Constituye el episodio de la Revolución
Rusa de 1971, muy
probablemente el último de los “haceres
románticos” de cuantos puedan someterse a análisis a lo largo del pasado
Siglo XX.
Quién sabe sí a modo de continuación indirecta de un Siglo
XIX no por extinguido liquidado, o tal vez sencillamente a modo de constatación
directa de la certeza de que la mera acción cronológica no constituye óbice
suficiente en Historia para dar por extinguidos los periodos, lo cierto es que
la cadena de acontecimientos que se agrupan de manera coherente entre febrero
de 1917, y enero de 1918, soportan, más allá de las objetivas constataciones
históricas, un régimen de permanente revisionismo, cuy mera existencia no hace
sino reforzar esa en principio más que mera tesis.
Referirse pues a la Revolución
Rusa , es en
realidad apostar por la revisión de uno de los acontecimientos más tumultuosos de la Historia. Semejante
afirmación, sin duda exagerada en el caso de estar dedicada a cualquier otro
episodio, o a cualquier otro país, amenaza incluso con quedarse corto cuando lo
referimos nada más, y nada menos, que a Rusia.
Hablar de Rusia, en cualquiera de sus conceptos o
magnitudes, supone hablar de un país, de un estado, pero sobre todo de un modelo, ajeno por definición a cualquier
título de mesura.
Un estado que posee en sí mismo las dimensiones de un
continente, que atesora riquezas incontestables en cualquiera de los campos a
los que podamos hacer referencia, y que sin ir más lejos en el terreno de lo
demográfico presenta cifras que literalmente espantarían a cualquiera que no
fuera, innatamente, hijo de la “Madre Rusia ”, ha de
constatar, sin el menor género de dudas, una serie de peculiaridades
inconcebibles para todo foráneo a la par que genera un modus operandi igual de específico que permite, por ejemplo,
conceptualizar como ruso a cualquiera que lo sea, aunque se ubique en un extremo opuesto de una virtual galaxia.
Pero es precisamente de la constatación de tales certezas,
de las que inexorablemente se desprenden una serie de valores que, por ser
igualmente inexcusables, vienen a conformar una realidad conceptual tan específica como cualitativamente exclusiva.
Este hecho será, de manera indefectible, el que jugará
siempre en contra tanto de Rusia, como de la posterior Unión
Soviética toda
vez que la diferencia natural que de la misma se concitará, será posteriormente
utilizada por unos y otros en pos de generar unas divisiones artificiales que lejos de ser aminoradas, acabarán por
convertirse en el centro mismo del problema, desplazando con ello las
cuestiones nucleares, y convirtiendo en inabordables asuntos de calado que de
haberse revisado correctamente, bien podrían haber cambiado la forma de
concebir el mundo en los últimos cien años.
Constituye así pues la realidad rusa previa a la revolución,
de nuevo otro caso más de la constatación certera de la realidad que viene a
afirmar que ciertas estructuras y disposiciones solo resultan estables, en caso
de verse sometidas a disquisiciones que en caso de verse analizadas desde
puntos de vista ajenos, ya proceda esta externalización de fuentes meramente
geográficas, o en el caso más complejo aún de proceder de variables
extemporáneas, acabarán sin duda por calificar, quién sabe si injustamente,
como de autoritarias, cuando no abiertamente dictatoriales, semejantes
prácticas.
Es así pues que, una vez sometidos a la consideración de la
tantas veces aludida imprescindible prudencia que en este caso adopta la forma
de no juzgar con una actitud crítica
fraguada en el presente, tesituras que eran de ejercicio en el pasado, que
bien podríamos hallarnos en posición para echar
un vistazo a los periodos elegidos.
Y es así que, una vez ubicados en nuestro inmejorable punto
de observación, aquel que procede de la convergencia de la ya aludida
prudencia, asociada a la inmejorable condición que procede el saber cómo van a
transcurrir los acontecimientos, que podremos hacer frente a la primera y a la
sazón una de las notas más
características notas no tanto de la revolución como tal, sino más bien de la propia Rusia como
tal. A saber, la franca inexistencia de un periodo
prerrevolucionario.
Semejante afirmación, lejos de constituir un eufemismo, ni
mucho menos una excusa, bien más bien por el contrario a reforzar precisamente
las tesis hasta el momento expuestas así, un régimen medieval, dogmático, autoritario y por ende reaccionario
hasta la extenuación, como aquel que soporta a Rusia, no puede de ninguna de
las maneras dar cabida a cualquier margen por el cual se cuele el más mínimo
vestigio contestarlo, o del que ni tan siquiera pueda extraerse la más mínima
disposición en contra de lo gubernamentalmente
aceptado.
Semejante consideración moral, nos lleva de manera
indefectible a considerar la pauta, cuando no el modelo, bajo el que se
auspician los designios del todavía estado ruso.
Es tal modelo el que lleva la inexorable marca de los Románov. Dinastía que regirá los
designios de Rusia desde 1613, constituye por sí misma la personificación de
todas y sin duda alguna más de todos y cada uno de los vicios y las virtudes que podemos atesorar en pos de cualquier familia que durante tres siglos
desarrollará de manera continuada la extenuante labor de gobernar el basto
imperio ruso.
Y usamos el calificativo de extenuante precisamente porque
es entonces cuando la larga lista de epítetos asociados a la labor de gobernar
un imperio como el ruso, ya hemos dicho brutal, basto, demográficamente
ingente, y ahora añadiremos inhóspito, terrible…acaban por consolidar la tesis
de que tan solo un brazo fuerte puede
aspirar al máximo de los reconocimientos que en un caso como este se puede dar
a saber, el no perder por el camino ni un ápice de poder territorial, cuando no
de hegemonía plenipotenciaria.
Y de esto los Románov sabían
un poco.
Sabiéndose objeto de las más diversas envidias, las cuales a
menudo se traducían en amenazas de conquista, de las que Napoleón constituye un
claro ejemplo en el terreno práctico, y los Bismarck
otro no menos claro en el terreno de lo potencial desde Alemania; lo cierto
es que será precisamente la manera de gobernar (a la sazón una muestra palpable
de la consideración que tus súbditos te merecen,) aquello que constituirá el
detonante definitivo de la propia revolución.
Porque si bien serán consideraciones
de marcado carácter interior las que promuevan cuando no abiertamente
promuevan la revolución, no es menos cierto que hay que buscar fuera de las
fronteras rusas aquéllas que definitivamente la desencadenen.
El fin en términos cronológicos del Siglo XIX ha dejado un
escenario en el que tan solo el caos campa
por sus designios. El sempiterno problema del centro de Europa, donde
convergen los vestigios del Sacro Imperio, con las ansias peligrosísimas de
realidades como la que representan la Alianza de los Cárpatos, sirven para poner nombre y ubicar una serie de
consideraciones las cuales por sí solas se bastan para dar al traste con la
estabilidad de un delicado mapa que a principios del Siglo XX es del todo,
menos estable.
La guerra es así, tan inevitable como evidente. Así lo
conciben los integrantes de los dos grandes bloques
que se han conformado. Por un lado, el bloque
progresista, enarbolado por Francia y Gran Bretaña, y que opone a las tesis aparentemente autoritarias de su
rival, a saber el bloque conformado por Alemania, una serie de circunstancias
mucho más complicadas, entre las que destacan por ejemplo, la difícil agonía de
un modelo colonial que se basta por
sí solo para echar abajo todo proyecto de ilusoria unidad europea.
¿Entonces, qué detiene a ambos contendientes? Pues
evidentemente, la en apariencia falta de acción rusa.
Constituye Rusia una
realidad tan insultantemente magnífica, que tanto su acción, como una
eventual falta de ésta bien podría decantar la balanza de una a estas alturas
más que evidente confrontación armada que, además de machacar a Europa en todos
sus aspectos, amenaza además no solo con segregarla territorialmente sino que,
hace del más que posible enquiste de dos modelos ideológicamente irreconciliables, el mayor de los peligros.
En términos eminentemente prácticos, ni el bloque progresista puede comenzar una guerra sin tener del todo
claro el posicionamiento ruso, ni por supuesto Alemania puede desencadenar una
guerra dejando a sus espaldas a un enemigo que en 72 horas se encontraría en
disposición de movilizar un ejército que ateniéndonos tan solo a variables
humanas está formado por casi ¡siete millones de almas! Y el recuerdo de
Napoleón y de la quema de Moscú prevalece.
Mas la conocida irrupción de Rusia en la I Guerra Mundial
en el bando progresista, no tanto a favor de Francia, como sí en contra de
Alemania tuvo, como por otro lado no podía ser de otra manera, una serie de
consecuencias que en contra de lo que podría parecer trascendieron casi más
hacia adentro, que hacia fuera.
Así, circunstancias tales como las imperdonables cuotas de
pobreza en las que se desenvolvía una sociedad casi exclusivamente rural, en la
que por otra parte la actividad agropecuaria desempeñaba un papel
imprescindible a la hora de hacerse una idea de la realidad económica global
del país, se hacían eco de un proceder en el que la franca negligencia de los
elementos gobernantes, más preocupados por sustentar su ficción de gobierno en
una época en la que ya tales usos eran inadmisibles, que por ejercer sus
funciones de manera positiva para sus súbditos; congeniaron para hacer de la caprichosa entrada en la guerra, un
motivo claro para la exasperación y el descrédito definitivo.
A partir de ahí, la crisis era del todo inevitable.
Cualquier atisbo de reorganización pacífica constituía poco menos que una
utopia.
El 7 de noviembre de 1917 se consideraba totalmente superado
el régimen zarista. La
Revolución Rusa había triunfado.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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