sábado, 9 de noviembre de 2013

DE LOS ÚLTIMOS ACTOS DE ROMANTICISMO. LA REVOLUCIÓN RUSA, UNA CONTINUACIÓN DE LOS INEXORABLES VALORES DEL XIX.

Constituye  el episodio de la Revolución Rusa de 1971, muy probablemente el último de los “haceres románticos” de cuantos puedan someterse a análisis a lo largo del pasado Siglo XX.
Quién sabe sí a modo de continuación indirecta de un Siglo XIX no por extinguido liquidado, o tal vez sencillamente a modo de constatación directa de la certeza de que la mera acción cronológica no constituye óbice suficiente en Historia para dar por extinguidos los periodos, lo cierto es que la cadena de acontecimientos que se agrupan de manera coherente entre febrero de 1917, y enero de 1918, soportan, más allá de las objetivas constataciones históricas, un régimen de permanente revisionismo, cuy mera existencia no hace sino reforzar esa en principio más que mera tesis.

Referirse pues a la Revolución Rusa, es en realidad apostar por la revisión de uno de los acontecimientos más tumultuosos de la Historia. Semejante afirmación, sin duda exagerada en el caso de estar dedicada a cualquier otro episodio, o a cualquier otro país, amenaza incluso con quedarse corto cuando lo referimos nada más, y nada menos, que a Rusia.

Hablar de Rusia, en cualquiera de sus conceptos o magnitudes, supone hablar de un país, de un estado, pero sobre todo de un modelo, ajeno por definición a cualquier título de mesura.
Un estado que posee en sí mismo las dimensiones de un continente, que atesora riquezas incontestables en cualquiera de los campos a los que podamos hacer referencia, y que sin ir más lejos en el terreno de lo demográfico presenta cifras que literalmente espantarían a cualquiera que no fuera, innatamente, hijo de la “Madre Rusia”, ha de constatar, sin el menor género de dudas, una serie de peculiaridades inconcebibles para todo foráneo a la par que genera un modus operandi igual de específico que permite, por ejemplo, conceptualizar como ruso a cualquiera que lo sea, aunque se ubique en un extremo opuesto de una virtual galaxia.

Pero es precisamente de la constatación de tales certezas, de las que inexorablemente se desprenden una serie de valores que, por ser igualmente inexcusables, vienen a conformar una realidad conceptual tan específica como cualitativamente exclusiva.
Este hecho será, de manera indefectible, el que jugará siempre en contra tanto de Rusia, como de la posterior Unión Soviética toda vez que la diferencia natural que de la misma se concitará, será posteriormente utilizada por unos y otros en pos de generar unas divisiones artificiales que lejos de ser aminoradas, acabarán por convertirse en el centro mismo del problema, desplazando con ello las cuestiones nucleares, y convirtiendo en inabordables asuntos de calado que de haberse revisado correctamente, bien podrían haber cambiado la forma de concebir el mundo en los últimos cien años.

Constituye así pues la realidad rusa previa a la revolución, de nuevo otro caso más de la constatación certera de la realidad que viene a afirmar que ciertas estructuras y disposiciones solo resultan estables, en caso de verse sometidas a disquisiciones que en caso de verse analizadas desde puntos de vista ajenos, ya proceda esta externalización de fuentes meramente geográficas, o en el caso más complejo aún de proceder de variables extemporáneas, acabarán sin duda por calificar, quién sabe si injustamente, como de autoritarias, cuando no abiertamente dictatoriales, semejantes prácticas.

Es así pues que, una vez sometidos a la consideración de la tantas veces aludida imprescindible prudencia que en este caso adopta la forma de no juzgar con una actitud crítica fraguada en el presente, tesituras que eran de ejercicio en el pasado, que bien podríamos hallarnos en posición para echar un vistazo a los periodos elegidos.

Y es así que, una vez ubicados en nuestro inmejorable punto de observación, aquel que procede de la convergencia de la ya aludida prudencia, asociada a la inmejorable condición que procede el saber cómo van a transcurrir los acontecimientos, que podremos hacer frente a la primera y a la sazón una de las notas  más características notas no tanto de la revolución como tal, sino más bien de la propia Rusia como tal. A saber, la franca inexistencia de un periodo prerrevolucionario.

Semejante afirmación, lejos de constituir un eufemismo, ni mucho menos una excusa, bien más bien por el contrario a reforzar precisamente las tesis hasta el momento expuestas así, un régimen medieval, dogmático, autoritario y por ende reaccionario hasta la extenuación, como aquel que soporta a Rusia, no puede de ninguna de las maneras dar cabida a cualquier margen por el cual se cuele el más mínimo vestigio contestarlo, o del que ni tan siquiera pueda extraerse la más mínima disposición en contra de lo gubernamentalmente aceptado.

Semejante consideración moral, nos lleva de manera indefectible a considerar la pauta, cuando no el modelo, bajo el que se auspician los designios del todavía estado ruso.
Es tal modelo el que lleva la inexorable marca de los Románov. Dinastía que regirá los designios de Rusia desde 1613, constituye por sí misma la personificación de todas y sin duda alguna más de todos y cada uno de los vicios y las virtudes que podemos atesorar en pos de cualquier familia que durante tres siglos desarrollará de manera continuada la extenuante labor de gobernar el basto imperio ruso.
Y usamos el calificativo de extenuante precisamente porque es entonces cuando la larga lista de epítetos asociados a la labor de gobernar un imperio como el ruso, ya hemos dicho brutal, basto, demográficamente ingente, y ahora añadiremos inhóspito, terrible…acaban por consolidar la tesis de que tan solo un brazo fuerte puede aspirar al máximo de los reconocimientos que en un caso como este se puede dar a saber, el no perder por el camino ni un ápice de poder territorial, cuando no de hegemonía plenipotenciaria.

Y de esto los Románov sabían un poco.

Sabiéndose objeto de las más diversas envidias, las cuales a menudo se traducían en amenazas de conquista, de las que Napoleón constituye un claro ejemplo en el terreno práctico, y los Bismarck otro no menos claro en el terreno de lo potencial desde Alemania; lo cierto es que será precisamente la manera de gobernar (a la sazón una muestra palpable de la consideración que tus súbditos te merecen,) aquello que constituirá el detonante definitivo de la propia revolución.

Porque si bien serán consideraciones de marcado carácter interior las que promuevan cuando no abiertamente promuevan la revolución, no es menos cierto que hay que buscar fuera de las fronteras rusas aquéllas que definitivamente la desencadenen.

El fin en términos cronológicos del Siglo XIX ha dejado un escenario en el que tan solo el caos campa por sus designios. El sempiterno problema del centro de Europa, donde convergen los vestigios del Sacro Imperio, con las ansias peligrosísimas de realidades como la que representan la Alianza de los Cárpatos, sirven para poner nombre y ubicar una serie de consideraciones las cuales por sí solas se bastan para dar al traste con la estabilidad de un delicado mapa que a principios del Siglo XX es del todo, menos estable.

La guerra es así, tan inevitable como evidente. Así lo conciben los integrantes de los dos grandes bloques que se han conformado. Por un lado, el bloque progresista, enarbolado por Francia y Gran Bretaña, y que opone  a las tesis aparentemente autoritarias de su rival, a saber el bloque conformado por Alemania, una serie de circunstancias mucho más complicadas, entre las que destacan por ejemplo, la difícil agonía de un modelo colonial que se basta por sí solo para echar abajo todo proyecto de ilusoria unidad europea.

¿Entonces, qué detiene a ambos contendientes? Pues evidentemente, la en apariencia falta de acción rusa.

Constituye Rusia una realidad tan insultantemente magnífica, que tanto su acción, como una eventual falta de ésta bien podría decantar la balanza de una a estas alturas más que evidente confrontación armada que, además de machacar a Europa en todos sus aspectos, amenaza además no solo con segregarla territorialmente sino que, hace del más que posible enquiste de dos modelos ideológicamente irreconciliables, el mayor de los peligros.

En términos eminentemente prácticos, ni el bloque progresista puede comenzar una guerra sin tener del todo claro el posicionamiento ruso, ni por supuesto Alemania puede desencadenar una guerra dejando a sus espaldas a un enemigo que en 72 horas se encontraría en disposición de movilizar un ejército que ateniéndonos tan solo a variables humanas está formado por casi ¡siete millones de almas! Y el recuerdo de Napoleón y de la quema de Moscú prevalece.

Mas la conocida irrupción de Rusia en la I Guerra Mundial en el bando progresista, no tanto a favor de Francia, como sí en contra de Alemania tuvo, como por otro lado no podía ser de otra manera, una serie de consecuencias que en contra de lo que podría parecer trascendieron casi más hacia adentro, que hacia fuera.

Así, circunstancias tales como las imperdonables cuotas de pobreza en las que se desenvolvía una sociedad casi exclusivamente rural, en la que por otra parte la actividad agropecuaria desempeñaba un papel imprescindible a la hora de hacerse una idea de la realidad económica global del país, se hacían eco de un proceder en el que la franca negligencia de los elementos gobernantes, más preocupados por sustentar su ficción de gobierno en una época en la que ya tales usos eran inadmisibles, que por ejercer sus funciones de manera positiva para sus súbditos; congeniaron para hacer de la caprichosa entrada en la guerra, un motivo claro para la exasperación y el descrédito definitivo.

A partir de ahí, la crisis era del todo inevitable. Cualquier atisbo de reorganización pacífica constituía poco menos que una utopia.

El 7 de noviembre de 1917 se consideraba totalmente superado el régimen zarista. La Revolución Rusa había triunfado.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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