Es el nuestro un país paradójico por excelencia. Extraño
lugar, sin duda, reducto en el que los príncipes lo son en contraposición a los
bribones, lo cierto es que cualquier atisbo de consonancia, de coherencia,
cuando no de acto meramente previsible es, en España, un mero cuando no
absoluto imposible.
Aunque embarcados ya como estamos en esta por otra parte
ardua tarea de encontrar no ya tan siquiera dos comportamientos comunes ante el
mismo hecho, lo cierto es que tan solo la constatación efectiva a la par que
casi omnisciente del que tantas veces hemos englobado bajo el concepto
descriptivo de El Trauma Histórico
Nacional parece en este caso manifestarse tal vez como el único precursor
válido quién sabe si tan solo y apenas de un mero simulacro de unidad. Algo que parece presa poco menos que del
terreno de las utopías, cuando lo englobamos dentro de las formas correctas y de proceder conforme a lo español.
Y es así que, redundando de forma efectivamente categórica
en el seno de las paradojas que encierra la que denominaremos maneras específicas que existen de
comprender lo español; que encontramos de manera reiterada una conducta
que, lejos de ser accidental o arbitraria, pasa por convertirse en una afición
francamente reiterativa. La de olvidar, cuando no menospreciar los componentes,
sea éstos veraces o no, de las grandes tragedias de España.
Surge esta reflexión al
hilo de una conversación recientemente mantenida con un buen amigo, en el
transcurso de la cual pude ratificar el
gran trabajo llevado a cabo por el
nuevo Sistema (lo siento, para mí la ESO siempre será el nuevo Sistema); en
base al cual diferencias, entre las que destacan obviamente las propias de la edad,
me llevaron a sentirme obligado a discutir su tremenda afirmación en base al la
cual “En España la Peste no alcanzó nunca cotas de problema.”
Constituye el XVII para España, otra muestra más de esa
tendencia tantas y tantas veces rememorada en base a la cual en España los
sucesos, o bien acontecen de una manera particular, o en el mejor de los casos
los mencionados acaban por traer asociadas unas consecuencias tan particulares
que difícilmente podrían ser atestiguados en ningún otro momento, ni por supuesto
en ningún otro lugar.
Viene esta consideración al orden de cómo afectó a España la
conocida y siempre analizada de manera global Crisis del Siglo XVII. Vista con la perspectiva del tiempo, o mejor
aún, revisada a partir del coeficiente de contraposición que emana de poner fin
a un periodo de especial esplendor, lo que acontece en contraposición
manifiesta a los logros del Siglo XVI; lo cierto es que también en este caso
los hechos vienen a dar razón a la consigna generalizada en virtud de la cual en España las cosas acontecen de otra
manera.
Lejos de defender la macabra
tesis de que España pudiera haberse
aislado de la
realidad. Huyendo por supuesto del tópico, lo cierto es que la
sucesión de acontecimientos que se suceden en torno a España y a su Historia,
los cuales por otro lado obligan a la puesta en marcha de un protocolo
de conducta y revisión poco menos que específico a la hora de hacer mención
a todo lo que tiene que ver con España, por superfluo que esto pueda parecer;
nos obligan poco menos que conceder cierto grado de solvencia a cuantos
confabulan en torno de la tesis de la unicidad de España.
En términos generales, lo cierto es que si bien España no es
obviamente diferente, constituiría un acto burdo enajenar parte del sentido de
razón a cuantos avalan por otro lado la tesis de que el especial orden bajo el que se desarrollan los acontecimientos
históricos previos al XVII, posicionan al Reino de España en una tesitura
francamente diferente a cuantas son compartidas por la mayoría de los territorios
que le son contemporáneos.
En cualquier caso, sería francamente pecar de falsa
humildad, o peor aún nos llevaría a negar
la mayor el entrar ahora en disquisiciones en derredor de si la consecución
de esta franca posición de dominio constituye o no la consecución de un proceso
largamente buscado y que a la sazón converge en la justa recompensa a un
trabajo arduo, a la par que muy costoso.
Y es por eso que retornando al principio que ha denotado la disquisición, que parece de todo menos
pretencioso acudir en pos del análisis de una de las grandes calamidades que
asolaron España, concretamente al cierre de la primera mitad del XVII, a
Sevilla, y a su terrible encuentro con la Peste.
No constituye necesidad de ninguna virtud especialmente
avezada en lar alguno el esperar que la mayoría haya asociado esas especiales
características a las que antes hemos
hecho mención, con la posición de franco dominio que para España frente a Europa, y en especial
frente al mundo, constituyeron logros del alcance, por ejemplo, del Descubrimiento de América.
La posición de inequívoca ventaja que de tal hecho emana,
encuentra su traducción a nivel urbano en la predisposición que una ciudad como
Sevilla ofrece.
Puerto fluvial, alejado de los peligros que el alcance de la
artillería naval constituye para el
resto de puertos; Sevilla se confabula con la realidad de su época para ponerse
al servicio de una nueva realidad destinada sin duda a cambiar la faz de la
Historia.
Será así que asociado a los parámetros de la conquista, o más concretamente a los de
el oro y la plata que del mismo se derivan; que en Sevilla, y asociado de
manera inherente a la condición del monopolio
comercial que la Corona hace redundar sobre la ciudad, obviamente se habrán
de derivar una serie de consideraciones específicas que lleven a la ciudad,
concretamente a través de las peculiaridades de La Casa de Contratación, a mostrar una conducta casi anómala no
solo si la comparamos con el resto del Reino, sino que estas anomalías amenazan
con convertir a Sevilla en un caso único.
Superada en componente demográfico solo por Nápoles, lo
cierto es que la Sevilla del XVII presentaba todo el a priori de una ciudad
casi impropia de su tiempo.
Con una población que los cronistas de la época,
concretamente Ortiz de Zúñiga, cifran
ya cerca de las 170.000 almas; lo cierto es que no tanto su mero número, sino
más bien la importancia de sus componentes específicos, a la par que obviamente
diferenciadores, son los que aportan a tales cifras un matiz verdaderamente
diferenciador.
La ciudad hierve de agitación, comercio, actividad y
riqueza. Cada vez que se aproxima la llegada de La
Gran Flota desde
América, hecho que acontece dos veces al año, todo estalla en una algarabía y
un frenesí que fácilmente podría ser confundido con un zafarrancho de combate por cualquiera que no esté familiarizado con
el pulso de la ciudad, que no es sino el pulso de España, y quién sabe si el de
el mundo.
Cuando el muelle ubicado en el lado izquierdo del
Guadalquivir; el otro es de el nutrido barrio de Triana; se ve coronado por el
nutrido bosque que conforma la sinrazón de palos y velas que certifican el
atraque de la Flota; todo se transforma. Los miles de personas que tanto
directa como indirectamente se sienten afectados por el suceso, corren de una u
otra manera a ocupar sus puestos. Desde los humildes descargadores, hasta los
grandilocuentes banqueros, pasando por los calafates; todo el mundo, en mayor o
menor medida se siente con otra
disposición de ánimo, no en vano certifican las crónicas que en los
primeros veinte días que transcurren desde el amarre de la flota, hay riqueza
para todos.
Pero 1649 todo va ser dramáticamente diferente. En una
manifestación primaveral que a muchos les parecerá procedente de la voluntad
del demonio, la primavera ha traído una serie de inundaciones en forma de
torrenteras y riadas que han poco menos que asolado no solo los márgenes de la
ciudad, sino por supuesto incluso las comarcas circundantes. En la propia Sevilla
podía llegarse en barca hasta la Alameda de Hércules.
Al factor destructivo primario que tal hecho tiene para por
ejemplo las cosechas y el ganado, hemos de asociar evidentemente el fantasma
del hambre que inexorablemente no habría de tardar en hacer acto de presencia.
Pero habrá de ser en este caso otro factor asociado, en este
caso a la higiene, o más concretamente a la ausencia de la misma la que, junto
al colapso sanitario que procede de la descomposición de las miles de cabeza de
ganado ahogadas que serán arrastradas después por el río, las que pondrán en
jaque a la ciudad.
La peste había entrado un año antes en España. Lo había
hecho por el puerto de Valencia. Sin duda el microcosmos que supone cualquier barco que arribara de alguno de
los países donde la infección hacía estragos; trajo la bacteria Yersinia
Pestis. Extendida
de manera meteórica hacia Almería, llega a las puertas de la ciudad de Sevilla
en el principio del verano de 1649.
El Consejo de los 24 comienza a tomar medidas a la
desesperada cuando se hace palpable el que al otro lado del río, en el más que
populoso Barrio de Triana, ya hay
múltiples casos confirmados.
Se cierran las puertas, que quedan encomendadas a la
custodia de diversas órdenes, incluyendo por supuesto el Santo Oficio. En un
vano intento de crear lo que vendría a ser un amago de cordón sanitario, se prohíbe la entrada y salida de
personas o mercancías de la ciudad.
Pero ya es demasiado tarde. El Jinete del Apocalipsis ha
decidido hacer estación en la que será considerada durante decenios como la más
orgullosa de las urbes del Reino.
En un ejercicio de brutal justicia, la Peste no hace
distinción, diezmando por doquier familias, algunas de ellas enteras. Desde la
más baja estofa, hasta el más rancio abolengo, la guadaña del enviado de Juan
cercena sin remilgo vidas en un número que tiene jornadas de más de cuatro mil.
Ante el fracaso de los ejercicios sanitarios, que tienen su
reflejo en la vana creación de Hospitales como el de Triana, o el de las Cinco
Llagas; la población, convencida una vez más de que el azote es la traducción
de alguna clase de castigo de Dios por ve
a saber qué pecado; se afana en Oficios
Religiosos los cuales, al aglutinar a ingentes cantidades de gente en
reductos cerrados, no hacen sino facilitar los contagios. Y todo ello bajo el
lapidario ejercicio martirizante de una recua de oficiantes que no hacen sino
atormentar al pueblo con la consigna de que se
trata de un castigo procedente de la a veces incomprensible Justicia de Dios. Al
final de la crisis, apenas dos serán los oficiantes que queden en pie en la
ciudad. ¿Hemos de interpretar acaso que Dios no aprueba ni a sus caudillos?
Con semejantes cifras de mortandad, hemos de comprender que
rápidamente el deshacerse de los cadáveres se convierte en la otra traducción
del problema.
Así, de manera casi inmediata los lugares destinados a tal
menester en la metrópoli se ven superados, convirtiendo en necesidad imperiosa
la adecuación de nuevos lugares para tal efecto. En otra clara muestra de
ignorancia en relación a los considerandos de la enfermedad, se buscarán
lugares poco transitados, si bien no demasiado alejado de extramuros. Se conforman así los cementerios del alto de
Colón, el de Almenilla, el de fuera de la puerta de la Macarena, o el de la
Puerta de Osorio. Aunque el más impresionante de todos, y que más firme idea
del drama aporta es sin duda el que se ubica en el exterior de la Puerta de
Jerez, y que por sí solo es capaz de albergar finados en un número superior al
de la totalidad de los anteriormente citados, juntos.
De forma casi inmediata, y con cifras de mortandad del orden
de cuatro mil personas diarias, la necesidad de retirar los cadáveres de las
calles supera incluso a la propia de salvar población. Se contratan así pues
auténticas brigadas de elementos extraídos a partir de lo más bajo, por definición aquéllos que nada aparte de su vida
tienen que perder. Pronto ni las carretas serán suficientes, autorizándose por Los Veinticuatro la conformación de
columnas formadas por varios cadáveres que atados, son arrastrados por un mulo.
La imagen de tales caravanas de la muerte
es la gota que colma el vaso de una población superada. Son múltiples las
fuentes que acreditan el estado de locura en el que caerán muchos sevillanos,
que se traduce en su suicidio, habiendo dado muerte de forma previa a sus hijos
en un ejercicio destinado a librarles de lo indigno.
A finales de verano, la pandemia parece haber remitido. En
julio el Padre Administrador del Hospital de la Sangre ordena izar la bandera de salud. El motivo es
gráfico, el día 22 apenas han muerto 100 personas.
Para hacernos una idea de lo acaecido, citamos de manera
expresa lo dicho por el Cronista Diego
Ortiz de Zúñiga en su ingente obra “Annales
Eclesiásticos y Seculares de la
muy Noble y muy Leal Ciudad de Sevilla, Metrópoli de
Andalucía: “…quedó Sevilla con gran menoscabo de vecindad si no sola, si muy
desacompañada, vacías gran cantidad de casas, en que se fueron siguiendo ruinas
en los años siguientes…Todas las contribuciones públicas en gran baja…Los
gremios de tratos y fábricas quedaron sin artífices ni oficiales, los campos
sin cultivadores. Y otra larga serie de males, reliquias de tan portentosa
calamidad.”
La ciudad del Señorío, la que fue descrita como Asombro del
Orbe, jamás se recuperó de la epidemia. Sevilla perdió para siempre su
esplendor como una de las capitales más
bulliciosas y pujantes del mundo. Como prueba, no será hasta 1900 cuando
recupere la perdida cifra de los 150.000 habitantes.
En boca de Ortiz de Zúñiga, nos encontramos ante “…el más trágico suceso que ha tenido
Sevilla.”
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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