Parece hoy un día propicio para abandonar, aunque tan solo
sea por un instante, la senda histórica, y por ello quién sabe si excesivamente
estricta en la que tal vez llevemos demasiado tiempo instalados para no
obstante, explorar de manera no menos rigurosa, otros caminos que, a la sazón,
pueden igualmente aportarnos consideraciones tanto o quién sabe si incluso más
jugosas.
Es así pues que, convencidos hoy de lo verosímil que puede
resultar abandonar la senda de lo conocido, no será menos cierto que semejante
traición habrá de ser llevada a cabo en pos de lugares que de forma perentoria
hayan de resultar tan, si no más interesantes que aquéllos que por otro lado
abandonamos. Lugares en los que por ejemplo la Filosofía, cuando no la
Religión, o incluso una combinación equilibrada de ambos; vengan a sustituir
como decimos a las exposiciones que han
venido a configurar el territorio en el cual venimos moviéndonos.
Azuzados de manera evidente por el reto que tales
afirmaciones constituyen, es así que pocos temas pueden resultar hoy no solo
atractivos, sino incluso correcta y
contextualmente traídos a colación, como el que se suscita en torno al
Tiempo, y sobre todo en relación a las consideraciones que siempre han regido
los vínculos entre el Hombre, y el propio Tiempo.
Afrontar las múltiples consideraciones que afecta al Tiempo,
y más concretamente a las que se generan
una vez que lo vinculamos inexorablemente al Hombre, abren ante nosotros una
gama de situaciones, cuando no de circunstancias, e incluso de sensaciones,
cuyo enorme capital nos sirve para hacernos una idea bastante aproximada de las
más que notorias acepciones que el tema tiene.
¿Existe el Tiempo? De ser así, ¿qué es? ¿Puede ser
concebido, o incluso experimentado, de manera ajena al Hombre?
Constituyen todas estas preguntas cuya respuesta no será
buscada hoy, ni por supuesto a través de esta sencilla aproximación. Más bien
al contrario, el objetivo de la misma quedará sobradamente cumplido si
logramos, no obstante, poner de manifiesto una vía más desde la que seguir
sometiendo a cuestión una más de esas múltiples cuestiones cuya permanencia se
debe tan solo muchas veces a la falta de motivos para preguntarse al respecto
de la misma.
Ateniéndonos al Tiempo, quién sabe si como realidad, lo
cierto es que poco podemos decir al respecto.
Acudiendo a la Filosofía como único elemento competente a la
hora de analizar consideraciones tan etimológicamente abstractas, lo cierto es
que lo único que podemos decir del mismo, es que más allá de que posea o no naturaleza, lo cierto es que solo parece
tener sentido, cuando no abierta explicación, en virtud o en base al cúmulo de sensaciones que trae, vinculados siempre y
en exclusiva al propio Hombre. Podríamos así concluir que el Tiempo solo
existe en la medida en que su paso causa emociones en el Hombre, emociones que,
ahora sí objetivamente, se traducen en cambios.
Porque sin el menor género de dudas, he ahí la verdadera conceptualización del Tiempo, la que
procede de la experimentación directa de los cambios que en toda realidad se observan, y que parecen estar
inherentemente ligados al mismo, o más concretamente a su inexorable
transcurrir.
Y es ahí donde hemos de redundar, en el hecho de que muy
probablemente, no sea el Tiempo per sé lo
que se digno de consideración, sino más bien su inexorable transitar, y las
consecuencias que el mismo traen para el Hombre.
Acudiendo finalmente a la Filosofía, redundaremos
manifiestamente en el hecho fácilmente constatable en base al cual el Tiempo y
su transitar (el devenir), se convierten en el centro de las consideraciones al
respecto desde los Presocráticos, habiendo
de ser Nietzsche quien a priori
cierre la disquisición; poniendo por supuesto por en medio todas las
consideraciones que al respecto La
Escolástica, y sus “Filósofos Cristianos” tuvieron a bien llevar a cabo.
Será así el Tiempo, y más concretamente su traducción
física, el ya mencionado devenir, lo
que constituya la gran aportación que determine el triunfo del Logos respecto del Mito, desde el Siglo
VI a.C. hasta la definitiva constatación del dilema consagrado en la lucha sostenida entre Platón y
Aristóteles.
Se traduce la mencionada lucha en la ingente lista de
aseveraciones que surgen en torno a la disquisición capital entendida como la
cuestión de si es el estatismo, o por el contrario el movimiento, lo que
concita el estado natural del Universo, y
por ende de los entes que le son propios.
Esta lucha, que en esencia redunda en todo lo que vendrá a
separar para siempre y a la sazón de manera irreconciliable a las dos grandes
escuelas filosóficas, se resume de manera simple en el sometimiento de la
cuestión evidente planteada en forma sencilla en base a la cual la realidad de
todas las cosas puede ser fija, en
cuyo caso conceptos como el de eternidad,
permanencia, infinito etc no solo tendrán sentido, sino que se revelarían
como los acertados; enfrentados por oposición franca en materia dialéctica a
otros tales como cambio, devenir, fin…los
cuales como es obvio, se oponen de manera absoluta,
resultando pues imposible, cualquier atisbo o intento de reconciliación.
Acabamos de poner sobre la mesa, de manera casi casual,
elementos que por sí mismos se bastan y se sobran para relatar la que sin duda
constituye una de las más impresionantes, brillantes y a la sazón imposibles,
de todas las confrontaciones conceptuales sobre las que es posible teorizar.
Constituye, a grandes rasgos, el campo de batalla en el que se enfrentan las
dos grandes escuelas sobre cuya
materia resulta casi imposible no tener opinión. Hablamos del enfrentamiento
entre Escuela Racionalista, y Escuela Empirista.
Convergen en la Escuela Racionalista
todos y cada uno de los conceptos elevados a su grado sumo. Y es ahí ya donde
podemos comenzar a intuir los visos por los que ésta se mueve ya que, la perfección, en tanto que tal
solo puede obedecer a una teorización. De ahí que la escuela en cuestión maneje
y se mueva exclusivamente en términos de Ideas
“El Pensamiento piensa Ideas.”
Por el contrario, la Escuela Empirista
juega al otro lado, al lado expreso de la Realidad, entendida como la que
responde a la constatación directa a través del juicio crítico que de la misma
hacen en cada instante los sentidos.
Se trata así pues del análisis eminentemente práctico de realidades en tanto que tal esto es, que responde
de forma específica y rigurosa a las consideraciones que desde la constatación
de su naturaleza podemos hacer desde la vinculación que nuestros sentidos
proporcionan.
Como podemos constatar de manera sencilla, una más de las
múltiples batallas que ambas consideraciones por contrapuestas mantienen, se
basa en la distinta consideración que el Tiempo así como las distintas
fenomenologías que le están asociadas, merecen de cara a cómo afecta a los
principios de una y otra consideración.
Así, en términos propios tan solo a los protocolos de la
formulación teórica (la singular naturaleza del ente nos lleva a aceptar el
proceder) los racionalistas hablarán del Tiempo en forma de realidad estática.
Una realidad asociada al infinito, a la eternidad, como elemento paralelamente
surgido a la hora de interpretar la preconización que a tal respecto la perfección como permanente búsqueda
tiene para el racionalista.
Puestos ahora del lado de los empiristas, recogemos una
consideración en la que lejos de discutir la consideración teórica
anteriormente reflejada, lo que hacemos es más bien preconizar su valor en otra
dirección. En este caso, no es el concepto de Tiempo lo que ha de entretener
nuestra disposición sino que ésta ha de centrarse en las consecuencias que el
transitar del mismo tiene para todas las realidades, y a cuya manifestación
asistimos por medio de la observación de los cambios que en apariencia asociados al mismo, se observan en todas las realidades.
Observamos así en definitiva que no es al respecto de la
existencia o no del tiempo, lo que suscita en este caso el enfrentamiento. El
mencionado viene más bien vinculado a la valoración de las consecuencias que
para el contexto trae su aceptación o no.
Resumimos así pues en la posible condición de relativo, de un concepto por otro lado
tan vinculante como es el del Tiempo, donde apoyamos la presente disquisición
en base a la constatación dialéctica que al respecto tal eficazmente han
descrito los postulados que a tenor manifiestan
Racionalistas y Empiristas.
Mas sin abandonar del todo el marcado atractivo que la
mencionada confrontación merece, lo cierto es que sí nos llevaría una eternidad dilucidar un vencedor, a
la vista de lo equilibrado de los argumentos de ambos contendientes.
Aceptando así el
arbitraje de un tercer elemento destinado si no a desempatar, si cuando
menos a añadir más luz a la consideración; promoveremos activamente la
integración de un tercero en discordia
que nos ayude cuando menos a aportar luz a lo expuesto.
Habrá de ser ese tercero, sin duda una realidad de marcada
talla a la vista del grado de los contendientes ante los que se libran espadas. Es así que, no tras
poco dilucidar, se nos antoja la Religión como único elemento con verdadero
nivel para hablar al respecto.
Bastará paradójicamente
con un instante, para comprobar la manifiesta vinculación que no obstante
ha existido siempre entre La Iglesia, y el Tiempo. En términos Cristianos viene
siendo la Iglesia, desde el Concilio de Nicea, la que viene fijando el modus, así como las causas que rigen
la manera de ordenar el Tiempo, así como las maneras mediante las que nos
comportamos respecto del mencionado Tiempo. En otras palabras es a la Iglesia a
la que le corresponde manifestarse respecto del calendario, y de las
modificaciones que al respecto serán propias.
En términos históricos data el actual calendario gregoriano para más seña, de finales del
Siglo XV. Vino éste a sustituir a su predecesor, el calendario juliano, que viene de la época pre-cristiana, concretamente
del 46 a .C.
Formulada la cuestión en relación a los motivos que pueden
justificar su cambio, y más concretamente los desórdenes que la misma sin duda
hubieron de causar; nos encontramos con la explicación oficial en base a la
cual era la formulación del juliano propenso a los desfases, toda vez que se regía de manera franca por el aparente
movimiento del Sol, lo que demuestra su vinculación directa con culturas
eminentemente solares como la egipcia.
Estos desfases, computados
desde el mencionado II Concilio de Nicea, acontecido en el 325, acumulaban un
total de 20 días objetivos allá para 1582, momento de su implantación, a saber
como una de las constataciones del Concilio
de Trento.
Sin embargo, cabe otra explicación.
Acudimos en pos de la misma a Nicolás COPÉRNICO. Uno de los
más grandes entre los grandes. Astrónomo, científico ante todo, Copérnico se
enmarca dentro de esa gran categoría de Hombres que impulsados por el genio que
impulsó el Renacimiento, vinieron a revolucionar el mundo. Y lo revolucionó,
vaya si lo hizo. No en vano una de sus obras más influyentes, De revolutionibus orbium coelestiun revoluciona
para siempre la manera de concebir el Universo, y por ende los posicionamientos
del Hombre frente a éste, y por ende frente al propio Hombre, consolidando con
ello la base de la revolución conceptual que más tarde los ilustrados impulsarán dando paso al Giro Copernicano-Kantiano.
Será así que en uno de los capítulos finales, COPÉRNICO
habla de la posibilidad de que un astro pueda chocar contra la Tierra,
provocando con ello una sucesión de cataclismos terribles a los que el planeta
no podría imponerse. Se trataría pues del Apocalipsis.
Y no contento con ello, el autor pone fecha a tal evento: trece de octubre de
1582.
Conocedor de las terribles consecuencias que tales
afirmaciones traerían para su persona, que difícilmente se salvaría de la
hoguera al ser fácilmente declinables como
constitutivas de herejía, no en vano niegan la posibilidad del anunciado
Juicio Final ya que tal y como se
comprende, la absoluta destrucción mataría por igual a justos y a pecadores; lo cierto es que COPÉRNICO entrega su obra a
un amigo impresor polaco, al que ordena que proceda con la impresión de la
misma inmediatamente después de su muerte, que acontece en 1543.
Cien serán los ejemplares que se publiquen y que
constituirán la pesadilla de la Iglesia, que se servirá de todos los medios
posibles para perseguirla por toda Europa, en sus diversos centros de
conocimiento.
El último ejemplar se dice estuvo en Salamanca, en manos de
un joven y ambicioso alumno de Teología quien después de un viaje a Roma volvió
convertido en Obispo, si bien no vivió mucho para disfrutar tal hecho.
Pero el peligro era terrible. Todo el Edificio de la Iglesia se fundamentaba en el Santo Temor a Dios, el cual se vincula a la posibilidad de erigir
al mismo como fuente de la
Justicia Suprema y…¿dónde queda ésta si Dios destruye a todos
por igual?
Es entonces cuando surge la idea genial: “Si no podemos evitar que el hecho acontezca,
hagamos desaparecer el día en el que, supuestamente éste ha de acontecer.”
El calendario juliano, acumula desde el año 325, año del
Concilio de Nicea, más de 12 días de desfase. La causa, en el mismo se fija
como fundamental el equilibrio de las fechas
con vinculación litúrgica, usando el plenilunio y la Pascua como
referencia. Aquél año tales hechos coinciden el 21 de marzo pero, para 1582
¡nos vamos al 11 de marzo! Para ello los romanos elaboran un calendario
paralelo, de marcado carácter civil, llamado calendario romano como tal.
En consecuencia, la situación parece difícil de aprovechar.
Hay que hacer desaparecer el fatídico trece, ¿os suena? Lo cierto es que para
reducir el margen de error, fueron veinte y no diez los días que
desaparecieron. Así, el mundo se acostó el jueves juliano 4 de octubre, y
amaneció en el viernes gregoriano a 16 de octubre.
Y esa es la historia de los once días de octubre.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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