Es efectivamente, el XIX español, otra de esas enormes épocas que son por otro lado
imposibles de concebir tanto en tiempo como en forma, si no calibramos
adecuadamente los instrumentos que hayamos dispuesto para el análisis a partir
del principio expreso de comprender que aquello que vamos a contemporizar, ha ocurrido en España.
Imbuidos en la perspectiva por otro lado concebible de
pensar que, como ocurre en todo el continente europeo, podemos aproximarnos al
siglo XIX, y en especial al Romanticismo como
expresión que le es propia; acomodados en un proceso meramente dispuesto a
partir de una consolidada discusión de los pareceres que eran adecuados al
sistema Ilustrado, por ende dejado
atrás toda vez que componía el contexto propio al anterior siglo, siglo XVIII;
compondría por otra parte un escenario de por sí mediocre, pero que como suele
ocurrir con otras muchas consideraciones de orden histórico, en el caso de
España, se queda esencialmente corto.
Es en realidad el XIX español, y por ende su demostración
tangible, el Romanticismo Español, un elemento propio, independiente, autónomo
el cual, si bien como decimos resulta competente a la hora de moverse y expresarse por sí mismo, no es
menos cierto que posee igualmente un carácter de marcada dependencia respecto
del resto de aspectos que le vinculan, como no puede ser de otro modo, para con
las otras facciones del movimiento, las cuales componen, o en el mejor de los
casos han compuesto el escenario cultural de la Europa del siglo XIX.
Porque si bien el marcado carácter de tardío que
inexorablemente acompaña a la totalidad de descripciones que sobre el XIX
español se hacen, lo cierto es que semejante consideración acaba superando de
forma inmediata los lances meramente cronológicos, para dar paso a una serie de
consideraciones que resultan por sí mismas válidas para explicar el grado de
consolidación que el movimiento alcanzó. Una consolidación que, por otra parte,
bien puede ceñirse a la certeza del grado de satisfacción que se aportó.
Es en definitiva el siglo XIX, y como expresamente indicamos
el Romanticismo Español, otro de esos bellos ejemplos en los que las
circunstancias, cuando no las disyuntivas y controversias, nos ayudan a
conformar un contexto en el que desenvolverse resulta evidente, y para nada
sujeto al tópico, si acabamos diciendo que efectivamente, España es diferente.
Superamos la mera consideración de tópico, y para ello
aportamos argumentos, los cuales proceden en este caso del mero análisis
histórico.
Constituye de por sí el XIX español, y no solo las
realidades que en el mismo se vinculan, sino especialmente las circunstancias psicológicas que forman parte
estructural del siglo; toda una certificación de cara a apostar por aquellos que verdaderamente
creen en la maldición histórica que atenta contra el devenir del Reino de España.
Todos y cada uno de los errores a partir de los cuales se
compone España, su realidad, y por supuesto la de sus gentes, parecen querer
concentrarse en un instante, conformando una
especie de vórtice, que se extiende por todo el XIX, y que tiene como
núcleo el periodo de reinado de Fernando VII.
Todos, absolutamente todos los errores de España, los que van
desde la mala conceptualización de la colonización de América, hasta la
incapacidad para poder tener nuestra propia Revolución,
pasando por supuesto por la negligente apuesta que por la Religión como
medio cercenador de toda opción de progreso se hizo a finales del XVI en el Concilio de Trento, vienen a estallar delante de las narices del paisano del XIX. Y lo hace sencillamente
porque si bien cronológicamente resulta indiscutible que España tuvo un siglo
XIX, en términos psicosociales tal afirmación no puede llevarse a cabo de
manera tan rotunda.
Nos faltó tiempo para desarrollar con eficacia el gran
catálogo de obligaciones que nuestra condición de imperio nos obligaba. Ésa
puede ser, sin duda, una de las explicaciones factibles a la hora de tratar de
entender no ya tanto las decisiones, como sí por otro lado las consecuencias,
que algunos de los grandes momentos han tenido para España.
Así, centrándonos de manera nuclear en dos, lo cierto es que la apuesta que hacia 1580 Felipe
II lleva a cabo a la hora de decidir a
qué caballo de los que el concilio de Trento ofrecía, había que subirse; no
resultó muy beneficiosa para nosotros, haciendo este comentario desde el
respeto que proporciona el exceso de perspectiva. Salían de Trento dos ideas de
Catolicismo, o casi se prefiere dos maneras de ver a Dios. Se enfrentaron por
un lado una idea progresista de Dios, amante del comercio, y del desarrollo que
éste suele traer aparejado. Un Dios de progreso, que hace del futuro su
conjugación natural. En definitiva, un Dios Nuevo. Y enfrente, un Dios
conservador, que hacía del factor reaccionario su máxima valía. Un Dios de
miedo, de penitencia, de pecado, que hace del eterno retroceso su causa,
principio y fin.
Y Felipe II apostó por el último, condenando con ello a sus súbditos
a sufrir por siglos las consecuencias.
El error conceptual tuvo,
como no podía ser de otra manera, consecuencias estructurales que se fueron
traduciendo a medida que los efectos de la decisión iban implementando la forma
de ser, y la manera de comportarse, de los numerosos súbditos que el Rey Felipe
tenía literalmente desperdigados por todo el mundo.
La oposición al comercio, por ejemplo, dio al traste con
modelos anteriores como podían haber sido ferias tales como la de Medina del Campo. A
título de referencia bastará con comprender que el lento proceso de boicot al
que ésta es sometida desde dentro por medio de la implantación de impuestos tan
desorbitados que hacen imposible el desarrollo ventajoso de cualquier
transacción, van en beneficio de otras que se desarrollan por todo el
continente. La consecuencia es clara, y ha sido múltiples veces analizada.
Medina del Campo solo resulta atractiva para la compra de lana, que retornará
luego al reino en forma de manufacturas cuyo precio se ve incrementado una
media de un 500%, resultando el cambio a todas luces insostenible.
De ahí a la crisis del XVII la cual si bien golpea en todo
el continente, lo hará con especial virulencia en Castilla, donde
circunstancias como la relatada predisponen el escenario de cara a la natural
ampliación de las desgracias.
A renglón seguido, no necesita apenas explicación el porqué
en relación a la escasa, por no decir inexistente aportación de España y de sus
autores, al consabido movimiento de La
Ilustración, consecuencia lógica de su siglo. JOVELLANOS, y a lo sumo JORGE
JUAN, serán de los pocos competentes a la hora de salvar la aguda estocada del
desprecio.
No hace falta casi pues más que un somero instante, para
comprender las causas que hicieron a España del todo estéril a una Revolución.
Causas que pueden, como hemos hecho, fundamentarse en sabios e indiscutibles
considerandos históricos pero que podría de igual manera quedar sustentada en
una observación sujeta a los meros cauces del procedimiento. Sencillamente, no
tuvimos tiempo material para llevarla a cabo.
Y es ahí donde se entiende no ya un XIX inaudito, ni un Romanticismo Tardío. Es ahí donde se
encaja la posibilidad de padecer a un monarca como Fernando VII.
Lejos de ceder a la tentación de revisar aquí
consideraciones de mayor calado, lo cierto es que Fernando VII, y más
concretamente algunas de sus conductas específicas, pondrán de manifiesto
consecuencias mucho más directas para el objeto de la presente reflexión, que
cualquiera de las consideraciones que podamos hacer vinculadas por otro lado a
multitud de aspectos.
Así, el pánico que el monarca siente hacia cualquier forma
de progreso, tiene una primera derivada en la manifiesta persecución que de
forma activa desarrolla, Persecución que se hace especialmente intensa contra
toda forma de intelectualidad, lo que aboca al exilio a multitud de pensadores,
científicos, por supuesto políticos, y como resultado final fruto del exceso de
celo, a todo hombre de letras que no sea
afín al régimen. Todo lo cual constituye, además de un genial descalabro,
la respuesta expresa a la cuestión de la inexistencia de un Romanticismo Español coherente con los
que son contemporáneos en el continente. No podía haber romanticismo, porque no
quedaba nadie competente para ejercer de tal.
Mas el exilio obró, como en tantas otras ocasiones, de
manera paradójica. Francia, Gran Bretaña, Alemania, a saber cuna cuando no
grandes precursores del movimiento, se convirtieron en los lugares en los que
nuestra masa intelectual asentó sus
dominios, con el carácter específico de que nunca renunciaron a la esperanza de
retorna a la que era su España.
Se contagiaron por ello de la vena romántica. Una vena
maravillosa. Y luego volvieron a España no como la víctima traumatizada que
retorna vacío al lugar que no le recuerda. Más bien al contrario regresaron
como hijos muy agradecidos que están deseosos de contar a la madre, así como a
todo aquél que tenga a bien escucharle, cuánto puede aportar a la
reconstrucción de España.
Y es así como el Romanticismo irrumpe en España. Es así como
la forma y la técnica, procedimientos propios de la Razón, por ende resultados
de una Ilustración que como decimos tampoco tuvo mucho que decir; son
declinados en pos de una nueva realidad ajena a la realidad.
Los escenarios, los ambientes, la psicología de los
personajes; adoptan no ya nuevas formas, sino formas absolutamente desconocidas
hasta el momento. El escenario alcanza el protagonismo, hasta el punto de
desarrollarse un escenario a priori marco. Un escenario negro, oscuro, tétrico,
reflejo sin duda de las conmiseraciones que levanta España.
Un escenario propicio, o quién sabe si propiciatorio, para
que surja la figura de aquél que mejor ilustrará la fenomenología del XIX
español. Gustavo ADOLFO BECQUER.
Hombre que en principio reúne todos y en grado sumo, de los
elementos que en principio vienen a conformar la imprescindible biografía de un
buen romántico, tiene orígenes exóticos, cuando menos de comerciantes flamencos
en su sangre, a la par que morirá joven, no llegará a los 33 años; lo cierto es
que romperá de manera tal vez sorprendente tan alta estima al osar alcanzar su
mayor triunfo no en Lírica, como
parecía de obligado cumplimiento, sino en Prosa.
Será su pequeño libro,
“Rimas”, el que le haga trascender en el tiempo. Obra complicada, no ya en
su contenido, como sí en sus vicisitudes, la misma se quemará dos veces en vida
del autor el cual la reescribirá en sendas ocasiones, de memoria.
A partir de ahí, la obra sufrirá el olvido propio que
acompaña a aquéllos que no parecen destinados, al menos en vida, a saborear las
mieles del éxito. Por ello, habrán de ser sus amigos, poco después de su
muerte, los que organicen finalmente el contenido de la obra, y financien su
primera edición.
Resulta así pues una obra capaz de aglutinar en torno de sí,
todos y cada uno de los componentes primarios del existente o no Romanticismo
Español, convirtiendo al autor, en el romántico español por excelencia.
Y como elemento superlativo, como gran marco en torno al
cual se circunscribe toda consideración de la realidad, la muerte.
Último paso, consejero final. Gran regulador, y como siempre
sabio juez, al aportar el último
vestigio de Justicia la muerte, que como elemento atemporal por excelencia,
parece venir a poner orden en la destartalada a la par que agotada cronología
de España.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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