sábado, 23 de noviembre de 2013

CINCUENTA AÑOS DE LA CAÍDA DE CAMELOT.

Pocos han sido los acontecimientos que a lo largo de la Historia han sobrellevado tan bien el paso de los años. Cincuenta años después de la muerte de JFK, lo cierto es que obviamente no solo el hecho de su muerte, sino esencialmente la manera en que ésta vino a producirse, redefinen, año tras año, un escenario en el que las teorías de toda índole no solo se repiten, evolucionan o incluso se ven superadas por otras de renovado calibre (tal y como pasa con la expuesta en 2003 por el abogado Bar McClellan, según la cual detrás del asesinato está nada más y nada menos que el vicepresidente Lyndon B.Johnson); sino que para desgracia nunca tanto de propios como de extraños, lo cierto es que cada vez la mera concepción de la Teoría de la Conspiración, adquiere no solo adeptos, sino fundamentalmente visos de crédito.

En la base de semejante condicionante, y probablemente registrado como uno de sus más importantes ingredientes, se sitúa aquello que convierte al hecho en uno de los más atractivos de la Historia a la hora de hacer del mismo un acontecimiento internacional a saber, el comprobar año tras año cómo el grado de verosimilitud de las teorías aumenta de manera directamente proporcional a como lo hace la constatación del hecho de que absoluta ausencia de pruebas en cualquier dirección, termina por devolvernos una vez más a la casilla de salida proporcionándonos con ello poco más que el placer de haber ayudado a aumentar si cabe el grado de simbolismo de uno de los acontecimientos más sugerentes de la Historia, entonces además de acontecer en uno de los países que atesora, pese a quien pese, una de las Historias más cortas de la Humanidad.

Y ha de ser necesariamente desde ahí desde donde precisamente planteemos nuestro acercamiento no tanto a la muerte de Kennedy, como sí al largo y provechoso protocolo que acabó alzándolo como Presidente de los Estados Unidos, al menos hasta la mañana de aquél veintidós de noviembre de hace ahora cincuenta años.

Constituyen tanto la genealogía como la propia génesis de la Familia Kennedy un concepto propio y a la sazón de tamaña importancia, que de no ser tan alargada la sombra del hecho conmemorado, sin duda nos hallaríamos ante uno de los acontecimientos más importantes, cuando no transcendentales, de cuantos jalonan el insisto, escaso bagaje histórico de la por otro lado tan orgullosa nación.
Aprovechando la licencia que hoy nos hemos otorgado para ello, y en vista de la constatación más que evidente de que en el caso de pensar que participando en otra más de las múltiples y sesudas disquisiciones que a la postre se han generado, seremos capaces de aportar algo enriquecedor, no haremos sino perder clamorosamente el tiempo; lo cierto es que el objetivo que nos hemos marcado hoy pasa por aportar algo no tanto en lo concerniente al asunto aparentemente central,  como sí no obstante al contexto que rodea todo el entramado.

Situamos así el origen de JFK en el desencanto propio no tanto de los que hacen de los Estados Unidos el receptáculo de sus sueños; como sí de los que se ven obligados a desembarcar en cualquiera de los puertos de ese país.
Procedentes no tanto de Irlanda, como sí portadores del mensaje subjetivo que acompaña a cuantos huyeron a finales del XIX de la Irlanda más terrible. El que sería patriarca de la rama americana de los Kennedy, Patrick Joseph Kennedy, se asienta en los Estados Unidos de 1848 en un momento en el que tales precedentes, tal currículum, solo puede servir para ser destinado a morir en la primera línea de una Guerra Civil; o para hacerlo a cámara lenta en uno de los pelotones de carga física destinados a concebir las obras públicas encargadas d restablecer aquello que fue destruido por los anteriores.

Ante semejante panorámica, resulta comprensible la dificultas implícita que puede derivarse a la hora de tratar de comprender el proceso que llevó al clan a convertirse en uno de los más influyentes de la Historia del Mundo y, sin ninguna duda de cuantos han transitado por el panorama político de Usa, al que han permanecido adosados de una manera o de otra durante setenta años, lo que supone en términos cuantitativos más de la cuarta parte de la Historia del país; situándose precisamente en torno a la mejor época al respecto precisamente la desarrollada por JFK como Presidente.

Mas si en pos de lograr no tanto una comprensión, como sí una aproximación más adecuada, referimos que el plan diseñado por el abuelo de JFK pasaba expresamente por la instauración de una Dinastía cuyo precepto pasaba de manera evidente por conducirse frente tanto a los americanos, como por supuesto respecto a todos los que tuvieran a bien mirar o preguntar, como una verdadera familia real americana.

Se trataba de encumbrar a la Familia Kennedy al elenco de lo que constituiría el primer paso de la verdadera Familia Real Americana.

Si bien es cierto que el abuelo creyó verdaderamente en el concepto de establecer una dinastía de gobernantes, en la que de hecho los respectivos descendientes irían heredando el cargo, primero con su hijo, a la sazón el padre de JFK, en un proceso que bien podría haberse extendido de manera eficaz por el tiempo (no en vano y pese al estrépito del fracaso, los Kennedy han estado directamente ligados a la política americana hasta 2009); lo cierto es que la idea no es, verdaderamente nueva ni el intento constituye algo verdaderamente original.
Así, según un documento que pocos parecen conocer, a la par que entre aquellos que lo conocen, suscita una especie de asco reverencial, lo cierto es que “…así que una vez acabada la Guerra, un rumor corría por los cuarteles del Ejército Continental. Tras la victoria ¿por qué no hacer rey a su jefe? Muchas veces un caudillo conquistador había recibido la corona de manos de sus guerreros; si el general Washington había vencido a Jorge III de Inglaterra, justo sería proclamarlo Jorge I de América…”
Lejos de aminorar su intensidad por hallarse en un punto aparentemente opuesto a cuantos parecían conformar la génesis de los Estados Unidos, lo cierto es que la propuesta fue ganando poco a poco y en principio sin parecer buscarlo adeptos, hasta el punto de llegar a la capa Ilustrada que conformaba el aparente orgullo teórico de la incipiente nación. Así, cuando el coronel Lewis Nicola, a la sazón fundador de la American Philosophical Society escribió la Carta de Newburgh (22 de mayo de 1782), verdadero germen de la teoría en pos de la instauración de una auténtica monarquía constitucional para los Estados Unidos con George Washington a la cabeza, lo cierto es que la oferta fracasó sencillamente por lo airada de la reacción del mismo propuesto. La oferta le resultaba tan embarazosa como rechazable, suponiendo su negativa “la muerte de una idea monárquica para Estados Unidos.” ¿O no?

Lejos de importarnos si el abuelo Kennedy era o no conocedor de semejantes antecedentes históricos, los cuales en cualquier caso lejos de quitar autoridad a sus pretensiones, en realidad no hacían sino incrementarla al revestir, al menos en apariencia, con una pátina de autoridad un argumento que de otra manera hubiera parecido poco menos que chusco para la mayoría.
Mas en cualquier caso, a lo que tales disquisiciones sí parecieron afectar fue al otro proceso aparentemente complementario pero, evidentemente en realidad tan importante, el que pasaba por la conformación de una Nobleza Americana.

Una vez abandonado el objetivo de la creación de una verdadera Casa Real Americana, la supremacía del proyecto Dinastía Kennedy pasaba ahora de manera inexorable por la recreación de un modelo de Burguesía Americana con el cual reproducir sin escrúpulo ni miramiento alguno, los vicios del gemelo sito en el Viejo Continente.
Con la vista siempre puesta en el trauma que supone la ausencia de verdadera historia, Patrick J. Kennedy apostará entonces por la segunda vía, a saber la que pasa, según el modelo europeo, por generar una verdadera burguesía que, como ocurriera en Europa se encuentre así mismo traumatizada desde su genética bien por la carencia, o bien por la pérdida, de los valores propios de la sangre azul. Así, siguiendo literalmente los preceptos referidos y dictados desde la Historia de Europa, JFK se habrá de casar con una heredera de lo que en USA llamaban “de dineros viejos”, la cual vendría a hacer las veces del hidalgo empobrecido que hubiera sido lo propio, de habernos encontrado en Europa.

Y fue Jaqueline Bouvier la elegida para tal misión. Heredera de una aristocracia que en Estados Unidos se traducía en “dinero viejo”, su familia dilapidó una fortuna sin que ello impidiera a Jackie vivir en una mansión con más de veinte sirvientes.
Ya en su primer año en la Casa Blanca dio muestras de su gran capacidad, gastando más de cien mil dólares, algo que nadie había ni tan siquiera soñado. Pero ese era el precio que la reina ponía entre cosas, para aguantar las cada vez más numerosas y evidentes infidelidades de un JFK que ponía de manifiesto su grave enfermedad sexual.

Pero ése era otro de los precios que había que pagar en pos de mantener vivo El Sueño del Nuevo Camelot.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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