segundo para
darse cuenta de que no ha sido tanto el procedimiento, algo actitudinal; como
sí más bien la creación de unas expectativas, que podían ser o no generosas,
las que han influido hasta el punto de que incluso alcanzado este momento, no
lo olviden, hablamos de tiempo; estén dispuestos a seguir empleándolo en lo que
sin el menor rastro de escrúpulo, les estoy planteando.
Pudiera ser, retomando la conexión elaborada entre Hombre y
Tiempo, que ésta fuera mucho más que algo casual, en tanto que fruto de un mero
procedimiento, accidental en tanto que tal toda vez que la misma o su
percepción no necesariamente tenían todas las garantías de llevarse a cabo; o
incluso de existir, bien podría haber ocurrido en un momento en el que la transición que en forma de evolución enroló
al Hombre en la Vida, no hubiese terminado aún el proceso; convirtiendo
entonces en inútil el desarrollo del mismo, condicionando de manera nefasta
todo lo que “estaba por venir”.
Pero afortunadamente la verificación más importante que
existe, la que procede de la
propia Realidad , nos indica que esto no ha ocurrido.
Queda pues esperanza. Una esperanza llamada emotividad.
Porque simplemente eso, la capacidad para emocionarnos, y
para traducir a emociones el mundo que, compuesto por todo lo demás resulta del todo inaccesible al resto, sencillamente
por carecer de la conciencia de la propia
emotividad; es la que une para siempre y de manera inseparable la totalidad
de parámetros que destinados a integrar en su orden la naturaleza del Hombre, eran inaccesibles desde cualquier otro punto
de vista.
Hombre, Tiempo, Emotividad. Como en muchas otras ocasiones
un mero listado de conceptos a cuya comprensión aspiramos, siquiera por medio
de la intuición. La
intuición de que sin duda, estamos ante algo grande.
Buscamos pues algo
grande, y es entonces cuando recordamos que el todo es mayor que la suma de sus partes. No nos basta pues con
acertar a definir por separado la naturaleza de cada componente de la sucesión. Hemos de
acceder al recurso que de manera inteligible o no, dota de esa cohesión al
sistema que ante nosotros surge; una cohesión que podemos percibir, pero que
resulta por ello propensa a la intuición.
Intuimos, soñamos, nos identificamos en tanto que nos
proyectamos, y son esos sueños a menudo
nuestra proyección, la muestra de que sin saberlo, somos permanente futuro.
Buscamos entonces un lenguaje de emociones. Un lenguaje que
ha de ser capaz de hacer asequible al mundo de lo deducido, aspectos que solo
pueden proceder del mundo de lo intuido.
Ahí están de nuevo, inasequibles al desaliento,
imperturbables, las dos cuestiones
procedimentales por antonomasia.
Constituye el método deductivo la aceptación de que todo el
análisis de lo empírico es suficiente para proporcionar al Hombre las
herramientas de acceso y manipulación del medio. El orden, como idea
procedimental, proporciona el resto.
Es el método inductivo como podemos imaginar, el opuesto.
Así, en una suerte de escalera, inducir es ascender
desde lo material y por ende cambiante, en la búsqueda de un anhelo de
orden infinito que por su propia naturaleza queda solo al alcance de lo absoluto, de la Idea.
Convergemos o a lo sumo hacemos converger, en nuestra
interpretación del Mundo a entes y procedimientos otrora inconcebibles. Buscamos
el orden de la emoción, y creemos haberlo hallado hasta el punto de ser capaces
de representarlo.
Ascendemos y descendemos pues a nuestro antojo por una escalera que nos lleva hasta las
estrellas. Las estrellas, de las que tuvimos constancia cuando descubrimos su
mensaje, lo cual no sucedió hasta que no estuvimos preparados para escuchar La Música que las estrellas llevan milenios
regalándonos.
Porque en definitiva, de eso y nada más que de eso se trata.
De aceptar más que de comprender que el cemento
que mantiene unida la sucesión formada por Tiempo, Hombre y Emotividad ha
de estar dotada de recursos capaces de hacer vinculante no el hecho de ascender o descender por la escalera. Se trata más
bien de que tenga la capacidad de construir descansillos en cuyo tramo de escalera los Hombres podamos
detenernos un instante, en cuyo transcurso podamos participar del excelso
estado que sin duda ha de proporcionar el ser netamente consciente de las
emociones que procedentes de entes incompatibles por inconmensurables, hacen de
la sensación que producen su única mesura.
Y en medio, o más bien como conclusión, La Música. En la Música
convergen todos y cada uno de los elementos descritos. Pueden hacerlo por
separado. Pero lo más importante es que en su interior es donde mejor lo hacen
de manera conjunta.
Constituye esta certeza algo que hace tiempo se manifiesta
como uno de nuestros mejores recursos de cara no ya a enfrentarnos, sería más
correcto decir que a hacer frente a la realidad. Lo creemos importante en tanto que
útil. Por ello hoy se cumplen ocho años que domingo tras domingo tratamos de
hacer partícipe del mismo a todo el que desea acompañarnos. Y precisamente por
acompañarnos, ¡Gracias!
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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