Ajenos por completo a concepciones metafísicas, y por
supuesto apartado de manera absolutamente voluntaria de cuantas percepciones,
ya sean interesadas o no, han podido hacerse a tal respecto; lo cierto es que
ni podemos ni debemos dejar escapar la oportunidad de hablar de la Música (en tanto que tal), toda vez que en este caso
nada más y nada menos que la Tradición Cristiana es la designada para poner ante
nosotros una magnífica ocasión.
Sin entrar en controversia, lo cierto es que muchos son los
aspectos que tienen en común La Música y La Religión. De entrada,
ambos se erigen en un rebuscado formato de respuesta
elaborada a cuestiones que, vistas desde el punto de vista antropológico
bien pueden en realidad verse afectas por un parecido campo semántico. No en vano, Música y Religión han convivido
coherentemente durante siglos; dando pie, de hecho, a una de las simbiosis más
fructíferas de cuantas en el derredor del Ser Humano se conocen.
Es así que, retomando la línea anteriormente citada, ambas
realidades comparten elementos en común, elementos que, de hecho, acaban por
configurar un campo semántico selecto, toda vez que no ya solo en lo
concerniente a la realidad que suponen, sino incluso considerado a partir de la
enumeración de elementos que movilizan para lograr la satisfacción de tal
demanda, configuran por sí solos un ente verdaderamente variopinto, a la par
que excepcional.
Se configura la Religión como una suerte de proceder que,
una vez superado su concepto protocolario esto es, retrocediendo a sus orígenes
(a los tiempos en los que el cómo no
importaba tanto), está destinada a configurar en primer lugar el formato por
mediación del cual hacer comprensibles muchas de las preguntas que referidas en
la mayoría de ocasiones a la condición de excepcionalidad en la que se mueve el
Hombre, llegaran a hacer cuando menos comprensibles si no las respuestas, sí al menos la elaboración
de las preguntas.
Considerada hoy pues como un menester, la Religión se
constituye en un manual de instrucciones que tomadas en consideración siquiera
desde su concepción antropológica (esto es, desposeída de cualquier atributo
metafísico), es por sí sola lo suficientemente rebuscado, o si se prefiere antinatural, que a priori conforma un
proceder cuyo largo cúmulo bien podría quedar definido dentro de un solo
concepto: inaccesible para la mayoría.
Unamos pues a tal condición, la certeza en la que se
constituye el constatar cómo a lo largo de los tiempos el común denominador que
une a los llamados a recibir el don de la
Gracia de Dios pasa no ya por la ignorancia
en tanto que concepto, sino que más bien y por ello peor, se fundamenta en
la consagración del componente procedimental de ésta, a saber el analfabetismo, y conformaremos con
ello una ecuación en la que el menester destinado a despejar elementos a un
lado y a otro de la igualdad, ha tenido ocupado al Hombre a lo largo de los
últimos dos milenios.
En cualquier caso, dar por sentado que el vínculo que
durante tantos siglos ha mantenido unido un binomio tan fuerte como el
conformado entre Religión y Música, apuntala su coherencia en algo tan banal
como a la larga es el utilitarismo resulta,
necesariamente, proceder de manera muy superficial.
La Música responde, como la Religión, a cuestiones
antropológicas. Dicho de otro modo, visto tanto desde el punto de vista
excepcional que en lo concerniente a habilidades humanas constituye la Música;
como transcendiendo el razonamiento a lo que configura la conformación de tales
realidades, la Música, en tanto que capacidad, se erige en una realidad llamada
a denotar en el Hombre una suerte de características que, ya sea valoradas de
manera analítica, y por supuesto si lo hacemos desde un punto de vista
integrador, revelan en el Hombre una suerte de peculiaridad llamada a
convertirlo en excepcional.
Afirmamos así pues que ya sea entendida de modo
individualizado, la Música como capacidad; o desde la percepción que su
carácter integrador nos ofrece, la Música como interpretación del mundo; el
Hombre queda definitivamente enriquecido hasta unos extremos incuestionables
una vez que como Hombres somos conscientes de tal circunstancia.
Se convierte así pues la Música en el elemento
característico por el que toda expresión llevada a cabo por el Hombre, adquiere
una dimensión significativa en sí mismo. Esto no significa que el resto de
medios empleados por el Hombre hasta este momento, o en los que estén
destinados a venir, hayan de ser considerados potencialmente como mejor o peor
considerados para poder llevar a cabo la misión que les ha sido encomendada. Lo
que pretendemos decir es que en lo concerniente a expresividad, en lo atinente
a promover en el receptor la formación o modificación de sentimientos y
emociones la Música alcanza, sin el menor género de dudas, cotas difícilmente
igualables por el resto de los llamados a proceder.
En lo concerniente a la cuestión sobre el porqué de tal
realidad; solo una consideración a tal respecto cabe. La Música no se ve
afectada por la Razón, es por ello que no está afectada por cuestiones previas, tal y como cabría
esperar de cualquier otro elemento, sujeto por definición a las reglas que
determinan el protocolo racional. Más bien al contrario, la Música solo se
percibe. Nuestra mente, última responsable en definitiva, sitúa en un plano
netamente emotivo el concerniente al menester de recibir y transitar por el
cúmulo de emotividades al que el disfrute de una determinada obra musical bien
puede conducirnos.
Se convierte así pues el goce y disfrute de la experiencia
musical en algo primario, algo en
todo caso ajeno al devenir de la razón, sometido por ello a consideraciones de
rango mucho más pasional.
Por ello, la Música está y ha estado presente en la Historia
del Hombre desde siempre. Tal aseveración, generalmente aceptada, alcanza una
proyección mucho más transcendental cuando ubicamos a la Música en un nivel
superior, aquel que pertenece a los que están llamados a erigirse en
herramientas imprescindibles para comprender al Hombre, ya sea como medio, o
como realidad netamente conformada.
Desde esta percepción, será sencillo entender la existencia
de un nuevo binomio, el que surge de la simbiosis que se da entre Música e
Historia. Copartícipes ambos de realidad humana, Música e Historia convalidarán
juntos cuanto en común tienen a la hora de erigir al Hombre en el ente
destinado a promover primero y a disfrutar después, de los resultados de tan
fructífera unión. Es así que en múltiples ocasiones, sobre todo en aquellas
destinadas a refrendar la comprensión de momentos especialmente complicados, la
Música, gracias a ese componente intrínseco al que ante hemos hecho referencia,
se ha mostrado como especialmente indicada a la hora de hacer comprensible para
el Hombre si no un determinado momento o circunstancia, sí al menos las
esencias llamadas como tal a permanecer, y que por ello resultaba vital que no
dejaran de formar parte a su vez del catálogo destinado a conformar al Hombre.
Desde este punto de vista, la relación entre Música e
Historia no solo resulta obvia, sino que alcanza un plano superior, hasta
erigirse en imprescindible. Se convierte así pues la Música en una herramienta
imprescindible para transitar por el conocimiento de la Historia, a la par que
la Historia reconoce en la Música un aliado que a partir de ese momento será ya
insustituible, toda vez que pone de manifiesto su primor cuando lo que ha de
ser transmitido supera a lo científico, a lo racional, siendo pues por ello
imprescindible la adopción de un punto de vista más emotivo.
En consecuencia, o si se prefiere, a título de conclusión,
la relación entre la Música y el Hombre ha estado siempre presente. La prueba
de tal consideración radica en que el vínculo entre ambos es tan intrínseco
que, en los momentos en los que ponerlo de manifiesto resulta complicado, lo
único que queda demostrado es que la no percepción del mismo obedece en
realidad a que por estar precisamente la Música tan dentro del Hombre, su
percepción es imposible por no poder el presente reproducir el contexto que
circundaba al pasado.
Es pues la Música, la expresión propia del Hombre. Unas
veces integradora, otras excluyente, está llamada a reflejar siempre y con
fidelidad las consideraciones que resultan propias del que está llamado a ser
su gestor; manifestando pues las contradicciones que al propio Hombre le son
propias, y creciendo a partir de la comprensión de las mismas, tal y como el
Hombre hace.
De esta manera, Hombre y Música estarán siempre ligados. No
en vano, entender la Música que es propia de una determinada época, bien puede
ser una adecuada manera de comprender al Hombre que resulta típico de esa
época.
Luis Jonás VEGAS.VELASCO.
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