Bosque de Compiègne, Francia. Aún es noche cerrada, y la niebla procedente de los ríos Oise y
Aisne, compañera inseparable de los
diplomáticos allí desplazados desde hace varias jornadas se muestra impasible
un día más; convenciendo a los mismos de que el paso del tiempo, cuando se
refiere como algo imperturbable, ejercitado quién sabe si como muestra del
deleite propio de lo dogmático acaba por constituirse en un privilegio al
alcance tan solo de los dioses. Y ellos saben que no lo son, aunque bien visto de titanes sí que podría considerarse la
labor que se les ha encomendado. Pues sobre ellos recae la forma y el fondo
bajo el que se habrán de redactar los
términos del armisticio llamado a poner fin a la que por entonces era aún la Primera Guerra
Mundial.
Europa se desangra. Desde aquel 28 de julio de 1914, momento
en el que se considera formalmente cumplido el protocolo a partir del cual
considerar iniciada la guerra; hasta este 11 de noviembre de 1918, en el que
por fin los cañones están llamados a callar su discurso de muerte; lo único que
ha cambiado es que la tierra del Viejo
Continente se ha visto una vez más cubierta de sangre, la procedente en
este caso de los más de nueve millones de almas que dieron su vida por algo
que, en el mejor de los casos, aceptaron era demasiado complicado siquiera para
ser por ellos comprendido.
Puestos a mirar, y por supuesto no tan solo con los ojos del
presente sino incluso con los propios de aquel momento, lo único que entonces y
ahora está claro es que una vez más, como viene siendo habitual desde que los
procesos históricos merecen tal consideración (lo que se sufraga con que de los
mismos se guarden crónica); Europa se ha acostumbrado, dramáticamente cabría
decirse, a convertirse en el escenario en el que tienen lugar cuantos
acontecimientos están de una manera u otra destinados a resultar
trascendentales, aún cuando tal trascendencia no estuviera llamada a quedar
limitada a los límites que le son propios. ¡Y lo peor del caso es que tales
consideraciones, ya fuera desde el punto de vista de su inicio, o del momento
llamado a conformar sus conclusiones, generalmente se llevaba a cabo desde la
imposición armada!
Sin embargo, el escenario que postula no solo la
conflagración en si misma, como sí más bien la toma en consideración de la
sucesión de acontecimientos llamados en su condición de inconclusa a erigirse
en elemento fundamental de la misma, nos obligan a tomar cada vez más en serio
lo aportado por las tesis que hablan de la Primera Guerra
Mundial como una conclusión;
la conclusión de un proceso que tiene su origen en lo más profundo del concepto europeo, y su tiempo en el
desarrollo de la paz armada, denominación
ampliamente aceptada y que por sí sola puede resumir el ambiente que de una u
otra manera circunscribe toda la naturaleza histórica del siglo XIX.
Enlazando desde luego de manera para nada accidental con las
disposiciones ya tratadas en lo concerniente al fenómeno que constituía en sí
mismo el Sacro Imperio Romano Germánico, será la disolución de éste, que como
dijimos acontece a principios del siglo XIX, concretamente el 6 de agosto de
1806 con la abdicación de Francisco II, lo que por primera vez desde hace casi
un milenio ponga a Europa en la tesitura de tener que hacer frente por sí sola, es decir, huérfana de la
tranquilidad que aporta el saberse imbricado en la maquinaria de estructuras de
carácter por encima de lo nacional; a situaciones que bien podríamos decir
pueden considerarse innovadoras tanto por la magnitud de los elementos
involucrados, como por lo ingente de los medios y recursos puestos en juego.
Porque por primera vez, y ese es sin duda otro de los
elementos fundamentales que han de ser muy tenidos en cuenta; la magnitud
material de los medios y elementos llamados a tomar parte no solo en los
procesos previos, sino por supuesto también en los propiamente llamados a
considerarse tiempos de guerra si es
que la misma llegaba a erigirse en una opción; es de tal calado que un grave
error tanto de concepto como de estrategia habría de ser considerado el que
cometeríamos si nos negásemos a aceptar la importancia de los mismos no solo en
su condición de elementos mediadores, sino considerándose ellos mismos como elementos tomados en consideración como objeto
del hecho beligerante en sí mismo.
Porque si bien no ya el hecho territorial como sí más bien
el propio de la necesidad de mantener vivo el concepto de nación y de espacio vital imprescindible para el sostenimiento de esa
nación (el Lebensraum alemán), se erige sin duda en la causa conceptual llamada a hacer comprensible cuando no a
justificar el conflicto, no es menos cierto que tal consideración se hallaba
implícitamente integrada en la génesis de la ya considerada estructura
supra-nacional, lo que viene a justificar en si mismo la naturaleza del debate.
Con todo y con ello, lo que sin duda merece ser
especialmente tenido en cuenta es el hecho por el cual la original naturaleza
de muchos de esos medios y fines ya comentados, suponen por sí mismos una
novedad de tal calado que resultan inaccesibles tanto desde el punto de vista
de las formas, como por supuesto desde el del fondo, a los medios
convencionales, por definición los preeminentes una vez más para llevar a cabo
la comprensión y posterior toma de decisiones en estos casos.
Como ejemplo de lo mentado, basta con echar un vistazo a lo
desafortunado que de llegar a darse, podría resultar el diálogo entre los
representantes de una vieja economía, y los agentes activos llamados a
desarrollar una suerte de revolución
llamada a imponer en Europa una nueva forma de economía basada en la
implementación de una sin duda incipiente tecnología, la cual, estando aún
en pañales, se bastaba y se sobraba por sí sola para poner de manifiesto los
grandes cambios que estaban por llegar.
Cambios que eran del todo, imparables. Cambios que en sí
mismos se erigían en activadores de una nueva economía, llamada a la vez a
imponer una sociedad del todo nueva. Y enfrente, enarbolando las tradiciones,
metafóricamente ubicadas en el sable de
gala de los piqueros del Heiliges Römisches Reich; un concepto, a lo sumo
una idea: Pervivencia o desaparición. Y claramente fue la segunda la opción
finalmente amparada.
No se trata ya de que la Primera Guerra
Mundial constituyese, que lo fue, el primer ejemplo a gran
escala de implementación de la tecnología en sí misma como instrumento bélico
llamado a poder decantar la balanza por uno u otro de los bandos implicados;
como así fue. Se trata más bien de que la Primera Guerra
Mundial puso de manifiesto la insalvable brecha que se abría
entre los que todavía creían luchar por la gloria hegemónica de un Reich
representado por alguien de la talla de
Bismarck; y los que lo hacían simplemente
(y en la naturaleza del adverbio figura la contrariedad), arrastrado por el
ímpetu de un nuevo status social que
hacía de la velocidad, de lo instantáneo, su fuerza a la par que su medida.
Por ello, comprender una confrontación en la que tenía pleno
sentido la configuración de asaltos en los que convivían los usos medievales
representados por las cargas de caballería, enfrentados a las incipientes armas
automáticas y a los cañones, ha de servir sin duda para demostrar la tesis de
que no ya la guerra en si misma, como sí más bien el contexto en el que la misma
se desarrolla, responden ambos en su totalidad al drama propio al que ha de
enfrentarse una sociedad que tiene la desgracia de vivir un instante en el que
dos épocas se solapan, privando a sus contemporáneos del derecho a saber si
ellos son dignos merecedores de una época propia.
A tal, que no a otro, fue al compromiso al que se dedicaron
los hombres que en aquel vagón de tren, en aquella vía muerta de aquella
localidad distante algunos ochenta kilómetros de París, estaban llamados a
firmar el tratado que pondría fin al conflicto hasta ese momento más
inconcebible al que como Hombres nos habíamos enfrentado.
O al menos eso creían ellos…
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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