sábado, 2 de noviembre de 2013

DEL XIX ESPAÑOL, OTRA ÉPOCA INCOMPRENSIBLE, SI NO FUERA PORQUE ACONTECE EN ESPAÑA. BECQUER Y LAS LEYENDAS.

Es efectivamente, el XIX español, otra de esas enormes épocas que son por otro lado imposibles de concebir tanto en tiempo como en forma, si no calibramos adecuadamente los instrumentos que hayamos dispuesto para el análisis a partir del principio expreso de comprender que aquello que vamos  a contemporizar, ha ocurrido en España.

Imbuidos en la perspectiva por otro lado concebible de pensar que, como ocurre en todo el continente europeo, podemos aproximarnos al siglo XIX, y en especial al Romanticismo como expresión que le es propia; acomodados en un proceso meramente dispuesto a partir de una consolidada discusión de los pareceres que eran adecuados al sistema Ilustrado, por ende dejado atrás toda vez que componía el contexto propio al anterior siglo, siglo XVIII; compondría por otra parte un escenario de por sí mediocre, pero que como suele ocurrir con otras muchas consideraciones de orden histórico, en el caso de España, se queda esencialmente corto.

Es en realidad el XIX español, y por ende su demostración tangible, el Romanticismo Español, un elemento propio, independiente, autónomo el cual, si bien como decimos resulta competente a la hora de moverse y expresarse por sí mismo, no es menos cierto que posee igualmente un carácter de marcada dependencia respecto del resto de aspectos que le vinculan, como no puede ser de otro modo, para con las otras facciones del movimiento, las cuales componen, o en el mejor de los casos han compuesto el escenario cultural de la Europa del siglo XIX.

Porque si bien el marcado carácter de tardío que inexorablemente acompaña a la totalidad de descripciones que sobre el XIX español se hacen, lo cierto es que semejante consideración acaba superando de forma inmediata los lances meramente cronológicos, para dar paso a una serie de consideraciones que resultan por sí mismas válidas para explicar el grado de consolidación que el movimiento alcanzó. Una consolidación que, por otra parte, bien puede ceñirse a la certeza del grado de satisfacción que se aportó.

Es en definitiva el siglo XIX, y como expresamente indicamos el Romanticismo Español, otro de esos bellos ejemplos en los que las circunstancias, cuando no las disyuntivas y controversias, nos ayudan a conformar un contexto en el que desenvolverse resulta evidente, y para nada sujeto al tópico, si acabamos diciendo que efectivamente, España es diferente.
Superamos la mera consideración de tópico, y para ello aportamos argumentos, los cuales proceden en este caso del mero análisis histórico.

Constituye de por sí el XIX español, y no solo las realidades que en el mismo se vinculan, sino especialmente las circunstancias psicológicas que forman parte estructural del siglo; toda una certificación de cara a apostar por aquellos que verdaderamente creen en la maldición histórica que atenta contra el devenir del Reino de España.
Todos y cada uno de los errores a partir de los cuales se compone España, su realidad, y por supuesto la de sus gentes, parecen querer concentrarse en un instante, conformando una especie de vórtice, que se extiende por todo el XIX, y que tiene como núcleo el periodo de reinado de Fernando VII.

Todos, absolutamente todos los errores de España, los que van desde la mala conceptualización de la colonización de América, hasta la incapacidad para poder tener nuestra propia Revolución, pasando por supuesto por la negligente apuesta que por la Religión como medio cercenador de toda opción de progreso se hizo a finales del XVI en el Concilio de Trento, vienen a  estallar delante de las narices del paisano del XIX. Y lo hace sencillamente porque si bien cronológicamente resulta indiscutible que España tuvo un siglo XIX, en términos psicosociales tal afirmación no puede llevarse a cabo de manera tan rotunda.

Nos faltó tiempo para desarrollar con eficacia el gran catálogo de obligaciones que nuestra condición de imperio nos obligaba. Ésa puede ser, sin duda, una de las explicaciones factibles a la hora de tratar de entender no ya tanto las decisiones, como sí por otro lado las consecuencias, que algunos de los grandes momentos han tenido para España.
Así, centrándonos de manera nuclear en dos, lo cierto es que la apuesta que hacia 1580 Felipe II lleva a cabo a la hora de decidir a qué caballo de los que el concilio de Trento ofrecía, había que subirse; no resultó muy beneficiosa para nosotros, haciendo este comentario desde el respeto que proporciona el exceso de perspectiva. Salían de Trento dos ideas de Catolicismo, o casi se prefiere dos maneras de ver a Dios. Se enfrentaron por un lado una idea progresista de Dios, amante del comercio, y del desarrollo que éste suele traer aparejado. Un Dios de progreso, que hace del futuro su conjugación natural. En definitiva, un Dios Nuevo. Y enfrente, un Dios conservador, que hacía del factor reaccionario su máxima valía. Un Dios de miedo, de penitencia, de pecado, que hace del eterno retroceso su causa, principio y fin.
Y Felipe II apostó por el último, condenando con ello a sus súbditos a sufrir por siglos las consecuencias.

El error conceptual tuvo, como no podía ser de otra manera, consecuencias estructurales que se fueron traduciendo a medida que los efectos de la decisión iban implementando la forma de ser, y la manera de comportarse, de los numerosos súbditos que el Rey Felipe tenía literalmente desperdigados por todo el mundo.
La oposición al comercio, por ejemplo, dio al traste con modelos anteriores como podían haber sido ferias tales como la de Medina del Campo. A título de referencia bastará con comprender que el lento proceso de boicot al que ésta es sometida desde dentro por medio de la implantación de impuestos tan desorbitados que hacen imposible el desarrollo ventajoso de cualquier transacción, van en beneficio de otras que se desarrollan por todo el continente. La consecuencia es clara, y ha sido múltiples veces analizada. Medina del Campo solo resulta atractiva para la compra de lana, que retornará luego al reino en forma de manufacturas cuyo precio se ve incrementado una media de un 500%, resultando el cambio a todas luces insostenible.

De ahí a la crisis del XVII la cual si bien golpea en todo el continente, lo hará con especial virulencia en Castilla, donde circunstancias como la relatada predisponen el escenario de cara a la natural ampliación de las desgracias.

A renglón seguido, no necesita apenas explicación el porqué en relación a la escasa, por no decir inexistente aportación de España y de sus autores, al consabido movimiento de La Ilustración, consecuencia lógica de su siglo. JOVELLANOS, y a lo sumo JORGE JUAN, serán de los pocos competentes a la hora de salvar la aguda estocada del desprecio.

No hace falta casi pues más que un somero instante, para comprender las causas que hicieron a España del todo estéril a una Revolución. Causas que pueden, como hemos hecho, fundamentarse en sabios e indiscutibles considerandos históricos pero que podría de igual manera quedar sustentada en una observación sujeta a los meros cauces del procedimiento. Sencillamente, no tuvimos tiempo material para llevarla a cabo.

Y es ahí donde se entiende no ya un XIX inaudito, ni un Romanticismo Tardío. Es ahí donde se encaja la posibilidad de padecer a un monarca como Fernando VII.

Lejos de ceder a la tentación de revisar aquí consideraciones de mayor calado, lo cierto es que Fernando VII, y más concretamente algunas de sus conductas específicas, pondrán de manifiesto consecuencias mucho más directas para el objeto de la presente reflexión, que cualquiera de las consideraciones que podamos hacer vinculadas por otro lado a multitud de aspectos.
Así, el pánico que el monarca siente hacia cualquier forma de progreso, tiene una primera derivada en la manifiesta persecución que de forma activa desarrolla, Persecución que se hace especialmente intensa contra toda forma de intelectualidad, lo que aboca al exilio a multitud de pensadores, científicos, por supuesto políticos, y como resultado final fruto del exceso de celo, a todo hombre de letras que no sea afín al régimen. Todo lo cual constituye, además de un genial descalabro, la respuesta expresa a la cuestión de la inexistencia de un Romanticismo Español coherente con los que son contemporáneos en el continente. No podía haber romanticismo, porque no quedaba nadie competente para ejercer de tal.

Mas el exilio obró, como en tantas otras ocasiones, de manera paradójica. Francia, Gran Bretaña, Alemania, a saber cuna cuando no grandes precursores del movimiento, se convirtieron en los lugares en los que nuestra masa intelectual asentó sus dominios, con el carácter específico de que nunca renunciaron a la esperanza de retorna a la que era su España.
Se contagiaron por ello de la vena romántica. Una vena maravillosa. Y luego volvieron a España no como la víctima traumatizada que retorna vacío al lugar que no le recuerda. Más bien al contrario regresaron como hijos muy agradecidos que están deseosos de contar a la madre, así como a todo aquél que tenga a bien escucharle, cuánto puede aportar a la reconstrucción de España.
Y es así como el Romanticismo irrumpe en España. Es así como la forma y la técnica, procedimientos propios de la Razón, por ende resultados de una Ilustración que como decimos tampoco tuvo mucho que decir; son declinados en pos de una nueva realidad ajena a la realidad.

Los escenarios, los ambientes, la psicología de los personajes; adoptan no ya nuevas formas, sino formas absolutamente desconocidas hasta el momento. El escenario alcanza el protagonismo, hasta el punto de desarrollarse un escenario a priori marco. Un escenario negro, oscuro, tétrico, reflejo sin duda de las conmiseraciones que levanta España.

Un escenario propicio, o quién sabe si propiciatorio, para que surja la figura de aquél que mejor ilustrará la fenomenología del XIX español. Gustavo ADOLFO BECQUER.
Hombre que en principio reúne todos y en grado sumo, de los elementos que en principio vienen a conformar la imprescindible biografía de un buen romántico, tiene orígenes exóticos, cuando menos de comerciantes flamencos en su sangre, a la par que morirá joven, no llegará a los 33 años; lo cierto es que romperá de manera tal vez sorprendente tan alta estima al osar alcanzar su mayor triunfo no en Lírica, como parecía de obligado cumplimiento, sino en Prosa.

Será su pequeño libro, “Rimas”, el que le haga trascender en el tiempo. Obra complicada, no ya en su contenido, como sí en sus vicisitudes, la misma se quemará dos veces en vida del autor el cual la reescribirá en sendas ocasiones, de memoria.
A partir de ahí, la obra sufrirá el olvido propio que acompaña a aquéllos que no parecen destinados, al menos en vida, a saborear las mieles del éxito. Por ello, habrán de ser sus amigos, poco después de su muerte, los que organicen finalmente el contenido de la obra, y financien su primera edición.
Resulta así pues una obra capaz de aglutinar en torno de sí, todos y cada uno de los componentes primarios del existente o no Romanticismo Español, convirtiendo al autor, en el romántico español por excelencia.

Y como elemento superlativo, como gran marco en torno al cual se circunscribe toda consideración de la realidad, la muerte.
Último paso, consejero final. Gran regulador, y como siempre sabio juez, al  aportar el último vestigio de Justicia la muerte, que como elemento atemporal por excelencia, parece venir a poner orden en la destartalada a la par que agotada cronología de España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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