Vivimos tiempos calamitosos. La afirmación, no por repetida
más certera, amenaza no obstante con hacerse siquiera más dramática a medida
que pasa el tiempo, toda vez que no es sino precisamente ese lento fluir,
traducción lasciva de los vínculos que el Hombre tiene para con el devenir en
tanto que negación de la eternidad, lo
que le hace si cabe más culpable que a cualquier otro de cuantos elementos
pudieran llegar a ser juzgados, si es que alguna vez pudiéramos llegar a ser
conscientes del verdadero calado que nuestros propios actos tienen.
Porque tal vez ser
Hombre no sea complicado. En tanto que esencia, inherentemente vinculada a
la condición aptitudinal, la
exclusión de toda referencia a la conducta moral es inevitable en tanto que no
es de la esencia, como sí más bien de la conducta que de la misma pueda o
llegue a depararse, de la que caben enjuiciarse los hechos (como manifestación
coherente de la aptitud, en tanto que tal).
Por ende, y como se desprende si no de la Lógica, si cuando menos de la que habrá de deparar la presente
reflexión; lo cierto es que serán los actos los llamados a determinar la
conducta de El Hombre. Cierto es que pueden y deben ser, tales actos, juzgados
en consideración y con respeto vinculados al momento en el que los mismos
tuvieron lugar o, cuando menos, atendiendo al momento en el que los mismos
fueron ordenados, si tales pueden demostrarse como resultado o consecuencia de
un proceder sobre el que no cabe discusión, o en su caso sobre el que los
protagonistas han quedado desprovistos de voluntad o de la capacidad para
actuar en consonancia con ésta (como puede quedar puesto de manifiesto en
procederes vinculados por ejemplo, a conductas regidas en tiempos de guerra, o como resultado del devenir de actos cuyo
protocolo responde a estructuras de orden
mayor como, digamos, los vinculados a las estructuras religiosas.)
Así que, si difícil es juzgar
al Hombre, imaginad por un momento la perspicacia que hace falta cuando tal proceder exige ser
llevado a cabo en relación a facetas que bien pueden erigirse en
circunstanciales si las mismas pueden ser consideradas como parte de un
protocolo en el que convergen de manera ineludible un compendio de las
variables hasta el momento aducidas.
Es entonces cuando, si de verdad albergamos siquiera el
deseo de encontrar la razón, o al menos un vestigio de la misma; hemos de
asumir como del todo ineficaces los procedimientos que hasta el momento se han
considerado adecuados para tal menester.
Es entonces, cuando hemos de buscar la esencia del
procedimiento, lo llamado a erigirse en el
denominador común de toda la ecuación y, una vez limitado en esa esencia,
identificar el medio que de manera evidente se haya demostrado como más eficaz
a la hora de llevar a cabo las acciones destinadas a satisfacer la cuestión
objeto.
Puestos a discernir sobre cuál es el elemento unívocamente
presente en toda acción social, antes o después habremos de llegar a la
conclusión que ninguno como el propio Hombre,
cumple a la perfección tal requisito. Y en lo que respecta al proceder por
medio del cual cabe la posibilidad de indagar en su esencia, responsable última
de su acción, sin duda podremos concluir que pocos procederes como precisamente
los procedentes de la utilización de la
Música como catalizador, se han mostrado tan eficaces a la hora de definir
estrategias que, pergeñadas por el Hombre, hacían de lo reflexivo la norma
básica en tanto que no es sino la comprensión del propio Hombre, el objeto
perseguido.
Declarado pues el valor de la Música como instrumento
llamado a librar la valía de la sociedad en la que se halla implícita; podremos
deducir que las obras en consonancia devengadas bien pueden ser reflejo de los
valores que priman en cada sociedad. no en vano, uno de los escasos elementos
que se han transmitido de forma irrevocable a lo largo de la Historia pasa por
la constatación de que solo lo que resulta importante, obtiene patente para ser
conservado. Siguiendo tal razonamiento, la Música propia de cada época,
descrita a partir de algo más que el sumatorio que procedería de la aliteración
de obras vinculadas a tal o cual periodo, sería suficiente para describir o al
menos denotar, la valía de un periodo y por extensión el de los hombres llamados
a conformarlo.
Acostumbrados a asumir éste y parecidos argumentos cuando
los mismos reposan en el mullido colchón que proporciona la distancia histórica
respecto del momento al que afectan, la responsabilidad se dispara en grado
exponencial cuando la referencia es no ya cercana, sino manifiestamente
contemporánea. Dicho de otra manera, si tanto Bach como Mozart pueden resultar
claves para entender sus respectivos periodos, incluso para definirlos;
¿Resulta convincente la adopción del mismo patrón a la hora de considerar
nuestro presente como un ente más inmerso en una proyección temporal? Y de ser
así ¿Quién o quienes estarán capacitados en el futuro para erigirse en patrones
hábiles capaces de describir lo que para nosotros conforma el presente?
Asumiendo que habrá de ser el contexto el que en cada época
nos guíe a la hora de identificar las circunstancias en las que de manera natural se lleve a cabo el
desempeño propio del ser considerado digno de encabezar los procedimientos
descritos; superado el tiempo de la
Orquesta de Cámara, o incluso el de el
Mecenazgo que sobre la misma resulta implícito, no haremos sino llevarnos
la sorpresa de localizar el objeto de nuestra búsqueda hábilmente desdibujado
tras el sutil velo que hoy por hoy oculta la que bien podría ser considerada
como una de las últimas manifestaciones
de mecenazgo. ¿Acaso alguien acierta a describir de otra manera la relación
que entre el cine y la música se ha establecido?
Retornando al desarrollo formalmente adoptado, no
cometeríamos ninguna aberración si erigiésemos al elemento resultante de la
unión entre cine y música, como el llamado a satisfacer el anhelo que hoy nos
perturba. Así, la capacidad de introspección que el cine aporta, ligado a su
característica natural como es la del proceder descriptivo, convierten al cine
en el instrumento sobre el que sin parangón relucen todos los aditamentos
llamados a erigirle en el mejor intérprete de la realidad llamada a
considerarse como nuestra realidad, si
mañana a alguien le resulta interesante.
Aparece entonces casi a hurtadillas, aunque no por ello con
menor sagacidad, el papel que no ya solo como medio, más bien como fin en sí
mismo, desempeña la Música dentro de lo expuesto hasta el momento.
La banda sonora
original, elemento hasta hace poco no solo olvidado, yo diría que incluso
enajenado, emerge en el último cuarto del siglo pasado para convertirse en
mucho más que un elemento complementario. La música, y en especial su potencial
dramático, protagonizan un salto cualitativo de inconmensurables consecuencias
sin la comprensión de las cuales resulta igualmente imposible interpretar de
manera integral el cine que a partir de ese momento se hace.
Y uno de los grandes responsables de tal hecho, es sin duda,
el compositor que hoy erigimos en protagonista de nuestro paseo.
ENNIO MORRICONE, que acaba de cumplir 88 años, es sin duda
uno de los llamados a integrarse en ese olimpo
destinado, como antes lo estuvieron otros, de los llamados a revolucionar
el mundo o, en su defecto, la capacidad que para interpretarlo tenemos.
Si los compositores
clásicos conforman el elenco desde el que podemos aspirar a comprender
nuestro pasado, compositores como MORRICONE se encuentran especialmente
cualificados para determinar los usos y las formas determinantes para comprender
cómo se describe nuestro presente.
Nacido en Roma, el 10 de noviembre de 1928, las vivencias
propias no solo de haber nacido en el denominado Periodo de Entreguerras, como sí más bien las vivencias que la Segunda Guerra
Mundial le proporcionan, conformarán en el por entonces joven
Ennio un perfil arrollador del que sin duda la condición de músico de su padre,
tendrá mucho que decir.
Dotado de una capacidad desbordante para la armonía, dará múltiples ejemplos de la
misma, que pronto le llevarán a destacar, especialmente en interpretación, pero
sobre todo en composición.
En un momento en el que el binomio integrado por cine y
música comienza a ser evidente, habrá de ser primero con la composición de cabeceras para programas de televisión,
con lo que nuestro protagonista se gane la vida.
Pero será de la mano de su amigo Sergio Leone, cuando
protagonice el salto a la BSO.
Leone y Morricone cambiarán todo el concepto que hasta ese
momento se había tenido en relación al western.
Su música dejó de ser considerada un complemento, para pasar a erigirse en
protagonista. Así se comprende de consideraciones tales como la manera mediante
la que resultó el montaje de películas tales como Por un puñado de dólares, o incluso Érase una vez en América.
Sin embargo, es a mi entender con La Misión, con lo que se alcanza el clímax llamado a justificar si
no a convertir en imprescindible todo lo desarrollado hasta este momento.
En una película complicada, estrenada hace ahora justo
treinta años, su director Roland Joffé se
la juega. Y
no merece tal consideración tan solo por el hecho de que las innovaciones
técnicas instauradas en pos de lograr tomas hasta el momento consideradas
imposibles sean por fin llevadas a cabo; ni porque el proyecto vaya ganando en
complejidad a cada minuto que pasa.
Lo hace especialmente por lo delicado del tema histórico a
tratar.
Si como una y cien veces hemos aseverado, el respeto que la
perspectiva nos aporta ha de manifestarse en el devenir propio de no juzgar con
los ojos del presente ni los hechos ni las consecuencias que los mismos
desempeñan toda vez que es el pasado el bien redundante; será la sutileza con
la que el director trata el tema de fondo, a saber las cada vez más tortuosas
relaciones que entre España y Portugal tienen lugar; sobre todo en lo
concerniente al uso y disfrute que tanto a los territorios como a los que allí
habitan, cabe esperarse.
Si bien es ésta una situación que indirectamente pone de
manifiesto una de las grandes incapacidades de las muchas observadas en lo relativo
al reinado de Carlos II rey de España; la misma adquiere toda su relevancia una
vez constatamos que la aplicación del llamado Tratado de Madrid que desde su instauración en 1750 ha venido respondiendo
a las dudas que a tal respecto se suscitan, comienza a mostrarse inútil de cara
a la nueva realidad.
Una nueva realidad que tiene en La Compañía de Jesús, o por ser más concretos en la ambivalencia
por ella demostrada a la hora de saber si su interés, más despierto en acaparar los bienes
terrenales que en forma de territorio y riqueza pueden albergar los Indios Guaraníes, supera o no a la
predisposición que en un principio parece llamada a justificar la presencia en
medio del conflicto a saber, guardar las normas llamadas a salvar lo
inmaterial, lo intangible, en definitiva, el alma.
Y como telón de fondo, la inminente revolución, resultado una vez más del choque inevitable
que en este caso se observa de la flagrante incapacidad que a esas alturas ya
se atisba entre un modelo rancio y obsoleto que se radicaliza para sobrevivir;
y los aires de libertad que llevan a la burguesía
a erigirse en traductores de la nueva fuerza. La fuerza llamada a liberar a
El Viejo Continente de la opresión
del Absolutismo.
En definitiva, Ennio Morricone y LA MISIÓN. Treinta
años han pasado, pero tanto la película como su mensaje, del que su música se
muestra como brillante instigador, siguen neta y absolutamente vivos.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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