Muchas son las ocasiones, especialmente en Historia, en las
que por diversas circunstancias, bien pudiendo ser éstas de mero carácter
formal, o incluso por estar dotadas de
un grado de voluntad mayor, que acudimos a los tópicos en pos de encontrar,
quién sabe, si reforzamiento sobre el que apuntalar un argumento a priori susceptible
de ser cuestionado, o incluso constatar por medio del mismo el grado de
consenso que sobre una determinada opinión o mensaje pueden tener aquéllos que
nos rodean, o de cualquier otra manera permanecen de nuestro mensaje.
Todo es así que de producirse de semejante manera, en la
Historia casi mejor que en ninguna otra disciplina, se es propenso a las
aseveraciones en base a la pormenorizada lógica. Así, no resulta para nada
complicado referirnos en este precioso instante a aseveraciones del calibre de “…así todos eran necesarios, mas nadie resultó
en sí mismo imprescindible.”
Una vez expuesta la tesitura de arranque, sometemos a tal la
consideración de semejante hecho, aplicado a la figura, por ejemplo, de aquél
que constituye en el día de hoy, el carácter fundamental de nuestras reflexiones.
Así, a título meramente expositivo, bien podríamos decir
que, sin el menor género de dudas, una excepción a la máxima defendida hasta el momento, bien
podría pasar por las que afectan a personas o hechos sin los cuales, por
ejemplo, resulta poco menos que imposible explicarse, o llegar tan siquiera a
considerar tanto las formas como los fondos en base a los cuales se han
producido, digamos que determinados periodos históricos.
Es así que, a estas alturas, es más que probable que muchos
estarán de acuerdo conmigo en lo complicado, por no decir imposible que resulta
explicar, cuando no comprender el siglo XIX sin la aportación de NAPOLEÓN.
A título de mera reflexión, convergen en NAPOLEÓN muchos,
por no decir manifiestamente todos de los requerimientos que se pueden por ende
exigir a toda figura cuando no incluso periodo, propenso de ser conceptualizado
como de histórico. Es la de Napoleón una figura
absolutamente definible, que posee por ello concepto propio, y sobre la que
procede en consecuencia la escenificación de una serie de preceptos previsibles
toda vez que el coeficiente de realidad que alberga el personaje le llevan a
permitir todo un ejercicio de previsión basado en la gran cantidad de datos que
del mismo se disponen.
Será precisamente esta riqueza en referencias biográficas
constatables además en multitud de fuentes propias y ajenas, la que dota al
personaje de una condición de la que otras leyendas
carecen, cual es la de la credibilidad; y todo ello sin deteriorar un ápice
tal condición de Héroe Legendario. Más
bien, me atrevería yo a decir que incrementándola ya que, de cualquier otra
manera, ¿alguien se ve de verdad con el ánimo suficiente como para someter a la
figura al juicio de los tiempos?
Resulta así pues absolutamente coherente que sea en su
biografía, donde precisamente naveguemos en pos precisamente de esos datos,
dotados todos ellos de un marcado
carácter vital, donde hallemos sin resquemor los preceptos y las bases que
nos permitan concebir con presteza los aspectos a partir de los cuales juzgar,
terminando por consolidar en una la tesis procedente de la dialéctica que se
resume en la confrontación de sendas posibilidades manifiestas: ¿Héroe o
villano?
Escenificamos pues las excelencias de semejante pretensión,
y nos encontramos así pues con la
necesidad de delimitar rápido, y de manera inequívoca los principios desde los
cuales juzgar con imparcialidad el grado de pertenencia a los caracteres
anteriores. Acudimos así pues, en buena lid, a buscar en los griegos y en las
genealogías que éstos promovieron las premisas que nos lleven a albergar la
esperanza de poder constatar con una mínima solvencia los parámetros desde los
que emitir cuando menos un principio de constatación.
Resulta así pues el héroe, toda una suerte de figura esencialmente
romántica, que lleva por ende sus motivaciones a la esencia de sus actos,
preconizando con ello abiertamente los vínculos que se establecen entre aquello
que es deseable, y aquello que por otro lado es justo. Es así pues el héroe una
figura esencialmente virtuosa, unida por relación esencial a la permanencia, y
que en definitiva se halla ligada, yo diría que abiertamente desde su génesis,
al dogmatismo propio de la eternidad.
Nos queda así por toda la suerte del villano. Escapando de
la condescendencia premonitoria de constatar sus atributos mediante un mero
ejercicio de oposición; lo cierto es que el villano presenta una riqueza
semántica que rápidamente nos hace agradecer encarecidamente el haber huido
voluntariamente del mero reduccionismo que se nos proponía para no obstante,
hacernos fuertes en una de las virtudes más importantes de cuantas podemos hoy
conciliar en esta breve aportación, cual es la de la prestancia al cambio, al
dinamismo y en última instancia a la permanente
sensación de revolución necesaria, que siempre albergó Napoleón.
Cambio y revolución, preceptos en tanto que superan por
composición la mera consideración de conceptos y que por medio de extraños
escorzos, se consolidan en el en apariencia paradigmático escenario que proporciona
la siempre presente idea de imperio que
en el caso de Napoleón, siempre constituirá el último y por ende el mayor de
sus anhelos.
¿Cómo lograr, así pues, consolidar de manera solvente y en
la misma descripción términos tan opuestos como los mencionados? Pues
inexorablemente, buscando donde los haya preceptos que nos permitan albergar
esperanza de tender puentes que efectivamente unan, más que separen.
Es ahí pues, precisamente, donde habemos de acudir
necesariamente al Romanticismo. El Romanticismo como fuente y precursor no solo
de un contexto ideológico cuando no político dentro del cual convertir aunque
no sea más que en meramente viables la
amalgama de realidades que estamos delimitando; sino del Romanticismo como
verdadero agente que supera por ende la mera función de observador, para
participar de manera abierta en la elaboración, ejecución y consolidación de
los planes del genio al que hoy sometemos a consideración, esperamos que desde
una perspectiva diferente y por qué no, innovadora.
Resulta así pues Napoleón la eterna figura en la que
constatar tanto los vicios como las virtudes, y todo ello en el grado sumo,
desde las que tan solo puede conciliarse la observancia a ultranza de un resultado del Siglo XIX Romántico.
Una permanente dualidad, capaz de desarrollar las mayores
batallas, desde la constatación expresa de que la más truculenta de todas se
libra dentro de él mismo.
Un Héroe Romántico que
responde con ello a nuestra cuestión inicial, albergando en su seno cualidades,
vicios y certezas; propensas en cualquier caso a consolidar todas las dudas, a
la par que ninguna certeza, dejando con ello y una vez más abierto, el denso
espacio de las especulaciones.
Una figura categóricamente contradictoria, fruto como todos
de su tiempo, no en vano se trata directamente de un producto de la
Revolución Francesa , que logra no obstante reinventarse, acudiendo precisamente a
su esencia romántica en pos de las composiciones que le permitan consolidar a
partir de las contradicciones propias, un escenario desde el que hace creíble,
cuando no incluso viable, su sueño.
Un sueño del que como ocurre en todos los casos, resulta
imprescindible despertar. Y despertar en este caso no solo a la realidad, sino
a una realidad especialmente cruel, cual es la que se escenifica en la derrota.
Una derrota, la acontecida en la Batalla de Las Naciones, de la que se acaban de cumplir doscientos
años precisamente esta pasada semana y que, de manera congruente, nos lleva a
consolidar el carácter de mitológico de todo lo que hasta el momento hemos
dicho en tanto que resulta curioso el comprobar la manera mediante la que
incluso la conmemoración de lo que de
facto fue una derrota, puede en realidad convertirse en el mejor de los
testigos de cara a conceptualizar una grandeza.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario